Antiterrorismo: Irak y otros ejemplos

por Ángel Pérez González, 18 de octubre de 2006

El terrorismo moderno posee una naturaleza híbrida, como corresponde a un fenómeno que es el resultado de la colusión de otros anteriores. Es heredero de las guerrillas y los movimientos insurgentes más tradicionales; de los grupos de delincuentes que terminan por controlar estados fallidos o partes de ellos, y del terrorismo nacionalista o ideológico que se desarrolló en Europa tras la Segunda Guerra Mundial en diferentes tiempos y fases, aunque siempre con un claro sesgo antiliberal y antioccidental. Producto de esta  extracción compleja, su naturaleza moderna presenta formas que pretenden, en definitiva, modificar su percepción exterior, haciendo difícil su combate ideológico, y la persecución militar o policial sistemática de sus actores y responsables. Entre las características acusadas de esa naturaleza multiforme se encuentra su dinamismo transfronterizo, de tal suerte que puede considerarse que es ese uno de los elementos definitorios por excelencia del terrorismo actual. El caso iraquí sirve como modelo ideal donde experimentar y rastrear desde un punto de vista teórico este hecho, estableciendo cuales son las dificultades  que encuentra su represión y las alternativas posibles para su eliminación.
 
Cuando la acción terrorista alcanza un grado de intensidad elevado, intenta de forma coherente con su naturaleza, dar el salto y convertirse en un movimiento insurgente. Para ello intenta ganar legitimidad dentro y fuera del estado en el que opera. En ese momento la acción antiterrorista suele adoptar, siguiendo un patrón tradicional, una nueva forma de reacción consistente en anular esa posible adquisición de legitimidad. La fórmula consiste siempre en inspirar el suficiente temor , neutralidad o lealtad en la población civil afectada, de tal forma que ésta no alimente, apoye o perpetúe el fenómeno terrorista. Cuando la acción terrorista gravita sin embargo fuera y no dentro de las fronteras del estado objetivo esta fórmula no resulta satisfactoria. Con sus bases, apoyo humano y logístico o propaganda instaladas más allá de las fronteras legales del estado que debe defenderse la mayor o menor lealtad de la población civil pierde relevancia, pues no constituye por sí misma un factor con suficiente intensidad para ahogar la acción criminal. Al contrario, la desafección entre la población civil y el grupo terrorista convierte a la primera en objetivo también terrorista, aumentando los daños materiales, las pérdidas humanas y reforzando el arma más letal de un grupo terrorista, su capacidad para reducir la eficacia del estado, minando su legitimidad e induciendo al contrario, por cansancio o desesperación, a abandonar la batalla.  A este esquema responde el caso iraquí, donde el número reducido de terroristas islámicos y la actitud masiva de la población ayuda poco a los terroristas que, en vista de las circunstancias, han optado por atentados salvajes en los que perecen sistemáticamente civiles con el objetivo de agotar la paciencia de las tropas aliadas y las sociedades occidentales que las sostienen.
 
En circunstancias como las descritas además de las formas tradicionales de lucha antiterrorista, tales como la realización de incursiones militares y la amenaza diplomática, es necesario considerar la utilización de técnicas que pueden dar buenos resultados; en esencia, tres: la impermeabilización de las fronteras, una eficaz guerra de propaganda y el control de las poblaciones en el exterior cuyos lazos culturales o históricos con la región afectada convierte en refugio y centro de reclutamiento de los grupos terroristas. Estas tres opciones se traducirían en el escenario iraquí en el control eficaz de la frontera de Irak con Siria e Irán; la utilización masiva de la propaganda antiterrorista, y el control de las poblaciones chiitas, suníes o, si llega el caso, kurdas más allá de las fronteras iraquíes y vinculadas al escenario de guerra. Es posible que no puedan ponerse en práctica todas con el mismo resultado óptimo, pero a diferencia de las  primeras, estas tres citadas no requieren de las demás para dar frutos, pudiéndose aplicar con intensidad variable, éxitos diversos y eficacia cambiante, y resultar a pesar de todo una buena opción para los aliados.
 
