El 11-S: un cataclismo estratégico

por Rafael L. Bardají, 1 de noviembre de 2001

 (Publicado en Revista de Occidente, nº 246/Noviembre 2001)
 
 
Durante una década, tras la caída del muro de Berlín y la evaporación del enfrentamiento Este-Oeste, el mundo occidental ha vivido creyéndose a salvo. El mundo ya no venía caracterizado por la posibilidad, por remota que fuera, de un ataque nuclear y masivo, sino que avanzaba hacia una existencia de mayor tranquilidad. Las guerras y la violencia, cuando estallaban, se producían lejos de nuestro suelo y sus repercusiones no ponían en cuestión de ningún modo el bienestar y la forma de vida de las democracias liberales y avanzadas.
 
En realidad, el orden internacional se basaba en una creciente bifurcación: por un lado, un club reducido numéricamente de los países más ricos y adelantados del mundo, que compartían un sistema político democrático y participativo amén de un gusto por la economía libre y de mercado; por otro, la inmensa mayoría de naciones, ancladas en la subsistencia y los frustrantes intentos de desarrollo, con Gobiernos poco legítimos y de índole autoritaria.  Para los primeros, la guerra era una institución del pasado, progresivamente obsoleta como método para resolver sus disputas; para los segundos, el recurso a la fuerza y a la violencia seguía contando, de puertas afuera, frente a sus vecinos, y de puertas adentro, frente a sus ciudadanos, en el ejercicio del poder.
 
El hecho de que la interacción entre unos y otros fuera mínima, a pesar de la globalización, llevó a la concepción, en el mundo desarrollado, que la guerra era una opción por la que libremente se podía optar. Esto es, Se podía intervenir en Bosnia, por múltiples razones, al igual que en Kosovo, pero ninguna vitales, justo lo que permitía no actuar en los Grandes Lagos u otras regiones del mundo.
 
Si se prefiere el símil, el orden internacional era como un avión, con sus pasajeros de primera clase y los de turistas. Todos embarcados en el mismo aparato, pero con tratamientos bien distintos y, sobre todo, separados por una cortinilla de tranquilidad. Un pasajero de primera clase podía adentrarse en turista si así lo quisiera, pero no al revés. Otras imágenes más ambiciosas en lo teórico, como las de Francis Fukuyama, dividían a los pueblos en dos, aquellos que se encontraban al final de la Historia y los que seguían empantanados en ella.
 
Sea como fuere, el hecho esencial que nos trae el 11 de septiembre, en tanto que fenómeno estratégico, es la ruptura de ese efímero orden de post-guerra fría y que sólo ha sido, en realidad, una década de transición al auténtico Siglo XXI, un siglo que comienza, como todos, con una guerra que nos viene impuesta, que no hemos elegido esta vez, pero que a diferencia de los conflictos bélicos tradicionales, ahora es a la vez asimétrica, difusa y global. Un siglo, en suma, que comienza con una nueva y creciente percepción de vulnerabilidad en el mundo occidental.
 
La era de la vulnerabilidad
 
Es obvio que los ataques del 11 de septiembre y los acontecimientos que les han seguido han hecho crecer el miedo y la sensación de inseguridad no sólo en los Estados Unidos, sino en buena parte del globo. La agresión sobre Nueva York y Washington no sólo supusieron una sorpresa dramática para la que nadie estaba preparado, sino, sobre todo, hicieron realidad una amenaza que hasta ese momento se había relativizado y dejado de la mano de analistas y agoreros, sin gran eco social y político. La destrucción de las Torres Gemelas y de parte del Pentágono, otorgan una reforzada y nueva credibilidad al terrorismo global.
 
Efectivamente, aunque los sucesos del 11 de septiembre no son más que la consolidación de una tendencia del terrorismo de los años 90, el martes negro pasará seguramente como una referencia para un antes y un después en la historia del terror internacional. Para empezar, porque lo alcanzado con los tres aviones ha sido el mayor atentado que se conoce en términos de vidas humanas y por sus repercusiones globales. No se puede olvidar que el tráfico aéreo norteamericano (y todos los vuelos internacionales con destino o procedencia de Estados Unidos) estuvo paralizado durante algo más de un día y que la bolsa se mantuvo cerrada casi una semana. Hasta ese día, los atentados terroristas por muy indiscriminados que fueran, se encontraban limitados en sus daños por los métodos utilizados, normalmente el coche o camión cargado con explosivos convencionales.
 
