CoronaVirus. El déficit más grave es el democrático

por GEES, 1 de mayo de 2020

A la vista de la discusión pública actual en la Unión europea, España puede repetir el ciclo semejante al que suscitó la crisis del Euro.

 

Después de gastar Zapatero lo indecible y sobrevenir una crisis bancaria calificada como “sistémica”, fue instado por el poder Europeo a iniciar un periodo de reformas drásticas. Era el inicio de los famosos “recortes” luego sistemáticamente achacados al Partido Popular. Fue obligado a reformar nuestra Constitución para limitar su déficit. Propuesta realizada en agosto de 2011 en la cima de la crisis de la deuda. El bono a diez años exigía prometer una rentabilidad al comprador del 6,44%.

 

Que estas modificaciones fueron impuestas por Europa lo sabemos porque seis meses más tarde (2 de marzo de 2012) se iban a consagrar en un tratado específico llamado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza aplicable a todos. 

 

Nuestro desastre nacional, traído por la izquierda que agravó con mucho la crisis general (o sea, igual que ahora), sometió nuestra soberanía y nos obligó a someternos los primeros a reglas contables foráneas. De aquella situación no podía sacarnos quien nos había hundido, de modo que esas medidas impuestas por el mando Europeo fueron concomitantes con la convocatoria de elecciones anticipadas, destinadas evidentemente a que Zapatero las perdiese. Rajoy fue el encargado de seguir gestionando una política ya diseñada desde fuera, pero con más solvencia. Una vez cumplido aproximadamente el designio, Rajoy fue expulsado del poder por quien se cree con derecho divino a él, la izquierda, que de nuevo, tras tardar asombrosamente poco en hundirnos espantosamente en la ruina y la pandemia, mucho más allá que cualquier país comparable, nos ha vuelto a dejar al borde del colapso.

 

Por tanto, con tanta evidencia como el día sigue a la noche, ante la semejanza con la situación precedente, es posible que se asemeje también la solución. 

 

¿Puede salir España de este círculo infernal? ¿Recuerda alguien el artículo 1.2 de la Constitución que proclama que “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado? ¿Hay vida más allá del Euro y de la Unión Europea?

 

Para responder a estas preguntas, debemos saber lo siguiente.

 

En el afamado musical de Broadway, Hamilton, se reproduce la discusión sobre la asunción de la deuda de los estados - entonces colonias - que dio lugar a la “mutualización de deudas” que es el pistoletazo de salida a la Constitución americana de 1787. Se quiere reproducir hoy el mismo debate entre los Estados miembros de la Unión Europea para aprovechar la crisis del virus chino como catalizador de los Estados Unidos de Europa. Incluso, se va más allá, una opinión contraria se califica liminarmente como egoísta. No es sólo que se de por supuesto que Europa debe consagrarse definitivamente como una unión federal. Es que se da por perverso, oponerse a ello. La realidad es algo más complicada.

 

En este momento Lin Manuel Miranda, por el nombre del compositor y actor del musical neoyorquino, de la Unión Europea, debe estudiarse el significado político y económico de lo que se está pidiendo para poder entender qué puede ser lo más conveniente para España.

 

Desde la perspectiva económica, la crisis recuerda mucho a la del Euro, iniciada en 2009 y culminada entre 2011 y 2012 con el compromiso del BCE de sostener el Euro y el Tratado de Estabilidad Gobernanza y Coordinación como Pacto de Estabilidad 2.0 destinado a hacer converger las costumbres económicas, monetarias, presupuestarias y de gasto de los miembros del Euro y de la UE.

 

Las diferencias son estas: (1) de momento no es una crisis del euro, sino presupuestaria del conjunto de la Unión, (2) el Reino Unido, que desde su entrada en la UE en 1975 y a pesar del archifamoso cheque británico de Thatcher nunca dejó de ser un contribuyente neto, ha abandonado el barco; y (3) el nivel de deuda pública es más alto. Es decir, la crisis es más amplia, tenemos menos margen para hacerle frente y las soluciones jurídicas y condiciones que se impusieron para salir de la primera, no se han cumplido.

 

Resumiendo mucho, la crisis del Euro fue una crisis de deudas privadas que se convirtió en una crisis de deudas públicas para sostener la moneda. A cambio se prometió que esta vez sí que sí, palabrita del Niño Jesús, no se volverían a incumplir las reglas del Pacto de Estabilidad. Estas reglas, hoy suspendidas para salir del hoyo de la pandemia, han vuelto a ser incumplidas hoy por los llamados países periféricos - acechados por deudas equivalentes o superiores al 100% del PIB - y cumplidas por lo que antaño se llamaba el área marco. Consecuencia de lo cual hoy, quienes han gestionado peor sus economías y su respuesta a la epidemia, piden (más bien exigen y a veces con palabras gruesas) a los que están algo mejor que asuman sus deudas. El reproche a los ahorradores que nos prestaron la vez anterior es que deberían ser generosos con quienes no han cumplido las reglas que se impusieron como condición para obtener el primer préstamo. Esto no es inmediatamente evidente. 

