Cuatro años más
Como dice Rafael Bardají, quedan más de dos semanas para las elecciones presidenciales, y en la recta final Trump multiplica su actividad en los estados en liza. Dada la complejidad de los datos y cifras, yo no sé si las posibilidades de Trump de repetir mandato son mayores o menores. Las encuestas son confusas, y el precedente de 2016 demasiado claro. Pero sí creo que es bueno que gane las elecciones del 3 de noviembre. Y creo que es bueno por tres razones: por la paradójica estabilidad de la presidencia de Trump que ha sido buena para Estados Unidos, por la difusa pero indiscutible dirección política conservadora, y por el peligro que para las instituciones americanas representa el ticket Biden-Harris.
1. En primer lugar, el primer mandato de Trump ha sido un mandato tremendamente convencional, casi aburrido. Al lector acostumbrado a seguir la realidad norteamericana a través de los medios le extrañará esta afirmación, dada la exorbitante atención que están prestando a todo lo que ocurre en la Casa Blanca, y a la escandalosa relación que Trump mantiene con los periodistas: a juzgar por nuestros medios, la presidencia de Trump constituye un espasmo continuo. Pero no es así: lo cierto es que más allá de la superficialidad y la frívola polémica que entusiasma al periodismo actual -y que tanto parece divertir al propio Trump- la presidencia trumpiana ha sido enormemente apacible y sosegada: las grandes ofensivas ideológicas de la época obamita han desaparecido de la Casa Blanca, que es escenario más de cotilleos que de otra cosa; y contra los apocalípticos, ni el Senado ni el Congreso han sido escenario de más batallas que las habituales. En términos profundos, la política interna norteamericana ha sido más plácida que otra cosa. Y es en la economía donde se plasma esta confianza general: sin espectacularidad pero sin pausa ha ido mejorando de manera sostenida en los últimos años.
En cuanto a la política exterior, pese a lo que los antiamericanismos de izquierda y de derecha temían o ansiaban, no se han producido ni el radical aislamiento ni la salvaje agresividad que unos y otros vaticinaban. Respecto a lo último, muy poca actividad militar ha promovido el presidente: demasiado poca, para mi gusto. Como el propio Trump repetía hace cuatro años, ha buscado reequilibrar la relación de Estados Unidos con sus socios, aliados y rivales, y algunas de las posiciones de Trump son de sentido común: exigir a los aliados OTAN un esfuerzo militar él mismo hace, demandar a los socios diplomáticos esfuerzos semejantes, exigir a China jugar en el mercado internacional con las mismas reglas. Por otro lado, la Europa proteccionista no puede indignarse ante los aranceles norteamericanos. Y en términos de balance general, Trump posee éxitos que pueden ser de importancia histórica (Israel-países árabes), incertidumbres heredadas (Siria, Rusia, Irak) éxitos relativos (Corea del Norte), y algún fracaso también relativo (Venezuela). A diferencia de presidentes anteriores, no hay trauma generado por o en política exterior. Esta siendo un presidente prudente.
Sólo la llegada del COVID y del levantamiento casi paramilitar de Black Lives Matter han roto la placidez de fondo de su presidencia, que casi le garantizaba la reelección. De ambas se le ha culpado en los medios con saña, pero en verdad ni la una ni el otro tienen su origen en la Casa Blanca: y en las responsabilidades reales no salen peor parados los gobernadores o alcaldes demócratas, con competencias amplias en los dos aspectos, que el propio Trump.
2. Así que en primer lugar, y con cierta calma, no es difícil concluir por lo tanto que estos cuatro años, lejos de ser de fuego y furia,han sido de un paradójico sosiego. Vayamos a un segundo argumento. En su día se reprochó a Trump, con razón, la ausencia de un programa político digno de tal nombre. Estos cuatro años han confirmado en parte el diagnóstico: su gusto por la exposición mediática y en redes sociales, su desprecio de los usos y normas políticas nacionales e internacionales, su frío y extremo pragmatismo han sido una constante. Sus aparentes cambios de opinión de la mañana a la tarde mostrarían improvisación y falta de convicciones.
