El Brexit, en perspectiva

por Ángel Pérez González, 20 de abril de 2017

El poco tiempo transcurrido tras la invocación por el Reino Unido del artículo 50, permite ya una valoración serena de la decisión británica. Se ha argumentado de muchas formas el porqué del brexit, casi siempre partiendo de la existencia de un enfrentamiento y por consiguiente una suerte de batalla entre el Reino Unido y la UE. Las batallas como se sabe se ganan o se pierden. Y probablemente el brexit no sea ni una batalla ni un juego de suma cero en el que haya ganadores y perdedores. El brexit es sencillamente una decisión de política interna, que como otras, acaba afectando a otros actores internacionales. Y no presupone, por necesidad, que ninguna de las partes tenga más o menos razón. La política es sobre todo una cuestión de voluntad, no de razón.

Los principios

De entrada es necesario entender que algunos principios básicos  han estado ausentes de la polémica que ha suscitado este tema. Son sencillos, y permiten situar la decisión británica en su escenario correcto, que dista mucho de ser una batalla por nada concreto.

  1.      Los estados de la UE pueden sobrevivir fuera de la organización. Es una evidencia. No solo el RU, todos los estados miembros, con mejores o peores perspectivas en función de sus características, pueden sobrevivir fuera de esa estructura plurinacional. Que sea posible, no convierte esta opción en intrínsecamente buena o mala. Es simplemente un hecho, y como toda decisión tendrá efectos colaterales de diversa consideración que afectaran de manera desigual a los actores económicos y a los ciudadanos.
  2.      La UE, como organización, ha generado sinergias y redes de interés. Como cualquier actor político defiende y defenderá su supervivencia. Y eso no es, de nuevo, más que un hecho natural propio de cualquier organización. Tampoco presupone la bondad o maldad de la organización. Se trata de un actor político que defiende sus intereses. Para ello ha desarrollado una ideología política, el europeísmo, que, por supuesto ensalza los valores de la organización. Sería ilógico que hiciese lo contrario.
  3.      La integración económica en la UE es un hecho. Un mercado integrado no es un simple acuerdo de preferencia aduanera o desarme arancelario. La realidad es que la UE ha sido un éxito desde esta perspectiva y las estructuras comerciales gozan dentro de la UE de un grado de eficacia muy notable y, en general positivo. Por tanto, cualquier ruptura de ese orden genera de forma inmediata tensiones y costes añadidos. Discutir si el brexit es comercialmente una buena o mala decisión carece de sentido. Es una mala decisión. Otra cuestión es dilucidar si las alternativas son o no buenas y si serán o no capaces de compensar las pérdidas ocasionadas por el brexit. Discusión bizantina que solo el tiempo dilucidará.
  4.      La geografía importa. Este es un hecho estratégico del que resulta imposible escapar. El Reino Unido está en Europa, y por tanto su tendencia natural a relacionarse con el continente, y viceversa, en todas las formas posibles es y será una constante. Este factor también influye en la actividad comercial. Aunque la idea de globalizar la economía británica es atractiva y enlaza con la tradición imperial (época en la que no se exportaba, por cierto, solo se imponía a las colonias la compra de bienes de la metrópoli) es poco realista. Australia no puede reemplazar a Bélgica en el comercio británico. Y del comercio transoceánico se benefician sobre todo las grandes empresas, no las pequeñas (la mayoría).
  5.      Siempre ha existido en el Reino Unido una considerable corriente crítica con la UE, particularmente fuerte en el partido conservador. No es nueva. Dudas sobre la financiación, burocracia y coste de la UE han existido siempre; junto a la sensación de pérdida de autonomía política. Se puede discutir la mayor o menor consistencia de esas opiniones, pero no su existencia. Los defensores del brexit no aparecieron de repente en la escena política, ya estaban allí y finalmente hicieron valer sus ideas.
  6.      El Reino Unido sigue teniendo de sí mismo la imagen de una potencia internacional activa y autónoma en el mundo. Este hecho sociológico y también político explica el carácter critico de muchos ciudadanos con la UE, en la que están presentes muchos estados sin capacidad y/o voluntad para hacer lo mismo. El hecho que hace de la UE un organismo cómodo para España lo hace incómodo para el Reino Unido. Nada que objetar. De nuevo son hechos domésticos que existían antes del brexit y seguirán existiendo después; que no presuponen la bondad o maldad de juicio de nadie. Los ciudadanos británicos tienen derecho a pensar como deseen, y los españoles, por ejemplo, también.