Por otra parte, el terrorismo internacional había estado asociado a acciones con clara intencionalidad política como atentados contra delegaciones diplomáticas o instalaciones militares. Es más, en el caso de los Estados Unidos, paradójicamente, los atentados más absurdos y crueles fueron producto de agresores nacionales, como el famoso caso de Oklahoma City. El ataque contra las Torres Gemelas, en pleno día laborable, con más de cinco mil víctimas, todas ellas gente común, profesionales en sus puestos de trabajo, marca una raya de la indiscriminación más absoluta que se ha cruzado. Además de la repercusión mediática que busca todo terrorista, en este caso se añade un nivel de daños buscado deliberadamente, que coloca al terrorismo en el nivel de catastrófico o de destrucción de masas.
 
En tercer lugar, el 11 de septiembre ha puesto de relieve que hay una lucha total contra el mundo occidental. Se ha hablado hasta la saciedad de lo simbólico de las dianas elegidas, el núcleo del sistema económico capitalista y el corazón del sistema del poder militar occidental, pero hay otro elemento más relevante para comprender la naturaleza del reto terrorista, el carácter suicida de quienes fríamente ejecutaron los atentados. Su entrega sólo puede explicarse por una mente que no ve otra alternativa que morir matando, que explica su empeño por la altura de los resultados que busca, acabar con la sociedad americana y, por derivación, con aquellas que comparten sus mismos valores e instituciones.
 
Curiosamente, pero es un elemento nada desdeñable en el análisis, los terroristas identificados por el FBI, al igual que sus camaradas de Al Qaeda, los más buscados hoy en día, presentan un perfil personal sobrecogedor: son gentes educadas, muchos formados durante largos años en universidades europeas y americanas, procedentes de buenas familias y de países ricos del Golfo, como Arabia Saudí, Qatar, Emiratos Árabes o Kuwait y, que se sepa, no golpeados directamente por la violencia del conflicto árabe-palestino-israelí. Es decir, su perfil socio-psicológico no cuadra con las patrones de los terroristas suicidas del Líbano o los territorios palestinos y su motivación puede encontrarse más bien en su frustración al comprobar personalmente cómo el sistema decadente y amoral al que odian consigue más expectativas y riqueza que su orden teóricamente superior.
 
Sea como fuere, el hecho es que son personas que conocen muy bien el sistema de vida occidental, en lo bueno y en lo malo, y saben dónde se encuentran sus vulnerabilidades. De hecho, el fallo de la inteligencia mundial en anticipar un suceso como el del 11 de septiembre sólo puede explicarse por una cuidadosa planificación y ejecución terrorista, basada en un gran conocimiento de cómo operan la policía y los servicios de inteligencia occidentales. El fallo de los servicios de información ha sido tan catastrófico que sólo puede entenderse por una sofisticada operación de contrainteligencia por la red terrorista.
 
Por último, el terrorismo del 11 de septiembre ha hecho emerger la imagen y realidad de un nuevo tipo de organización del terror. Osama Bin Laden ha creado Al Qaeda sobre esquemas organizativos bien distintos a los característicos de otros grupos terroristas bien conocidos y tradicionales, desde las Brigadas Rojas a ETA, pasando por el IRA.  De hecho, los especialistas todavía discuten si Al Qaeda es un grupo o un conglomerado de agrupaciones autónomas. La verdad es que Bin Laden ha puesto a su servicio una auténtica transnacional del terror pero siguiendo unos criterios organizativos digno de las empresas postmodernas, poco jerárquicas, flexibles y tremendamente adaptables al entorno.
 
El terrorismo de Bin Laden no es global por su alcance, que lo es, sino también porque ha sabido sacar provecho de la globalización. Se trata de un grupo relativamente desterritorializado, al menos en el sentido de que no depende exclusivamente de un Estado o una nación, pues su presencia e infraestructura se reparte entre una veintena de países; tampoco depende del apoyo de un Gobierno, pues sus finanzas se consiguen a través de una maraña de actividades empresariales, capaces, como sabemos, de especular en la bolsa de Nueva York el día antes de los atentados.
 
Prevenir, desbaratar y represaliar
 
En fin, esta percepción de hallarnos ante un enemigo distinto por su naturaleza difusa, objetivos totales y alcance global, es un primer elemento de la incertidumbre y temor con que se vive la nueva era de la vulnerabilidad en la que todos, cualquiera, puede acabar siendo una víctima más. El segundo gran elemento es la callada sensación de que los medios con que contamos para enfrentarnos a esta amenaza son inadecuados para las nuevas circunstancias.
 