 

La respuesta de los pagadores ha sido hasta ahora tibia, aunque parece que un plan de estímulos/ sostenimiento de las economías privadas quebradas vía presupuesto de la propia UE se abre camino.

 

Sin embargo, junto con la evolución económica de Europa hay una política. Es la siguiente: frente a la creación de un poder federal al estilo de la unión cada vez más estrecha de Jean Monnet se ha ido imponiendo, por la fuerza de las circunstancias, un poder federal inédito en la geografía y en la historia, sujeto al dominio del país más eficaz económicamente, Alemania.

 

Se trata de la consagración de una tercera etapa en la llamada construcción europea que consistiría en la asunción por parte de Alemania de la responsabilidad de dirigir políticamente la Unión. Es ocioso recordar las constantes intervenciones de la propia Canciller Merkel en el periodo de la crisis del Euro para forzar las salidas de primeros ministros en Grecia, Italia o España. Papandreu, Berlusconi o Zapatero conocen las presiones que los expulsaron del poder. Por otra parte, tampoco es necesario esperar a la desclasificación de documentos secretos para saber de las conversaciones que tuvieron con Merkel y que fueron reflejadas en fuentes de acceso abierto, vulgo, prensa. 

 

La primera etapa podría identificarse con el impulso integracionista de Jean Monnet apoyado por los Estados Unidos de América para la creación e implantación del mercado común. La segunda correspondería al periodo de euforia europea constituido por la caída del Muro, la unificación alemana, la creación de la Unión Europea y el abrazo de la globalización. Fue la década que terminó en la implantación física del euro en el 2002. Esta tercera, por fin es la más complicada, por el conjunto de crisis permanentes a las que parece enfrentarse (rechazo a la Constitución europea, Euro, refugiados, Brexit…) pero está marcada por la ascensión al poder de facto de Alemania.

 

El combate tradicional entre las fuerzas integracionistas o federales de las comunidades europeas frente a las tradicionales de cooperación internacional se habría saldado con la derrota de las primeras, la salida de la Unión Europea de las segundas (representadas por el Reino Unido) y la victoria de un opción no prevista: el dominio de un Estado miembro por su eficacia económica. Un Estado que por su identidad histórica hace todo lo posible para ser visto como un líder benévolo pero riguroso, tratando de acompasar su liderazgo de hecho con reglas jurídicas vinculantes, especialmente el llamado Pacto de Estabilidad. 

 

Ante esta situación, una nueva vuelta de tuerca que haga depender de Alemania la mitad de los PIBs (aproximadamente el peso en la economía de los estados de bienestar europeos) de todos los países miembros de la Unión (que es la consecuencia natural de esa opción denominada coronabonos) no parece completamente descartable. Hay dos inconvenientes para ello. El primero es la propia relevancia económica del esfuerzo (al que se opone por ejemplo el Bundesbank, especialmente por sus repercusiones en el Euro) que además sería visto con reticencia por los votantes alemanes, lo que despierta el fantasma del populismo que aterra a las élites. El segundo, es que Alemania vive bajo el conjuro de su propia psicología social que le dice que no desea mandar en Europa, ya sea habiendo logrado el mando pacíficamente. No debe existir nada semejante a un IV Reich, aunque sea un imperio liberal y pacífico.

 

Es decir, no siendo descartable, no es imposible. ¿Hay acaso una imposibilidad absoluta a que Alemania asuma para sí todo el poder que Bismarck creía que debía tener (y algo más) si no hay amenaza alguna a la paz y el continente lo admite sin revolverse? No. Pero que no quepa duda que Alemania es perfectamente consciente de qué posición asumiría en esa nueva Europa. Y no es la que más alegrías le ha traído en la historia.

 

Se dirá que el mecanismo comunitario de toma de decisiones no avala estas afirmaciones precedentes sobre el poder de hecho de Alemania. No es correcto. Como apreciación sobre el entramado jurídico comunitario es evidente que existe un mecanismo de voto dependiente del peso demográfico y político de las naciones que jalona todo el proceso integrador desde la famosa crisis de la silla vacía de de Gaulle en 1965 al proceso negociador de Niza, el de la Constitución europea y su traslado velis nolis al tratado de Lisboa en vigor. Pero todo el mundo que se sienta en un Consejo europeo (o, de hecho, en cualquier otra reunión de órganos decisorios comunitarios o internacionales) y que haya visto cómo se gestiona un proceso de voto en cuestiones especialmente litigiosas, sabe exactamente quién manda. 