El comportamiento terrorista
 
Groso modo un grupo terrorista tradicional intenta convertirse en un grupo insurgente alcanzando el control de una parte del estado y formando con el tiempo un proto ejército regular capaz de enfrentarse a lo largo de un frente con el estado concernido. Cuando este objetivo falla, y a menudo lo hace, estos grupos tienen pocas opciones de supervivencia, que pasan necesariamente por varias técnicas  fáciles de reconocer y de combinar, como la disminución consciente de la actividad, para moderar el esfuerzo antiterrorista del gobierno; treguas parciales que permiten ganar tiempo, y la búsqueda de refugio y apoyo en países limítrofes, especialmente si son amigables o practican una neutralidad negligente. El caso colombiano es un excelente ejemplo, pero hay otros, como el caso del IRA en Irlanda e incluso durante algún tiempo el de ETA en Francia. Cuando un grupo terrorista se traslada al exterior de su escenario prioritario adquiere la posibilidad, paradójicamente, de reforzar su eficacia. Este hecho debiera llevar a los grupos terrorista más recientes y modernos a aspirar a alcanzar este estado de cosas directamente, sin intentar convertirse en movimientos insurgentes. Y Al Queda se debate probablemente entre hacer lo uno o lo otro.  En la práctica sin embargo, y por ahora, se observa que no ha sido así. Todo grupo terrorista aspira a la ocupación y ejercicio de un parcela de poder desde el que organizar sus atentados. Incluso grupos como Al Queda, a través de organizaciones locales o regionales muy eficaces, han intentado o intentan el control efectivo de suficiente territorio. Protegidos en un estado próximo y negligente, a menudo simplemente colaborador; el grupo terrorista dedica su esfuerzo a preparar a sus miembros, reclutar nuevos individuos, mejorar sus finanzas y adquirir material. Para el grupo terrorista esta situación ofrece una ventaja indudable:  permite reducir la eficacia de las medidas antiterroristas tomadas en el estado de origen, habida cuenta de que ni las acciones policiales o militares alcanzan sus objetivos definitivos; ni las técnicas de control social, bien la coerción, bien el convencimiento pacífico son trascendentes para impedir nuevas acciones criminales. En esta situación táctica se encuentran los aliados en Irak.
 
Ante una situación de esta naturaleza se han ensayado fórmulas diversas de reacción que en líneas generales se pueden reducir a tres. A saber, la invasión del territorio donde han encontrado refugio los terroristas; el control de la población afectada, restringiendo sus movimientos o reasentándola lejos de las zonas conflictivas y, por último, la utilización de la diplomacia, en una de sus variantes más arquetípicas y menos eficaces, la del palo y la zanahoria, estos es, la mezcla más o menos equilibrada de amenazas y premios al buen comportamiento. Las tres tienen a su vez variantes y una característica común, resultan con frecuencia y por si solas de eficacia limitada. Las invasiones tienen dos opciones, la incursión limitada, o la ocupación total del espacio. Ambas son opciones a valorar en circunstancias determinadas, es decir, cuando se han agotado otras opciones o éstas requieren para su ejecución la ocupación de territorio hostil; pero pueden disparar el número de grupos y acciones terroristas, capaces rápidamente de reclamar para si el carácter insurgente. El objetivo de una invasión es evidente: dejar al grupo hostil sin un territorio seguro, eliminar o capturar lo esencial de su infraestructura humana o material y castigar al estado que ha albergado la fuerza terrorista. El ejemplo más reciente y exitoso ha sido Afganistán. Por el contrario las incursiones sólo aspiran a obtener resultados parciales y a veces se sustituyen por el uso localizado de la fuerza aérea. Esta última modalidad requiere un sofisticado servicio de inteligencia y su eficacia contra grupos irregulares de, a veces, muy pequeño tamaño es discutible. La eficacia aumenta cuando el objetivo del ataque aéreo es un individuo concreto. Modalidad utilizada con éxito por Israel, y ensayada por los EEUU contra Al Queda, que pierde trascendencia cuando la organización atacada posee un estructura descentralizada y poco dependiente de uno o varios mandos concretos. La aplicación de estas técnicas en los aledaños geográficos de Irak, es decir, en Siria e Irán presenta serias dificultades; no tanto de carácter técnico como metodológico. Las grandes ofensivas suelen ser un recurso adecuado cuando la amenaza es de entidad notable, situaciones en las que las desventajas de semejante acción, guerra costosa, complicada y capaz de generar conflictos adicionales, son inferiores a las ventajas, al menos inmediatas. En el caso que nos ocupa tampoco puede a priori precisarse el efecto de acciones puntuales, desde tierra o desde el aire. Ni Siria ni Irán son sensibles a amenazas rutinarias a su seguridad. Y en todo caso un ataque puntual no acabaría con la red de apoyo terrorista en ambos países.
 
