Con Trump, contra Trump, tras Trump
Resulta difícil, sobre para quienes creemos que la Presidencia de Trump ha sido buena para los Estados Unidos, explicar los acontecimientos tragicómicos del pasado día 6 en Washington, circenses si no fuese por la muerte de cinco personas, y cuyas consecuencias aún vemos hoy. Como medida de precaución, creo que es necesario huir de las dos posiciones más extremas, que proporcionan demasiadas certezas para ser satisfactorias: las de aquellos que afirman que Trump ha enloquecido, que es un peligroso tirano que buscaba dar un golpe de Estado y revertir el resultado de las urnas; y las de aquellos que ven en lo ocurrido el día 6 una retorcida conspiración demócrata, con infiltrados antifa, policías corruptos y operaciones de falsa bandera. Creo que las cosas son más sencillas, y por eso más complicadas.
Un Trump, un fraude y un asalto al GOP
En términos generales, las cuestiones generales que permiten enmarcar lo ocurrido son tres. La primera, la personalidad y el carácter de Trump: mal político pero gran negociador político, mal estratega pero con instinto para el triunfo; imprudente, pero ambicioso y valiente. Una rara mezcla de cesarismo y libertarianismo, que le lleva a querer protagonizarla al tiempo que desprecia su extensión. Su Presidencia ha sido la de un negociador algo narcisista, la de un artista del Deal, y los últimos meses no parecen haber sido distintos: su retórica altisonante, su personalidad arrolladora e impulsiva recubriendo unos cálculos más bien fríos y racionales. La fórmula ha sido buena para América, hasta el desastre ocurrido durante tres horas el día 6.
La segunda cuestión son las sospechas de fraude electoral. Que están más que justificadas pero que el equipo de Trump no ha sido capaz de mostrar con claridad ante los tribunales. A lo sumo, Giuliani y los suyos han mantenido con éxito la duda razonable sobre el fraude, que no es poco: pero en términos jurídicos no ha sido suficiente, como se vió casi desde el principio. Es bastante dudoso que Trump no lo haya visto en dos meses, aunque a veces parece parezca que así ha sido. En todo caso, las sospechas de fraude son altas, rozando la certeza; paradójicamente la incapacidad para demostrarlas ante la maraña jurídico-institucional norteamericana, también.
La tercera cuestión es la pésima relación entre Trump y gran parte de las figuras del Partido Republicano, relación bien conocida y explicada por muchos expertos y analistas: se ha visto claramente en su nominación, en su presidencia y en las incógnitas futuras en el campo conservador americano. Basta considerar la aparición de los Nevertrumpers para constatar la anomalía de este Presidente republicano y anti-republicano al mismo tiempo.
Regreso al futuro: 2021-2024
Que las pruebas de fraude no hayan sido suficientes en términos jurídicos no significa que no lo sean en términos políticos. Las imágenes intolerables de ballots apareciendo de la nada, la formidable capacidad de movilización de Trump, la fidelidad de millones de votantes, el desdén de los Demócratas y los medios hacia sus electores y viceversa son, o eran, una fuerza política enorme para volver a la Casa Blanca: máxime ante la administración demócrata previsiblemente más radical de la historia. En fin: la estrategia de Trump parecía más encaminada a un 2024 en el aire que a un 2021 ya perdido: ¿qué mejor carta de presentación para las presidenciales de dentro de cuatro años que un Presidente expulsado mediante el fraude enfrentado al binomio radical Biden-Harris? Los expertos en la Administración Trump hablan de todo tipo de rumores del trumpismo con o sin Trump, con o sin Ivanka, con o sin quien sea. Pero esto es el cuento de la lechera, que sólo puede, o podía llevarse a cabo con la eliminación del establishment republicano. Lo cual sólo se puede conseguir rompiendo la relación de éste con los votantes, ya maltrecha.
Creo que así se pueden interpretar de manera realista los acontecimientos del pasado día 6. EL rally convocado para ese día parecía tener dos objetivos. Primero, presionar a los senadores y congresistas republicanos con la presencia “del pueblo” a las puertas de las Cámaras: algo muy poco factible, además de ilegítimo. Y segundo, y sobre todo, mostrar la ruptura entre el establishment republicano reunido en el interior y las bases conservadoras del exterior: el primero permitiendo la llegada de Biden a la Casa Blanca a través del fraude, y las segundas viéndose abandonadas por sus representantes. Si esto es así, el día 6 no se impediría la certificación del Colegio Electoral ni el triunfo de Biden, pero sí se iniciaría la batalla para las presidenciales de 2024. El adversario de Trump ese día no eran los demócratas, sino los republicanos. Aquí aparece la personalidad trumpiana en estado puro: forzar las amenazas y subir la tensión al máximo como parte de una estrategia basada en el instinto que tan bien le ha funcionado. A veces olvidamos que Trump siempre ha entendido la política como los negocios, para lo bueno pero también para lo malo.