 

El Reino Unido

Desde un principio las posiciones favorables al Brexit han sido en Reino Unido muy enérgicas. Es lógico, pues trataban de hacerse hueco en un escenario en el que a priori eran los perdedores. Además, el punto de partida, recuperar soberanía, conlleva una carga nacionalista indudable  que solo puede hacerse valer frente a otros utilizando un lenguaje desafiante. Solo se recupera soberanía si alguien te la ha quitado antes. Por tanto las acusaciones hacia la UE como imperio burocrático, antidemocrático y de signo poco o nada liberal han sido la norma en el bando del brexit. Este hecho no puede hacer perder de vista sin embargo lo esencial. Todo lo que rodeó al Brexit fue  política interna. A duras penas hubo  discusión sobre el papel de Reino Unido y la UE en el mundo, porque en realidad esa no era la cuestión. Como consecuencia la campaña que precedió al referéndum versó más sobre inmigración y costes de pertenecer a la UE que de cualquier otra cosa, en un intento, exitoso al final, por hacer comprensible un anhelo que inicialmente era más bien abstracto: no está claro que quiere decir “recuperar soberanía” y al mismo tiempo “estrechar lazos con EEUU, la Commonwealth y otras antiguas colonias”. Esos lazos nuevos o antiguos que se quieren reforzar también supondrán un límite a la soberanía, además de ser a veces bastante imprecisos (¿qué significa estrechar lazos con la India?) y no depender solo de la voluntad británica. El único ámbito de la política exterior británica en el que habrá grandes cambios, en realidad, es en el comercial, pues el Reino Unido debe recuperar las competencias exteriores en esta materia. En todos los demás lo probable es la continuidad.

Utilizar el referéndum como instrumento decisorio también ha sido objeto de polémica. Para unos es un instrumento democrático impecable. Para otros es un mecanismo no solo poco adecuado para tomar una decisión  trascendente. Además hurta a las instituciones democráticas el ejercicio de sus legítimas funciones. Lo cierto es que el referéndum es siempre un mecanismo incomodo en un régimen parlamentario. Además en el caso británico no es vinculante, lo que resulta paradójico si efectivamente se quiere entender el referéndum como una muestra democrática indiscutible de la voluntad popular. Pero ante todo el referéndum parte de un principio que en el caso británico estaba malherido, la unidad de la soberanía nacional. El pueblo es soberano. Se entiende que el británico, por supuesto. Pero en ese caso resulta razonable preguntarse por qué el Parlamento autorizó un referéndum en Escocia sobre, ni más ni menos, que la continuidad del Reino Unido sin el voto del resto de la nación. Más allá de pormenores constitucionales, esa autorización confirmó que el pueblo británico quizás no exista como ente soberano. Y situó el referéndum escocés  en la base de la potente crisis política e identitaria británica que ha desembocado en la salida de la UE. Además explica la falta de unanimidad para interpretar el referéndum sobre el brexit como instrumento suficientemente válido. Si Escocia pudo votar por su cuenta algo como la existencia del Reino Unido, es congruente preguntarse por qué no puede votar sola su pertenencia o no a la UE. Y si no puede porque el Parlamento no lo ha autorizado, hay que deducir que la institución parlamentaria está de hecho por encima, como representación democrática del pueblo, de cualquier referéndum, también el del brexit.