Ulrich Beck utilizaba en El País del día 19 de octubre, la expresión Estados zombies para explicar la disparidad entre el concepto tradicional de las competencias del Estado Nación y la realidad global o transnacional. Y evidentemente hay una falta clara de adecuación entre medios y fines. Por una parte, mientras el terrorismo ha sido considerado un fenómeno esencialmente regional, local o doméstico, los encargados de combatirlo han sido las fuerzas de seguridad del Estado, en nuestro caso, la Policía y la Guardia Civil. Sin embargo, por su propia esencia, estos cuerpos no están legitimados para desarrollar sus funciones esenciales fuera de nuestras fronteras (y, de hecho, cuando actúan lo hacen como policía internacional encuadradas bajo un mando multinacional o de Naciones Unidas).
 
Para combatir posibles agresiones exteriores están los ejércitos, institución cuyo objetivo existencial es, precisamente, la salvaguarda de la integridad de la nación desde donde comienzan sus fronteras. Ahora bien, la visión clásica establecía que las fuerzas armadas lucharían contra otros ejércitos en pro de la independencia y soberanía nacional y sólo muy recientemente han desarrollado una nueva orientación estratégica. En efecto, tras la desaparición de la amenaza de la URSS a comienzos de los 90 y ante la violencia civil desatada en diversas partes del mundo, esencialmente en los Balcanes, la Alianza Atlántica y las fuerzas armadas de sus integrantes, comenzaron a poner en primer plano el desarrollo de las llamadas misiones de apoyo a la paz y que iban desde la ayuda humanitaria a la imposición de la paz. La OTAN así lo recogió en su nuevo Concepto Estratégico de 1999 y la Unión Europea lanzaría a finales del mismo año su compromiso de dotarse de una fuerza de reacción rápida para el cumplimiento del mismo tipo de misiones y tareas.
 
Es decir, cuando a lo largo de la década de los 90 los ejércitos dejan de ser una defensa relativamente estática del territorio nacional y aliado para pasar a orientarse hacia su proyección exterior, lo hacen siempre bajo el prisma de proyectarse para exportar estabilidad, esencialmente en misiones de paz y excepcionalmente en lo que se ha denominado misiones robustas de paz, que puedan conllevar, como en el caso de Kosovo, una campaña bélica previa. Pero como la propia experiencia de Kosovo mostró, en la imposición de la paz se correrán los riesgos mínimos e imprescindibles. Por eso la supremacía en estas operaciones de la fuerza aérea, mientras que las tropas terrestres quedan para su despliegue en ambientes no hostiles.
 
Por un lado, por tanto, se relega el combate a un segundo término y, desde luego, no se contempla en estos años la lucha contraterrorista como misión a cumplir por los ejércitos. Es más, en la guerra contraterrorista son dos los factores claves: por un lado la prevención a través de una inteligencia precisa, fiable y anticipadora; por otro, el recurso a operaciones especiales y comandos o guerra de guerrilla. Y está demostrado en la larga vida de los ejércitos que ambas funciones, inteligencia y guerra no convencional son dos cuestiones  que, por lo general, no se consideran parte del núcleo esencial de lo militar.
 
Es más, el valor que se desprende de la misma existencia de las fuerzas armadas, la disuasión, esto es, la capacidad de proyectar una sombra de intimidación que anule o disipe cualquier veleidad militar de un hipotético enemigo, se quiebra frente al nuevo terrorismo. Cuando la lucha se platea en términos absolutos y con métodos suicidas, no hay suasión posible, ni persuasión, ni disuasión.
 
De hecho, el gran reto que plantea el terrorismo catastrófico y de alcance global es doble: En primer lugar, contar con una comunidad de inteligencia solvente y eficaz, capaz de conseguir y nutrir de la información necesaria para descubrir a los terroristas y permitir desbaratar sus planes antes de que se materialicen; en segundo lugar, contar con unas fuerzas armadas capaces de desarrollar misiones preventivas y de represalia. Es obvio que si los terroristas se encontraran en suelo patrio, la policía bastaría para detenerles, pero si tiene  su refugio y cuartel general en otro país, como ocurre con Al Qaeda y Afganistán, sólo operaciones especiales y otras capacidad de combate serían las adecuadas para actuar.
 