El reasentamiento o traslado temporal de la población no sólo es costoso, puede igualmente reforzar a los grupos más hostiles que aniden en ella y exigen un meticuloso control material para evitar abusos y daños utilizables por la propaganda contraria. La utilización  moderna de esta técnica se puede rastrear en la denominada “concentración de pacíficos” practicada en la Cuba española por el General Weyler. Y ya en aquella ocasión las penurias de los concentrados alimentaron una dura y eficaz propaganda antiespañola, aunque tácticamente la decisión privó a los insurrectos de soporte material y moral tanto como de víctimas a las que explotar. Si en una isla pequeña, de escasa población y muy homogénea desde un punto de vista sociocultural resultó difícil y costoso aplicar esta técnica, resulta harto más inimaginable en un estado  dividido y con una geografía hostil como Irak. En este caso la población se encuentra de hecho agrupada en una estrecha porción del territorio, pero en un espacio abierto y sometido a fuertes tensiones políticas y religiosas es imposible aplicar técnicas de control policial extremas que no generen crisis adicionales. En las presentes condiciones la concentración es una ventaja para los terroristas, que se mueven con discreción y tienen a mano objetivos apetitosos, por su dimensión o trascendencia política, fuera y dentro del país.
 
La diplomacia, por último, tiene el grave inconveniente de que su éxito depende de lo  asustadizo que sea el estado que alberga, protege o se inhibe ante la presencia de terroristas en su suelo. El caso de Irán es un buen ejemplo en el que confluyen todas las variables que garantizan el fracaso de la acción diplomática: escasa credibilidad de la amenaza militar, limitada dependencia exterior del régimen iraní, y ambivalencia extrema de terceros países que refuerzan con su dejadez o apoyo explicito al régimen islámico su sensación de invulnerabilidad. A partir de este ejemplo es sencillo extraer las características que explican el fracaso de la diplomacia a la hora de resolver un conflicto de esta naturaleza. Primero, el estado que decide amparar, subvencionar o tolerar la actividad terrorista ha tomado previamente la decisión de hacerlo. Por tanto ha llegado a la conclusión previa de que tiene capacidad para ello. Una vez interiorizada esta idea resulta difícil transmitir la contraria y los esfuerzos por moderar al estado agresor suelen percibirse por aquel como una constatación más de su fortaleza. Segundo, el estado que decide albergar o tolerar ese tipo de actividades suele partir bien de una convicción ideológica o religiosa, bien de una identidad incuestionable con el grupo terrorista, que normalmente se presenta como valedor de un determinado grupo de población. En el caso de Irán se dan todos los factores: determinismo religioso, seguridad ideológica y hermandad cultural, por ejemplo, con los chiitas residentes en otros estados musulmanes, entre ellos Irak o el Líbano. Y tercero, si el estado es demasiado débil o su estructura de poder ha sido ya tomada total o parcialmente por los terroristas la pretensión de ofrecer recompensas materiales carece de sentido: o no se dedicarán a ejecutar una política antiterrorista para la que no hay medios; o se negará a aceptar la colaboración con el estado amenazado. Basta recordar el caso de Líbano, de cuyo gobierno forma parte Hizbolá, agrupación a la que el propio ejército libanés, en cuyas filas existen abundantes cuadros y tropa chiita, debe desarmar. La diplomacia, por tanto, es capaz a veces de resolver cuestiones puntuales y a corto plazo. Nunca, en las circunstancias descritas, puede resolver un conflicto. Irán y Siria comparten objetivos políticos y motivación ideológica. Difícilmente serán constreñidas de forma pacífica a operar en el medio internacional de manera distinta a como efectivamente actúan.
 
¿Otras opciones?
 
Existen otras opciones, cuya combinación con las anteriores en los términos y grados convenientes o sencillamente posibles, tienen efectos saludables y son ya conocidas. La impermeabilización de las fronteras, una política seria de propaganda y el control de las poblaciones que en el exterior apoyan, financian o amparan terroristas. Se trata de medidas muy prácticas, cuyo coste puede no ser extraordinario (en todo caso menor que el de una ofensiva masiva, por ejemplo) y que son ejecutables por un estado asediado por los múltiples problemas que exige la gestión política en medio de la violencia.
 