El referéndum sobre el brexit dilucidó, por consiguiente, una cuestión interna en la que la soberanía, la identidad y la patria; y no la economía;  tienen importancia. Los británicos desean resolver sus problemas internos, de forma interna; y probablemente el brexit ha sido más una muestra de rechazo al nacionalismo escocés que a la propia UE. El riesgo inminente de ruptura nacional no ha sido provocado por la UE. Pero ha terminado afectando al vínculo entre el Reino Unido y la UE porque ese vínculo se percibe como elemento que debilita y no refuerza la unidad del Reino Unido, en la medida en que se puede “ser” algo (un pueblo, nación o un estado)  no solo en el ámbito británico, sino también en el europeo. Saliendo del ámbito europeo, solo se puede ser o no ser en el británico, en casa. Volver y cerrar la casa es una decisión drástica, pero comprensible, que refuerza, al menos a corto plazo, la seguridad emocional de la mayoría de los ciudadanos en ese país.

El Reino Unido sigue por tanto su camino. Y eso está bien si así lo desean los británicos (o aunque solo lo deseen los ingleses). Pero claro, existen damnificados que, incluso si el brexit, por una carambola de la historia, no llegase a ejecutarse, ya no saldrán indemnes de esta aventura.

La Unión Europea

No hay que engañarse en este tema. El principal damnificado en este proceso ha sido la UE. Cierto que desde un punto de vista comercial los riesgos son igualmente grandes para el Reino Unido, en realidad incluso mayores. Pero el Reino Unido es depositario de un volumen de confianza histórica muy superior al de la UE. Para esta, el brexit ha supuesto un terrible golpe en tanto en cuanto  certifica que la UE puede no ser útil; es reversible y no necesariamente una entidad capaz de asumir más competencias eficazmente. Una crisis de identidad, que se mire por donde se mire, costará resolver y que ha puesto nerviosos a funcionarios de la UE y a muchos gobiernos instalados en la hasta hace poco normalidad europea. A partir de ahora la UE tendrá que hacer un esfuerzo por justificar su existencia y sus decisiones en un contexto hostil, en el que la tendencia a reforzar el estado-nación frente a organismos multinacionales parece ser la tónica dominante en Occidente

No obstante, calificar, con razón o sin ella, a la UE como una estructura que pretende subvertir el orden basado en estados nación, creadores y garantes de nuestras libertades; no debe hacer perder de vista que ninguno de los males que hoy  aquejan a la sociedad europea nació con ese organismo. El relativismo moral y el materialismo  en Occidente no es obra de la UE. Ya existía antes y ha crecido con toda naturalidad en sus estados miembros. La burocracia tampoco la inventó la UE. Para constatarlo solo hay  que repasar el funcionamiento de las administraciones estatales, incluyendo la británica, que tiene fama de ser la menos compleja de todas las europeas según confirman  los que no viven, negocian, van al hospital o piden un permiso en ese país. Si lo hicieran, descubrirían que es casi tan farragosa como en el resto de Europa. La permisividad con la inmigración tampoco es un invento comunitario. Francia no ha necesitado a la UE para recibir y naturalizar millones de argelinos y marroquíes; ni Reino Unido para hacer lo propio con pakistaníes, indios o jamaicanos; o Alemania con ciudadanos turcos. La verdad es que esos procesos migratorios comenzaron y han permanecido bajo el control o descontrol de los estados nacionales. Y respecto a la naturaleza de los estados, la UE no ha puesto nunca en tela de juicio la identidad, cultura o tradiciones políticas de los estados europeos, dando por hecho que ni son ni pueden ser iguales. Para poner en duda esas identidades nacionales se bastan los estados nacionales mismos, como España, hogar de todas la legislaciones  imaginables relativas a lenguas regionales (vivas y muertas) o el Reino Unido, donde el Parlamento ha puesto en jaque la existencia del propio Estado autorizando un referéndum de secesión perfectamente discutible; o Bélgica, donde flamencos y valones demuestran todos los días el grado de ineficacia al que se puede llegar para regular la convivencia regional. Respecto a las libertades y su defensa, nadie pone en duda que es el ámbito estatal aquel en el que tal protección nació. Pero no siempre el nacimiento de un estado ha ido acompañado de paz, seguridad y libertad. El fin del Imperio Austrohúngaro dejó un reguero de naciones ingobernables y fieramente agresivas; el fin del Imperio Español no generó prosperidad, sino otro reguero de estados dispuestos a hacer la guerra y desproteger a sus ciudadanos.