 

Por tanto, ante este temor alemán a volver a ser visto como Estado dominante suscitando los recelos de los demás (en este caso, además, por hacer lo posible por ayudar económicamente al resto), la solución más probable es un apoyo más condicional y limitado.

 

Resumiendo, siendo inverosímiles los Estados Unidos de Europa al modo hamiltoniano y siendo improbables los Estados Unidos de Europa al modo IV Reich, queda la opción de la continuidad del modelo amorfo comunitario a cambio del cumplimiento por parte de los Estados miembros de ciertas normas contables. Si se quiere un ejemplo efectivo, se tiene a Grecia. ¿Ejerce hoy Grecia algún tipo de soberanía que no cuente con el visto bueno de sus numerosos acreedores liderados por Alemania? 

 

Todo ello nos lleva a la pregunta fundamental del problema que plantea la enésima crisis contemporánea de la Unión Europea: ¿es este un invento democrático o su continuidad en el tiempo implica el abandono del ideal demoliberal vencedor ideológico del mundo desde 1989 según la interpretación de Fukuyama?

 

En efecto, en paralelo a todas estas crisis endémicas de la Unión Europea se ha desarrollado un hecho histórico bautizado como el déficit democrático. Este déficit ha sufrido un recrudecimiento especialmente intenso como consecuencia del referéndum del Brexit y la victoria de Trump en los Estados Unidos en 2016. 

 

La semilla de este déficit la plantó en 1992 un político conservador francés llamado Philippe Séguin. Contrario al tratado de Maastricht, se embarcó en una campaña ilusoria por el no, pues todas las fuerzas que contaban en la Francia de entonces, empezando por el presidente Mitterrand, defendían el sí a la Unión europea.  Perdió por un escaso punto porcentual. El Tratado de Maastricht fue ratificado. Pero ya nada fue igual. Desde entonces, el proceso comunitario ha hecho todo lo posible por imponer las decisiones del establishment sobre los electorados. Todo ello no ha hecho sino incrementar el manido déficit democrático. Los hechos son legión: la Constitución europea se transformó en tratado de Lisboa que fue ratificado parlamentariamente tras los noes de Francia y Países Bajos; Irlanda lo tuvo que votar dos veces; se demoró más de los dos años legalmente admisibles la aprobación del Brexit; se impusieron reformas constitucionales para reforzar el pacto de estabilidad tras la crisis del euro,… Por usar un término del momento, la desafección del ciudadano al proyecto comunitario sólo podía aumentar a medida que era cada vez más irrelevante en él. 

 

Si usásemos uno de esos modelos utilizados para calibrar la evolución del virus en el tiempo para evaluar la tendencia democrática del proyecto comunitario obtendríamos un panorama aún más desalentador. Porque la consecuencia inequívoca de externalizar la política económica de España a Alemania equivale a la desaparición de la soberanía española, que no es la de sus instituciones o representantes sino la irrelevancia del voto de sus ciudadanos y la condicionalidad de sus libertades y derechos al cumplimiento de reglas ajenas.

 

De modo que: (1) Alemania manda y (2) se ha vaciado la soberanía de hecho de las naciones hurtando la capacidad de decisión de sus poblaciones. Esto podrá considerarse bien, mal, regular o incluso inevitable, pero es un hecho. Por ponerlo en términos aún más claros: internamente gobierna un despotismo pretendidamente elitista que sabiendo lo que nos conviene más, entrega el fondo de las decisiones de ámbito económico al alemán que esté dispuesto a seguirlas financiando, a cambio de un incremento monumental de la deuda cuyo pago recae sobre los niños a los que generosamente se permite salir un rato a pasear. 

 

Pero siendo esto un hecho, sólo cabe asumirlo para, si acaso, procurar cambiarlo. 

 

Las alternativas son las siguientes. (1) Se puede seguir ahondando en el despotismo interno gobernado desde fuera porque la necesidad económica lo hace inevitable, lo que a su vez admite dos versiones. Versión (1a) se mantiene un mando interno bolivariano, que quizá el acreedor no admita mucho tiempo. Lo que nos remite a la versión (1b) reiterando el ciclo vicioso de la crisis del Euro: echar a los rojos gastones y cambiarlos por azules que gestionan menos mal. Por fin, está la opción (2) que a la vista de las circunstancias no tiene porqué ser exclusivamente española. Es esta: la conjunción de la crisis económica, la derivada de la pandemia y la del déficit democrático genera un hartazgo ciudadano que retoma en sus manos las riendas de su destino. Es el modelo representado por los americanos y los británicos en 2016. No hay que soñar, pero, desde luego, es la mejor.