¿Podemos concluir entonces que es un Presidente sin ideas políticas? Esto no era cierto en 2016 y no lo es ahora. Con ser todo lo anterior cierto, estos cuatro años han mostrado que las intuiciones del Presidente eran y son las correctas, y que tras las aparentes contradicciones y cambios de criterio existe una intención política que ningún conservador puede rechazar. Nada lo ejemplifica mejor que sus dos nombramientos para el Tribunal Supremo, el de Gorsuch y el de Barnett, claros y rotundos. Sólo este ejemplo, por su trascendencia, debería ser suficiente. Otros podrían sumarse: la reintroducción de los gestos religiosos en la Casa Blanca tras los maltratos de Obama, la firmeza ante Parent Broterhood y el lobby abortista, la política fiscal y de limitación de la administración, la cercanía a Israel, los guiños a la familia definen su presidencia más aún que los exabruptos contra la prensa o los incendiarios comentarios en twitter.
En lo sustancial, ha podido oscilar el rumbo, pero la dirección no ha variado. Bajo el desorden Trump es un presidente conservador: y cuanto más tiempo pasa y más perspectiva tenemos, más trascendencia puede tener su heterodoxo e intuitivo conservadurismo en el futuro a medio plazo de los Estados Unidos.
3. Vayamos a un tercer motivo, que apunta menos a los méritos de Trump que a las circunstancias de la elección de 2020. Uno no elige al candidato que quiere sino al que puede y debe dadas las circunstancias del momento. Se puede, como muchos conservadores, desear un Ronald Reagan que aúne principios sólidos y grandeza de carácter, pero ni el momento actual favorece esta figura, ni siquiera está claro que hoy sirviese: los Estados Unidos de 2020 no son los de 1980. Hoy son los tiempos de la censura progresista en las universidades y en los medios de comunicación, del racismo inverso y del supremacismo negro, del despotismo de la Ideología de Género y, en general, del rechazo de gran parte de la izquierda americana a la Constitución Americana, al We the Peopley sobre todo al modo de vida americano, basado en la fe, la libertad y la propiedad.
En este contexto, la derrota del progresismo de Hillary Clinton era una urgencia en 2016, como lo es la del progresismo de Biden y Harris en 2020. Las dudas sobre el ticket demócrata están más que justificadas, y en un conservador debieran hacer saltar todas las alarmas. No es que Biden sea débil: es lo que implica esa debilidad. La dificultad para seguir el ritmo de campaña muestra que su debilidad física es muy patente; los lapsus, errores y olvidos muestran una debilidad psicológica que no puede disimularse; ambas cosas muestran un candidato de convicciones desdibujadas, débiles e imprevisibles, que es en lo que consiste la debilidad política.
No es, con todo lo peor, porque son carencias solucionables con un buen equipo rodeando al candidato: en este caso lo peor es ese equipo. Más allá de Biden, Harris representa la maraña de intereses ideológicos, o de ideología del interés creada en torno al clintonobamismo, y que no es más que la última fase de la degradación política y moral del Partido Demócrata. En el fondo, estas elecciones son más importantes para éste partido que para cualquier otro. A nadie escapa el camino de radicalización sesentayochista que en las últimas tres décadas ha protagonizado bajo las pseudodinastíasObama y Clinton, que alcanza el climax con el apoyo a las actividades subversivas del Black Lives Matter y los Antifa y que se extenderá, con total seguridad, a las protestas programadas si Trump repite mandato. Una victoria Demócrata sancionará y normalizará todo aquello que representa Kamala Harris, la senadora con el palmarés más radical la Cámara. Un derrota quizá obligue a los demócratas a revisar la deriva enfermiza de las últimas décadas y volver a la senda nacional.
Aquí el argumento no es sobre las virtudes, más o menos escondidas o atenuadas de Trump, sino sobre los vicios abiertos del Partido Demócrata y del peligro de expansión a toda la nación: y sólo Trump, nos guste o no se interpone en ello.
En fin, sería bueno que Trump ganase cuatro años más, que consolidarán la normalidad de una presidencia más convencional de lo pensado; que continuarán impulsando de manera quizá esperpéntica la agenda conservadora; y sobre todo que frenará la decadencia acelerada que el Partido Demócrata representa en la actualidad.