En el terreno de la inteligencia conseguir una mayor idoneidad frente al terrorismo no debería, teóricamente,  resultar muy complicado. Cada servicio nacional tendrá, por fuerza, que revisar los medios y la atención que se le dedicaba al tema y evaluar si son los apropiados. Pero, sobre todo, los servicios nacionales deberán buscar una mayor cooperación entre ellos pues será la única forma de poder parar una red verdaderamente transnacional. De hecho, la gran sorpresa que surge en las semanas posteriores al 11 de septiembre no es lo poco que se conocía de Al Qaeda, sino todo lo contrario, la gran cantidad de informaciones existentes, pero disponibles tan fragmentadas que se trataban exclusivamente en el ámbito nacional, haciendo que cada árbol impidiera ver el bosque.
 
Resulta incomprensible la ausencia de una inteligencia integrada en el seno de la OTAN, por ejemplo. Seguramente algo a lo que se intentará poner remedio dada las circunstancias actuales. Así y todo, el reto esencial para la comunidad occidental de inteligencia, si es que llega a existir en cuanto tal comunidad, será su relación con quien más le puede ofrecer en su lucha contra el terrorismo global, los servicios de inteligencia de los países árabes. Sin su cooperación, la lucha será mucho más compleja.
 
La segunda gran tarea será lograr un equilibrio entre las capacidades tradicionales de los ejércitos y aquellas necesarias para poder desempeñar con éxito la defensa contra el terrorismo internacional. En época de superavit presupuestario es imaginable que la selección de programas no tendría que resultar un proceso doloroso, pero en la perspectiva de austeridad presupuestaria general y ante un horizonte económico más sombrío, la perspectiva de tener que priorizar no será una tarea sencilla.
 
Las fuerzas armadas tienen la obligación desde el 11 de septiembre de ser útiles en la defensa nacional  estrictu senso. Pero eso no debe interpretarse como un vuelco al interior del país y en una mentalidad de guarnición y ocupación del espacio físico. Las amenazas del Siglo XXI no son las de la mitad del Siglo XX, ni mucho menos. Es verdad que el Ejército del Aire tendrá la responsabilidad, como hoy la tiene, de velar por la seguridad del espacio aéreo nacional y que la Armada puede contribuir a la seguridad costera o el Ejército de Tierra para sellar una frontera. Pero de lo que se habla, en realidad, es de la necesidad, por ejemplo, de contar con un sistema de defensas antimisiles balístico y un sistema antiaéreo eficaz para interceptar misiles de crucero, dos de los sistemas de los que se espera una mayor proliferación en nuestro entorno en los próximos 15 años.
 
Es más, de lo que se trata es de tener la capacidad de enviar pequeñas unidades a gran distancia y poder sostenerlas durante el tiempo que exija la misión. Algo que dicho así suena fácil, pero que en la práctica no lo es. Hay que contar con los elementos de poyo y autoprotección, de evacuación, escalones médicos y logísticos, mando y control, sistemas de inteligencia y un sin fin de cuestiones que están detrás de cada movimiento pero que lo hacen ejecutarse con precisión y eficacia.
 
Una salida coordinada y europea
 
Los Estados Unidos han venido invirtiendo en las tecnologías consideradas multiplicadoras de fuerza (sensores, comunicaciones, ordenadores, mando y control, armas inteligentes, etc.) e integrándolas en sus conceptos y planes operativos masivamente desde la guerra del Golfo en 1991 y hoy pueden hablar de una auténtica transformación de sus ejércitos. La disparidad en capacidades tecnológicas con sus aliados europeos es tan tremenda como evidente. En un escenario donde los norteamericanos bombardeaban primero y los europeos reconstruían después, como en los Balcanes, el diferencial de las fuerzas armadas de uno y otro lado del Atlántico no era relevante en términos estratégicos. Cada uno tenía no lo que deseaba, sino lo que le era más necesario.
 
Esa complacencia salta en Afganistán. O, mejor, debería saltar. Resulta tan paradójico como sorprendente que en la primera y única ocasión en que la OTAN invoca su famoso artículo 5 (que compromete a considerar un ataque contra uno de sus miembros como una agresión armada contra todos), la movilización producida consista en cubrir los huecos que dejan las tropas americanas desplegadas en el auténtico teatro de operaciones y para proteger el espacio aéreo de los Estados Unidos. Misiones todas de retaguardia y no decisivas para las acciones militares contra Bin Laden y el régimen talibán. La aportación militar de algunos aliados, como el reino Unido, tampoco parecen ir más allá de lo puramente marginal.
 