La primera es sencilla y ha demostrado cuando se ha utilizado su eficacia, a pequeña y a gran escala. Se trata sencillamente de sellar las fronteras mediante la combinación de barreras físicas y unidades altamente móviles capaces de concentrar una gran intensidad de fuego en los posibles boquetes, si estos son efectivamente abiertos por unidades terroristas. Aunque a priori semejante opción parece encerrar al estado atacado, es decir, parece una medida defensiva clásica; finalmente el resultado es extraordinario, pues priva al grupo atacante de su campo de batalla, de sus objetivos humanos, y reduce notablemente el efecto mediático de sus acciones. Aísla, además, a las poblaciones que dentro de las barreras, alambradas o muros, sean más sensibles a las percepciones públicamente defendidas por los terroristas. Debe entenderse que la creación de estas estructuras y la puesta en marcha de unidades militares aerotransportadas de reacción inmediata destruyen la naturaleza misma de la actividad terrorista moderna, su carácter transfronterizo. Esto es, el elemento mismo que garantiza su supervivencia. Israel, India y Marruecos han utilizado esta técnica con éxito sellando la frontera con Gaza, la línea de control en Cachemira o los territorios ocupados en el Sahara Occidental. En una escala menor, también Turquía ha utilizado esta fórmula en sus fronteras con Irak y Siria contra el PKK; y con un objetivo policial, España ha construido sendas barreras en sus dos fronteras terrestres con Marruecos. Desde un punto de vista histórico también puede señalarse el caso de Cuba y el sistema de compartimentos estancos aplicado por el general Weyler con éxito. En este caso las barreras cruzaban la isla de norte a sur y recibían el nombre de trochas. Por supuesto este esfuerzo solo da resultados si se mantiene una política antiterrorista activa que elimine o reduzca sustancialmente la actividad criminal en el espacio protegido por las barreras. De ahí la importancia de combinarlas con otras técnicas, sencillas pero eficaces.
 
La propaganda constituye un insustituible medio de guerra en el interior. Y su objetivo debe ser único: marginar, alejar y destruir la imagen del grupo terrorista dentro y fuera del estado concernido. Este objetivo solo puede cumplirse alterando la relación simbólica del grupo terrorista con los sentimientos de carácter nacional, ideológico o religioso de los que desean apropiarse. Normalmente esta política fija su objetivo en el nacionalismo, de tal forma que el grupo criminal encuentre problemas para identificar sus postulados con el bien de la nación o de una parte de ella. Para explotar el nacionalismo en contra de aquellos es necesario ser práctico y utilizar los canales habituales de transmisión de información, lo más veraz posible, para modificar o amalgamar sentimientos que a priori pueden ser contradictorios. Cuando estos canales, por ejemplo el sistema educativo, quedan en manos de grupos simpatizantes de los terroristas, algo frecuente cuando se ponen en práctica políticas permisivas hacia los sectores políticos más moderados entre los cercanos al terrorismo, el esfuerzo fracasa. En España este es un hecho constatado en el País Vasco. Pero en una política de propaganda adecuada hoy, máxime en casos en los que está presente la religión islámica, los objetivos deben ser alternos: nacionalismo, religión y/o ideología. Los casos en que los sistemas educativos o de asistencia social caen bajo la influencia de lo que normalmente se denomina moderados y en la práctica suelen ser grupos u organizaciones que alientan, justifican o participan de la actividad terrorista son múltiples.  El caso de las madrasas en Pakistán, quizás el mejor conocido, cuya importancia se ha multiplicado ante la crisis del sistema público de enseñanza, sirve de modelo a no imitar. Una madrasa, incluso siendo tradicional, no es necesariamente una institución filoterrorista. Pero una red de madrasas, cuya creación y gestión, máxime en estados con administraciones poco eficaces, suele carecer de control alguno, puede convertirse en un instrumento de penetración de ideas contraproducentes, como de hecho sucede, si el grupo o grupos terroristas se empeñan en ello. Ejemplos históricos de éxito de una política de propaganda de esta naturaleza existen, como muestra el caso de Grecia contra el terrorismo comunista a finales de los años cuarenta. También existen fracasos. El caso de la Argelia francesa, o incluso en cierta medida el caso de Marruecos en el Sahara Occidental. En ambos se dan circunstancias que explican la ausencia de éxito total, porque de facto debe recordarse que la actividad guerrillera del FLN fue reducida al mínimo, si bien con una dureza extraordinaria; y que la eficacia militar de los muros en el Sahara y el cierre de los territorios ocupados hacen que la actividad nacionalista sea incapaz por ahora de poner en duda la ocupación por Marruecos. La salida de Francia de Argelia fue una decisión unilateral no dictada por el éxito de la actividad del FLN, sino por el convencimiento de que a largo plazo la situación, por razones demográficas entre otras, era insostenible. En las presentes circunstancias la salida de Marruecos del Sahara sería también una decisión unilateral de Mohamed VI, pues la oposición del Polisario es incapaz de forzar semejante cambio de política. La falta de éxito se debe a que la política de marginalización fue o es ejercida por un poder extranjero. Y en este punto existe una limitada similitud con Irak que podría explicar parte de las dificultades que encuentran los Aliados y justificaría por si sola los esfuerzos que se han hecho por mejorar la eficacia y misiones del ejército regular y la policía iraquí.
 