Lo cual es un error, puesto que la política tiene una lógica propia, empezando por la que poseen las pasiones. Éstas, en política, son como nitroglicerina: es difícil manejarlas sin que acaben estallando a quien las manipula. Y las de los suyos estaban muy desatadas y eran demasiado volátiles en la mañana del día 6. Yo no sé si Trump las subestimó o se creyó capaz de controlar a una multitud entregada, pero el mitin de Trump durante el rally fue la mecha que prendió lo que ocurrió después y acabó en comedia, en tragedia y en el probable fin de Trump.
Una caída en tres actos
Curiosamente, pese a la profusión de imágenes, no tenemos una reconstrucción fiable de los hechos del día 6: ni siquiera sabemos cómo ni dónde murieron cuatro de las cinco víctimas, cuantos policías había custodiando Capitol Hill o cuantas personas deambularon por qué sitios. Por lo que sabemos a día de hoy, creo que podemos dividir los hechos en tres actos cronológicamente distintos.
El primero se inicia con el inflamante discurso de Trump durante el rally al mediodía. Demasiado agresivo para impedir violencia, pero no tanto como para incitarla. Tras él , cientos de partidarios rebasan las barreras que rodean el Capitolio y toman los alrededores del edificio: lo hacen sin gran empleo de fuerza -lo que no convierte el asalto en pacífico- y llegan hasta las mismas puertas y escalinatas del edificio, poco guarnecido. Más y más se van sumando, mientras decenas de miles aún ocupan el área. Hasta aquí todo parece responder a la estrategia de Trump que constituye mi hipótesis: senadores y congresistas presionados por “el pueblo” concentrado a las puertas de las Cámaras.
El segundo acto comienza hacia las dos de la tarde, cuando varias docenas de personas fuerzan las entradas del edificio y penetran en él: ya no están los trumpistas en los jardines de alrededor, sino que rompen puertas, recorren los pasillos, entran en la Cámara, fuerzan los despachos. Violan, en fin, un edificio institucionalmente sagrado. Aquí se producen las escenas tragicómicas que hemos visto en prensa y televisión: inaceptables para cualquier votante normal, republicano o trumpista. Desde el punto de vista político, ético y estético es todo grotesco, desagradable y amenazador. Trump empieza a perder en este momento. Y comete otro error, a juzgar por el timeline de los hechos. Pide por twitter que se respete el orden y a los agentes de la ley, pero no que se abandone el Capitolio: la diferencia es sutil, él probablemente se refería a los que deambulaban por el exterior y no sabía que el edificio estaba ya siendo penetrado, y seguía pensando en apretar desde el exterior. Su llamada, en esas circunstancias, suena a sarcasmo o incluso a apoyo directo a los asaltantes, para estupor incluso de los suyos. En minutos pierde capital político.
Por fin, en un tercer momento, entre las dos y las cinco de la tarde las fuerzas de seguridad se encuentran bloqueadas por la presencia de miles de manifestantes en la zona, las administraciones no se ponen de acuerdo y son incapaces de enviar refuerzos. El estupor da paso al pasmo y al miedo. Sl menos un par de horas el pánico se apodera de senadores y congresistas, que no saben qué está pasando: como en una película, las imágenes en directo del asalto recorren el mundo. Ya se sabe que hay muertos, y el desorden es general. Aquí es cuando Trump ya se ha dado cuenta de la magnitud del problema y reacciona, pidiendo por twitter y en video “vayánse a casa”. Pero ya es tarde, el daño está ya hecho y además twitter boicotea los mensajes del Presidente. A partir de ahí, Guardia Nacional, toque de queda y fin de la extraña función.
La Apoteosis de Biden, la glaciación conservadora
Si Trump ha sido un maestro en el manejo de las redes sociales y la imagen, el día 6 demostró una torpeza mayúscula, cuando en el momento crucial fue muy detrás de los acontecimientos, alentando a los suyos a ir hasta el límite de la línea roja de la ley, sin saber que una vez allí lo normal es traspasarlo. Movilizar a las masas no es como lanzar un órdago en una mesa de negociación: la política no son los negocios. Éste ha sido el gran error de Trump durante toda su Presidencia, aunque haya proporcionado éxitos importantes para el país, desde la negociación con China hasta el freno al programa nuclear iraní o los acuerdos de paz entre los israelíes y páises árabes. Pero cuando más se la jugaba, entender la política con los negocios es lo que se lo ha llevado por delante.
