Canadá: asimilación inversa

por Mark Steyn, 9 de mayo de 2007

(Publicado en Western Standard.ca, 9 de abril de 2007)

De los 1,6 millones de canadienses nuevos añadidos a la población entre el 2001 y el 2006, solamente 400.000 procedían del crecimiento natural -- léase hijos. Los 1,2 millones restantes -- es decir, el 75% -- procedían de la inmigración.
 
¿Para qué sirve la inmigración?
 
Ojo, no quiero decir para qué sirven los inmigrantes. Yo mismo he residido aquí y allá a lo largo de los años, y a nivel personal pienso vagamente que los individuos que no están a cargo del estado deberían poder moverse por el mundo con facilidad razonable. Como es el caso, los canadienses hacemos esto mucho. Puede usted toparse con lo más refinado de la Commonwealth en Bruselas, Nueva Delhi, Hong Kong, casi en cualquier parte del planeta. Y yo tengo que encontrarme aún en un taxi en cualquier parte del planeta que el conductor me diga, 'Ahora estamos pasando por la Pequeña Canadá'. Los canadienses emigramos como individuos.
 
Pero en el mundo occidental, la 'inmigración' es un fenómeno distinto de 'los inmigrantes'. Para empezar, no tiene que ver con los inmigrantes, sino con la sociedad anfitriona. En algún momento, las democracias más avanzadas decidieron que la inmigración en masa es una virtud al margen de quién venga y de cualquier consecuencia económica o similar. Este es un modo relativamente novel de ver la nación-estado. Hace unos cuantos años, [la Ministra canadiense] Hedy Fry bromeó diciendo que no podía entender porqué la gente montaba tal controversia por la inmigración ilegal, teniendo en cuenta que los primeros hombres blancos tampoco habían pedido permiso a los pueblos que ya residían aquí. Lo que en su deslegitimación del estado canadiense, por no mencionar las demás implicaciones, podría considerarse delicado de alguna manera. Pero Fry era Ministra de la Corona, y nadie esperaba seriamente que Chrétien la reprendiese. En contraste, cuestionar la inmigración hasta de la manera más cauta es arriesgarse a ser demonizado como racista. Los canadienses se ven a sí mismos como un pueblo agradable. Y por tanto plantear siquiera el tema de la inmigración tiene el aspecto de un ataque no tanto contra extranjeros distantes como contra nuestra propia auto-imagen.
 
Pero este es el meollo de la cuestión. Cualquiera que sea la virtud de la inmigración, la dependencia de ella es señal de una profunda debilidad estructural y, cuando todo el autobombo de celebrar la diversidad ha acabado, esa debilidad debe ser entendida como tal. Por ejemplo, el otro día, el Departamento de Estadística de Canadá difundió sus cifras del censo 2006, y la cobertura de la prensa fue en su mayor parte el autobombo usual -- 'El censo canadiense ve crecer las ciudades' - The Globe and Mail. Esto es cierto: somos una nación cada vez más urbana. Pero no es el hecho más llamativo de las cifras. Canadá, informaba la CBC, 'tiene la tasa de crecimiento de la población más elevada de los países del G8'. También cierto, y más cerca de la estadística central. De los 1,6 millones de canadienses nuevos añadidos a la población entre el 2001 y el 2006, solamente 400.000 procedían del crecimiento natural -- léase hijos. Los 1,2 millones restantes -- es decir, el 75% -- procedían de la inmigración.
 
Compare esto con Estados Unidos, donde más del 60% del crecimiento de la población se deriva del crecimiento natural. Dicho eso, esto no es un relato de buenas noticias, sino de malas. Canadá sigue siendo demográficamente débil: la tasa de fertilidad americana de 2,1 hijos por mujer es suficiente para sostener la población hasta sin inmigración; la tasa de fertilidad canadiense de 1,5 hijos por mujer conduce a un marcado declive demográfico. 10 millones de padres tienen 7,5 millones de hijos y 5,6 millones de nietos y 4,2 millones de tataranietos: un árbol familiar al revés. Puede usted imaginar la forma que tendrán los programas sociales canadienses bajo ese escenario, y eso antes de que el niño decida que prefiere irse al sur antes que pagar tipos fiscales del 70% sólo para sufragar la seguridad social de los abuelos y la parentela.
 
De modo que la inmigración parece ser el modo fácil de ocuparse de un asunto del que nadie se ocupa -- hasta que captas lo que te está diciendo el censo realmente, y lo que tan artísticamente evitan decir el Globe and Mail y la CBC. Si los canadienses nativos (perdonen la expresión) ya somos una minoría del 25% en el crecimiento demográfico del país, seremos una minoría aún más reducida en el Canadá del futuro. En la práctica, se encuentran ya en un margen demográfico tan bajo que cualquier tipo de herencia trans-generacional corre peligro: 'Canadá' está en peligro de convertirse en un apartado de correos simplemente. Los adictos a la novedad aciertan en algo: tal vez sea ahora de volver a escribir eso [del himno nacional] 'hogar y tierra natal'.
 
Con anterioridad a la expansión económica y la complacencia de los 90, el año de la inmigración más popular de todos los tiempos fue 1913, cuando llegaron 400.000 'canadienses nuevos'. Si ellos lo veían así o no es harina de otro costal: la mayor parte de ellos eran sujetos británicos que se mudaban de una parte del imperio de Su Majestad a otro. En ese sentido no fue 'inmigración' en absoluto, o no como se comprende actualmente. Las cifras del censo 2006 dan por sentado que el Canadá del siglo XXI será un proyecto levantado casi exclusivamente por extranjeros.
 