Finalmente es necesario tomarse en serio la importancia el apoyo que un grupo terrorista puede recibir del exterior. Un ejemplo tradicional es el irlandés. El IRA recibió siempre un amplio apoyo de la diáspora irlandesa en EEUU. Las circunstancias sin embargo han cambiado, y hoy ese apoyo exterior es un elemento definitorio, no accesorio, de la naturaleza del grupo terrorista. El terrorismo es hoy trasnacional, y eso conlleva que en un grado variable, su estrategia y medios son fijados y obtenidos fuera del espacio sobre el que quieren proyectar su actividad. Limitar o extinguir esos vínculos mediante la propaganda, la acción policial en colaboración con terceros estados y la persecución de sus fuentes de financiación es condición necesaria para eliminar un grupo terrorista. Sencillamente si no se hace el grupo terrorista tiene garantizada su supervivencia. El ejemplo de ETA, en España, es elocuente. El terrorismo islámico tiene en este ámbito una ventaja notable sobre otros terrorismos anteriores o coetáneos. Sencillamente su diáspora particular no es nacional, sino religiosa, por tanto muy amplia y difícil de controlar. Se extiende por dentro y fuera del espacio de religión islámica; y posee una popularidad notable entre las comunidades islámicas asentadas en Europa. Concentrar el esfuerzo de los estados en establecer medios de influir en esa población, desconectarla de los mensajes terroristas y limitar su participación financiara o individual, a través del reclutamiento de terroristas nuevos, debe constituir un objetivo prioritario de cualquier política antiterrorista. Prioritario y de marcado carácter práctico. El control de la escuela, de las prácticas religiosas y la adecuada gestión del esfuerzo de liberación de la mujer musulmana deben ir encaminados a minar de forma decisiva la cohesión de estas comunidades en torno a ideas preconcebidas y dañinas sobre cómo combatir el terrorismo, qué ideas occidentales deben ser rechazadas o quién debe ser considerado terrorista. En el caso iraquí y dada la ventaja citada del terrorismo islámico, esta política podría ser aplicada en círculos concéntricos, primero las poblaciones más cercanas, luego las más alejadas, donde las simpatías por la actividad terrorista son más difusas. Pero en cualquier caso también aquí existen ideas centrales que deben ser explotadas, como la muerte sistemática de civiles iraquíes; e ideas generales que deben ser combatidas, como la  responsabilidad norteamericana en la violencia terrorista desplegada contra la población civil iraquí que, así parecen ser las cosas, se da por hecho entre la mayoría de los musulmanes. Donde el convencimiento no de resultados, debe actuarse de forma más enérgica, restringiendo o prohibiendo actividades que alienten el terrorismo; prohibiendo la donación de recursos a esas mismas entidades y endureciendo las causas de expulsión de extranjeros, al menos en Occidente, cuando estén vinculadas al fenómeno terrorista en cualquiera de sus variantes, por moderada que pueda parecer.
 
Conclusión
 
No existen fórmulas mágicas que permitan combatir y derrotar, en Irak y fuera de Irak, la actividad terrorista. Pero existen técnicas de lucha antiterrorista que han demostrado su eficacia y que por tanto desmienten el razonamiento frecuente que establece la imposibilidad intelectual y material de reducir o extinguir la violencia de esa naturaleza. El carácter trasnacional de la actividad terrorista islámica y, de forma creciente, no islámica exige unos niveles óptimos de colaboración internacional que, con frecuencia, no se alcanzan, permitiendo la supervivencia de los grupos terroristas y alimentando la capacidad de aquellos para mantener viva la propaganda de la que se nutren ideológicamente. El fracaso estrepitoso de la colaboración entre Europa y EEUU es notable no solo por lo aparente del mismo, sino por el marcado carácter antinatural de una divergencia imposible de sostener y que pone en riesgo la seguridad global de Occidente y del continente europeo en particular. Una divergencia a la que España, afectada directamente por el fenómeno, ha contribuido sin mayor sentido ni lógica que la falta de realismo político y la ausencia extraordinaria de responsabilidad estratégica regional.