Los errores graves de Trump tienen consecuencias. La primera la vimos ya el día 6: cierre de filas entre demócratas y republicanos contra el aún Presidente, y rumores de todo tipo de acciones contra él, incluso legales. Certificar el Colegio Electoral y por lo tanto la presidencia de Biden equivalía a defender la Constitución, y ningún republicano se atrevió ya a salirse de este camino, que pone a Biden como el supremo vigilante. La segunda, de mayor alcance, es el golpe a cualquier investigación sobre el fraude electoral, que ha quedado ya unido en su suerte a los desgraciados incidentes del Capitolio: el cierre de filas une en un único episodio el fraude, el asalto y la presidencia de Biden.
La tercera consecuencia es de mayor alcance: lo importante del recuento del día 3 de noviembre no era el futuro de Trump, sino, por este orden, de los Estados Unidos, el conservadurismo norteamericano y el Partido Republicano. Respecto a lo primero, hay quien cree que Biden debe sanar heridas y unificar a un país dividido. Pese a mi opinión negativa sobre él, no dudo de las buenas intenciones del Presidente electo, ni de su intención sincera de unir a la nación, lo que quiera que signifique exactamente eso. Pero sí es dudosa tanto su mermada capacidad y fortaleza físicas como los equilibrios demócratas que le han llevado allí. Y sobre todo, contando al lado con la Gran Armada del ala izquierda de los demócratas, que empezando por Harris y por algunos de los ya anunciados nombramientos augura un izquierdismo en la Casa Blanca mayor aún que el de Obama. La mezcla de intereses de grandes conglomerados tecnológicos; de empresas de entretenimiento y medios de comunicación progresistas; y de organizaciones comunitarias de agitación y violencia callejera tras el candidato no parecen ser lo mejor para Norteamérica. No al menos para la que conocíamos en el pasado.
Junto a eso, queda la cuestión del conservadurismo y del Partido Republicano. Respecto a lo segundo, la pérdida de la Casa Blanca y del Senado es de extrema dureza. No es lo peor: la división del GOP me parece ya un hecho bastante claro desde el Tea Party, y Trump sólo es una consecuencia de la dificultad de los Republicanos para adecuarse a los nuevos tiempos y representar a millones de americanos huérfanos ante la globalización y las nuevas ideologías totalitarias. Hay una ruptura clara en esto, y los populistas tienen razón cuando lo denuncian: entre las categorías dirigentes y la clase medias se abre un abismo que los Republicanos no saben llenar.
Respecto al conservadurismo, parece entrar en una auténtica glaciación. Tendrán enfrente a la Administración más izquierdista de la historia de los Estados Unidos, con una agenda novedosa y que como afirma Kamala Harris, empujará al país más allá. Ante esto, el GOP debilitado y sin poder institucional, la implosión de la FOX y la desorientación del puñado de periódicos que aún defendían el estilo de vida americano no son lo peor. Lo peor es la criminalización que, desde ya, el campo Demócrata está llevando a cabo del conservadurismo: desde Pelosy al New York Times, desde el Washington Post a Facebook o Twitter, desde Netflix o Amazon hasta Kamala Harris, se ha desatado una tormenta de fuego contra el alma republicana, acusada de ser la culpable de los desgraciados hechos del día 6.
Esto último es, con todo, la peor consecuencia de los errores cometidos por Trump. ¿Tenía otra opción? Es fácil y difícil decirlo desde fuera y a posteriori. Su planteamiento general era el correcto: la falta de una auditoria plena sobre los resultados -escandaloso en una elección tan reñida-, los 75 millones de votos y su altísima popularidad, y el maltrato manifiesto de las grandes corporaciones hacia ellos y su candidato constituían una oportunidad política para desbordar al Partido Republicano de cara a 2024. Pero la gran manifestación del 6 fue un error, garrafal si se suma a su discurso ante las masas y su lentitud para reaccionar durante la tarde: aún hoy parece mentira que los peligros de jugar con fuego no fuesen evidentes, ni que reaccionase a tiempo alguien tan pendiente de cada noticia. Sin las imágenes patéticas del Capitolio, Trump sería a día de hoy la cabeza, no indiscutible pero sí prominente del campo conservador. Hoy parece, más bien, un exiliado en su propia tierra: sólo el ansia de venganza de los Demócratas y de los izquierdistas medios de comunicación serían capaces de resucitarlo.