En pocas palabras, destruir la UE no garantiza volver a un mundo de estados fuertes y garantes de las libertades. La mayoría de esos estados son débiles, o pobres, o ambas cosas a la vez. Quizás sea antipático asumirlo, pero los estados europeos son pequeños, orgullosos, casi todos  irrelevantes y concienzudamente dados a la animadversión mutua. Así que, quizás la UE no sea tan mala idea después de todo. Al menos hay espacio para la duda.

España

Es probable que la UE sobreviva al brexit, pero es poco probable que lo haga más fuerte. Aunque los partidos y líderes políticos menos adversos a la UE consigan mantener el control del poder, será difícil no ser sensible a las fuertes corrientes de opinión opuestas a la UE. Y no siendo previsible una respuesta eficaz de la UE ante retos como la crisis económica o el terrorismo, es poco probable que esa opinión pública cambie de actitud a corto plazo. En otras palabras, se avecina un período convulso en el que los estados nacionales jugarán de nuevo un papel relevante. Por tanto en España habrá que tomar decisiones que eviten otro período de aislamiento internacional y ensimismamiento.

De entrada hay que reconocer que para un  país que abandonó hace mucho tiempo cualquier intención de desarrollar una política exterior independiente, exigente y práctica, la UE ha sido una bendición. Ha permitido diluir en ella la defensa de intereses económicos, con suerte dispar, todo hay que decirlo; disimular la ausencia de intereses estratégicos y zafarse de las decisiones más complicadas, con alguna excepción más o menos aislada, trasladando la responsabilidad a la UE o a la OTAN. Por supuesto la posibilidad de utilizar la fuerza ha quedado reducida a circunstancias excepcionales y casi nunca vinculada a la defensa de intereses propios.

Pero he aquí que si España desea que la UE subsista va a tener que tomarse en serio aquello de ser una de sus potencias decisivas. No solo porque se va una de las grandes, sino porque otra, Francia, no pasa su mejor momento y la tercera, Italia, vive en una constante inestabilidad. Alemania queda sola. Y una UE dirigida por Alemania resulta demasiado incómoda incluso para los alemanes. Hay que fijar, más allá de la habitual cantinela sobre la unión bancaria y las competencias regulatorias, los ejes vertebrales de la acción de la UE, incluyendo asuntos como fijar definitivamente sus fronteras exteriores o establecer mecanismos de pacificación en su periferia, lo que exige necesariamente el uso de la fuerza a una escala mucho mayor que la actual. No está claro que España vaya a estar a la altura; pero la alternativa es la irrelevancia, dentro y fuera de la UE.

Conclusión

El brexit, no debe olvidarse, también es reversible. Pero tiene la virtud de retrotraer al individuo, lo apoye o no, aun mundo conocido. El de las naciones independientes que compiten entre ellas. Ser conocido no supone bondad automática, pero si disminuye la desconfianza del ciudadano que al menos comprende lo que está pasando. Probablemente uno de los errores de la UE ha sido su distanciamiento del ciudadano, al que se ha desdeñado a pasar de manifestar en muchas ocasiones que no entendía todos los aspectos del proceso de integración europea. Esa desconfianza latente y los problemas internos británicos, muchos y algunos graves, explican el brexit sin necesidad de acudir a banales descripciones del carácter nacional o el manido argumento del populismo que campa a sus anchas.

La UE sale malherida de esta crisis, que además obliga a sus estados miembros a reaccionar, pues solo con  miembros agiles y fuertes puede la UE recuperar su deteriorada imagen. Y lo que no está claro no es solo si la UE recuperará parte o todo lo perdido hasta ahora; sino si los estados miembros que confirman su empeño en continuar con el proyecto estarán a la altura y pondrán los recursos y energía necesarios para que aquel funcione. Entre esos estados está España, acostumbrada a estar en la sombra y sonreír en la foto; quizás deba replantearse no solo su papel dentro de la UE, sino desempolvar instrumentos que la hagan capaz de moverse en un mundo donde los estados nacionales siguen siendo los actores políticos fundamentales.