El estado canadiense no solamente está desconcertado con esta deslocalización definitiva, sino que se enorgullece y la celebra. Por ejemplo, anti-monárquicos como John Manley o Brian Tobin articulan rutinariamente su discurso sobre la premisa de que en un Canadá cada vez más diverso, no se puede esperar que los inmigrantes de Siria o Bielorrusia se sientan vinculados a la Familia Real. Esto sería un argumento muy curioso hasta en países con tradiciones de inmigración robustas -- que un extranjero admitido por el estado a sus instancias tenga el derecho a decidir cuáles de las costumbres del anterior va a conservar, y cuáles de las costumbres de su nuevo país está dispuesto a aceptar. Sonaría muy raro en la mayor parte de los sitios -- adelante, busque usted un trabajo en Arabia Saudí e intente el mismo discurso con la familia real de allí. De modo que, al tragarnos la jugada Manley-Tobin, esencialmente estamos aceptando el principio de asimilación inversa: la obligación de que los canadienses nos asimilemos entre los inmigrantes, en lugar de ser al revés.
 
Y allí se encuentra el gran peligro. No para la Reina. Ella lo superará, sea lo que sea lo que decidan los canadienses. Pero el discurso Manley-Tobin plantea algunas cuestiones muy interesantes. Si nuestros iluminados progresistas están tan convencidos de que los nuevos inmigrantes no van a aceptar la Corona, ¿qué otros rasgos de nuestra herencia también rechazarán? ¿Cuántos canadienses dirán '¿mande?' en 20 años? ¿O seguirán el hockey (asumiendo que existan aún aquí equipos de hockey)? ¿Cuántos reconocerán a 'Sir John A. Macdonald'? ¿Qué recordará tal nación en el Día del Recuerdo?
 
Comentando las tendencias más recientes del censo, el blogger de Toronto Mark Collins destacaba que 'no es el Canadá de nuestros abuelos'. Collins se estaba refiriendo a la creciente urbanización del país, pero también sería más cierto decir que el Canadá contemporáneo es una tierra sin pasado, una tierra sin herencia, y que la deriva sin preocupaciones de una nación continental mari usque ad mare en media docena de megalópolis es simplemente síntoma de ello. Según StatsCan, el 93% de los inmigrantes que llegaron entre 1991 y 1996 residen en centros urbanos. De nuevo es un punto de divergencia con el vecino de Canadá: en los Estados Unidos, la población se desplaza a distritos rurales y el extrarradio. Eso, a su vez, ayuda a explicar la sana tasa de fertilidad: América es uno de los lugares más baratos del mundo desarrollado en el que encontrar una casa de 4 dormitorios con un gran patio. ¿Quién quiere criar a 3 hijos en un apartamento de ciudad?
 
De modo que parece improbable que la urbanización de Canadá haga algo por esa tasa de fertilidad casi europea, pero inevitablemente tensará nuestro fundamento constitucional. ¿Pueden gobernarse 6 zonas metropolitanas aún como una confederación de 10 provincias? Cierto, la CBC conjurará las fantasías usuales - hilarantes comedias de sobremesa acerca de adorables milicianos [musulmanes] janjawid que se mudan a Newfoundland, etc. Pero la realidad es que nada aparte de la nostalgia va a justificar mantener las provincias atlánticas como jurisdicciones separadas, y cuán nostálgicamente inclinada será la utopía multicultural del Toronto urbano es algo que nadie sabe.
 
En 1913, cuando llegaron esos 400.000 recién llegados, sabíamos más o menos quiénes eran. No tenemos una idea muy clara de quiénes son los 300.000 inmigrantes o así de cada año de los próximos años. Asumimos que es como esos carteles de la inmigración de Canadá de 1997 conmemorando el 50 aniversario de la ciudadanía canadiense y mostrando a personas de muchas tierras cogiéndose las manos alrededor de un globo terráqueo: Canadá es como una colección cogida con alfileres, con algo de cada clase. En la práctica no es así. Habrá más de algunos, menos de otros. ¿Decidirán los chinos que existen mayores oportunidades económicas en casa? ¿Las marchitas poblaciones europeas preferirán pasar su tercera edad lejos de la turbulencia del Continente? ¿Continuará el reciente incremento de judíos franceses que emigran a Quebec? ¿O degenerará más en, como lo llama el Le Journal, “Montrealistán”?
 
Bien, StatsCan es bastante discreto con esos detalles. Pero esos son la realidad: el Canadá de mañana será construido por aquellos que hagan acto de presencia. Por el bien de la virtud multicultural, decidimos deslocalizar el futuro. No hay nada que hacer ahora, aparte de rezar porque el farol que nos hemos marcado salga bien.


 

 
 
Mark Steyn es periodista canadiense, columnista y crítico literario natural de Toronto. Trabajó para la BBC presentando un programa desde Nueva York y haciendo diversos documentales. Comienza a escribir en 1992, cuando The Spectator le contrata como crítico de cine, Más tarde pasa a ser columnista de The Independent. Actualmente publica en The Daily Telegraph, The Chicago Sun-Times, The New York Sun, The Washington Times y el Orange County Register, además de The Western Standard, The Jerusalem Post o The Australian, entre otros.
 
© Mark Steyn 2007