Después de Libia

por GEES, 30 de diciembre de 2003

La política de no proliferación, tal y como quedó concebida con la firma del Tratado de No Proliferación (TNP) allá por 1968, según la cual unos pocos mantenían su estatus nuclear frente al resto que se comprometía a no adquirir armas atómicas y sus sistemas asociados, ha sido un  fracaso. Las naciones que han querido dotarse con sistemas nucleares lo ha logrado abierta o clandestinamente y quien no lo ha hecho no ha sido debido al régimen normativo internacional, sino por sus propios cálculos estratégicos de costes y beneficios. Aún peor, ante quienes se han mostrado ambiciosos y ávidos del arma nuclear, las garantías establecidas por el TNP se han mostrado del todo insuficientes. Ni la ONU ni la AIEA han sido capaces de desvelar -y mucho menos desmantelar- un programa nuclear clandestino y los considerados ejemplos claves de la no proliferación, Sudáfrica, Brasil y Argentina, nada tuvieron que ver con ambos organismos.
 
Por el contrario, en los últimos meses, la política de contraproliferación -una alternativa nacional y de los aliados de los Estados Unidos y no de organismos multinacionales como la ONU- ha dado buena prueba de estar bien encaminada. Por un lado, Washington propuso la Iniciativa Estratégica de Contraproliferación (PSI), esencialmente un acuerdo internacional para permitir el abordaje de buques sospechosos de transportar cargas vinculadas a las armas de destrucción masiva en aguas internacionales. Un acuerdo así legitimaría una acción como la de los infantes de marina españoles abordando el carguero norcoreano Son Sang en aguas del Indico y que en su momento se ejecutó en plano vacío jurídico aunque con toda la razón estratégica de su parte.
 
La segunda ha venido de la mano del uso de la fuerza contra Sadam por lo que de ejemplo de la intransigencia actual del mundo occidental -y en particular de su hegemón, los Estados Unidos-  con los potenciales proliferadores. Esto ha dado su evidente resultado con un Gadafi venido a menos y conocedor en sus propias carnes de la furia norteamericana. Pero no puede quedar ahí simplemente. Es obvio que con países como India, Pakistán y Corea del Norte no hay nada que hacer en este respecto, pero quedan suficientes países en el umbral de la ambición nuclear que sí pueden ser influidos en este momento. Uno de ellos, de gran interés para España, es Argelia. En 1991 se supo que estaba no sólo construyendo una central nuclear de alto rendimiento, en Ain Ousera, al sur de Argel, sino que también comenzaba las obras de un núcleo de reprocesamiento del uranio cuya única finalidad sólo podía ser militar. La guerra civil ha mermado estos programas, pero ambas instalaciones siguen siendo defendidas con misiles tierra-aire de última generación. Ha llegado el momento de presionar para el abandono y el desmantelamiento definitivo de esas instalaciones y programas. Argelia no necesita la energía nuclear para su desarrollo. Y en la medida en que su vecina Libia renuncia a sus programas de armas de destrucción masiva, la dinámica de defenderse del vecino se evapora. Y después de Argelia deberían venir Egipto y Siria. Que el Levante se convierta en el mejor ejemplo de la contraproliferación.