Esto es así, esencialmente, porque las autoridades políticas y militares americanas están convencidas de que se bastan con sus fuerzas para el desarrollo exitoso de su operación militar. O tienen de sobra de lo que es necesario, sean misiles, unidades o soldados entrenados adecuadamente para la misión, o los aliados europeos carecemos de lo que verdaderamente necesitan. O ambas cosas a la vez.
 
Transformar la defensa nacional es una tarea probablemente imposible de acometer para un país que no sea Norteamérica. Desde luego, con los presupuestos europeos y con sus pautas de gasto, nadie en Europa puede soñar con conseguirlo de manera aislada. La única ventana de posibilidad es lograrlo mediante el esfuerzo concertado en el ámbito de la Unión Europea. Es más, si la UE de verdad quiere hacer realidad su retórica de que es la única organización muldimensional y multifuncional, tarde o temprano deberá abordar con seriedad el tema de su defensa.
 
De hecho ese es otro de las grande incógnitas estratégicas creadas tras el 11 de septiembre, saber si los europeos estarán a la altura que demandan las circunstancias o si permitirán, de hecho, una doble división de tareas con los Estados Unidos: para ellos la guerra, para nosotros el mantenimiento de la paz; para ellos el mundo, para nosotros Europa.
 
El Consejo Europeo extraordinario de 21 de septiembre concluyó que era necesario acelerar la consecución del llamado Objetivo General, esto es, la fuerza de reacción europea para las misiones de paz. Ciertamente es necesario dicha aceleración, pero no será suficiente. Contar con fuerzas capaces de solventar conflictos civiles y étnicos no nos libraría de la amenaza del terrorismo global. Las misiones de paz son tareas que habrá que seguir realizando, porque hay que dar una salida positiva a la herencia del pasado, pero no son ya suficiente. No es posible exportar la estabilidad en suelo de terceros y no ser capaz de mantener los niveles de seguridad y tranquilidad que se han disfrutado en nuestros países recientemente.
 
De ahí que la UE deba avanzar cuanto antes en su reflexión de qué fuerza colectiva quiere y para qué la quiere. Es decir, necesita repensar sus ambiciones de seguridad y adecuar los medios a las mismas.
 
Disipar la niebla
 
En última instancia el enorme problema que han planteado los atentados del pasado día 11 de septiembre consiste en una palpable confusión doctrinal y conceptual. Por una parte deja constancia de la artificialidad de la existente y consolidada visión de la seguridad interior como algo intrínsicamente distinto de la seguridad internacional y que, en consecuencia, se requieren medios diversos y separados para garantizar cada una. Si a partir de ahora se asume que la seguridad es una e indisoluble habrá que plantearse la mejor forma de organizar los medios, todos los medios, del Estado para preservar el bienestar de sus ciudadanos. Los niveles son muchos, desde la inteligencia a los cuerpos de seguridad del estado y las fuerzas Armadas y cada uno tendrá que encontrar su nicho y especialidad en la lucha contra el terrorismo. Pero de lo que no cabe duda es que su coordinación para la misma es una necesidad imperiosa.
 
En segundo lugar pone en evidencia la superación de los límites de la concepción clásica de la defensa nacional, la imposibilidad de luchar contra el terrorismo autárquicamente y la necesidad de avanzar hacia un marco superior desde el que hacer viable garantizar la seguridad, internacional y nacional. Necesidad obliga y cuando no es factible generar y mantener todas las capacidades que se requieren, porque no hay con qué cubrir la factura, la especialización y la integración son dos opciones viables aunque choquen con formas caducas de entender la soberanía nacional.
 
Por último, tal y como se ha visto en las semanas posteriores a los atentados del 11 de septiembre, la obligatoriedad de dar respuesta a una guerra planteada a iniciativa del enemigo, un enemigo difuso, global y que recurre a medios e ideas asimétricas respecto a las nuestras, exige una revisión de los conceptos que se manejan en las escuelas militares occidentales sobre lo que es una guerra y la mejor forma de lucharla. Pero no sólo. También exige una honesta reflexión sobre la adecuación de la fuerza militar para resolver el conflicto  en los términos en que lo plantea Bin Laden.
 
Hay un mundo anterior al 11 de septiembre, sin duda. Que haya otro posterior a dicha fecha depende en buena medida en que seamos capaces de recrearlo conceptualmente y para eso necesitamos analizarlo y entenderlo en todas sus consecuencias. De lo contrario acabaremos sufriéndolo sin darnos cuenta.