El día después del fin del mundo
Publicado en La Gaceta, 26 enero 2017
Según el calendario maya, el fin de mundo tendría que haber ocurrido el 21 de diciembre de 2012, pero salva unas pocas y malas películas catastrofistas, ese día no produjo el apocalipsis. Ahora, según el calendario progre, ya sabemos por qué los mayas se equivocaron: el fin del mundo llegó el pasado 20 de enero de 2017, con la inauguración de Donald J. Trump como el 45 Presidente de los Estados Unidos de América. Y, sin embargo, me asomo por la ventana y puedo comprobar que luce un espléndido sol invernal, que los aviones despegan, que el teléfono funciona y que, afortunadamente, el Día del Juicio Final todavía está por llegar.
Lo que sí ha llegado es esta nueva creación de izquierdistas y de los dichos “auténticos conservadores”: el Día del Juicio Inicial. Antes de que Donald Trump hubiera tenido el tiempo de llegar al Despacho Oval, ya se le había mandado a la hoguera. Bajo el pretexto de que es chabacano, machista, agresivo, incluso inculto, los izquierdistas le quieren muerto porque temen que su fala de corrección política les destroce, que su capacidad de aguante acabe con la revolución social y socialista comenzada por Obama, que ponga fin a su dominio cultural; por su parte los conservadores, también bajo el paraguas de adjetivos descalificadores de su persona, ven en Trump a un líder desestabilizador de su cómoda forma de hacer política, de su falta de ambición para traer cambios reales, de su base electoral. ¿Cómo podrían aceptar que alguien sin ideología hace más que todas sus ideas juntas? Por ejemplo, para no ser un conservador tradicional, ha bajado los impuestos a las sociedades en su primer día hábil, como también ha prohibió financiar con dinero público abortos en el extranjero. Ya me gustaría a mí que nuestro gobierno, teóricamente conservador, dejara mi dinero en mi bolsillo rebajando los agobiantes niveles de impuestos que pagamos los españoles.
Tuve la oportunidad de estar en Nueva York el día antes de la inauguración, hablando en un desayuno organizado por el grupo Ergo ante unos doscientos responsables de fondos de inversión. Aparte del senador Chambliss y yo, no creo que hubiera nadie más en la sala que viera con buenos ojos la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump. Pero tampoco había allí nadie que no creyera que en materia doméstica, incluida la economía, no le fuera a ir bien al nuevo presidente. Incluso a pesar de los temores sobre posibles medidas proteccionistas y arancelarias. Al menos nadie pensaba que China no estuviera aprovechándose del mercado financiero y comercial global y nadie se oponía a la idea de forzar un comercio justo. Porque Trump, no nos engañemos, no es anti libre comercio (free trade). Él defiende el “fair trade”. Esto es, que no engañen o manipulen a América mediante trucos y violaciones de los acuerdos de comercio internacional, patentes y manipulación del valor de las monedas. Creo que no es una demanda ni radical ni exagerada.
Donde sí había un gran desacuerdo era en materia de política internacional. Por ejemplo, la relación con Rusia preocupaba. Y es verdad que las diversas manifestaciones de Trump durante la campaña acerca de la figura de Putin dan que pensar. Su defensa de querer entablar una buena y fructífera relación con Rusia, sin embargo, me parecen necesaria. Todos los presidentes así se han expresado desde la época de la distensión. Incluso Reagan que comenzó su mandato con la broma de bombardear Moscú, acabó sellando pactos estratégicos con Mijail Gorbachov. Si Donald Trump es fiel a su eslogan “América Primero”, acabará por encontrar donde están los límites de la cooperación genuina con Putin. Es cuestión de tiempo. Pero todo lo que consiga de positivo mientras tanto, bienvenido sea. Además, tanto el secretario de estado Rex Tillerson como el de defensa, Jim Mattis han expresado en sus testimonios de confirmación en el Congreso, que consideran a Rusia un potencial adversario.
Trump es proteccionista pero no aislacionista. Sabe por su biografía y negocios que para prosperar hay que salir al mundo y que de éste emanan amenazas existenciales contra los intereses americanos y América. La prueba es que ha corrido para proclamar que quiere llegar a un acuerdo comercial preferencial con el Reino Unido del Brexit. Algo a lo que se han opuesto inmediatamente las autoridades de la UE tan ridícula como patéticamente y que sólo puede agravar la visión negativa que el presidente americano tiene de la superestructura burocrática de Bruselas. Es verdad, se ha retirado del Acuerdo Transpacífico, pero porque Trump cree en las relaciones directas con otros países y actores, no en instituciones multilaterales. Es un bilateralista. ¿Es eso malo o condenable? Desde el punto de vista de los globalistas y europeístas que están dispuestos a ceder continuamente soberanía, sin duda. Desde el punto de vista nacional, es más que aceptable. De hecho, es bueno que el mundo se desprenda de la maraña de instituciones y pactos que o bien auguraban la desaparición del estado nación o nos llevaban inexorablemente a rivalidades entre bloques regionales.
Trump saca de quicio a sus críticos porque se atreve a llamar a las cosas por su nombre. Como solíamos decir en una España ya desaparecida, “al pan, pan y al vino, vino.” Y en su alocución en la ceremonia de inauguración dijo algo sumamente importante: nombró a lo que considera el principal enemigo de América, el terrorismo islámico. Para Obama mencionar el adjetivo islámico era un anatema que le podía llegar a costar la carrera a un oficial de inteligencia (como el actual Asesor de Seguridad Nacional, Mike Flynnt) y, como sabemos, oficialmente el terrorismo pasó a ser considerado “catástrofe de origen humano”. En Europa, Francia ha declarado la guerra contra el Estado Islámico, pero no contra el jihadismo o el terrorismo islámico, prisionera de la categoría política del apaciguamiento hacia su población musulmana. Para el resto, ni siquiera estamos en guerra. Bien al contrario, seguimos cantando hacia el degüello que el islam es una religión de paz. Eso, en América, se ha acabado.
Trump tendrá todas las lacras personales que se quiera, pero un presidente no está solo, tiene un equipo. Y el equipo designado por él es de primera categoría. Claro, en nuestro país donde los políticos se han profesionalizado y donde uno se puede instalar en el Congreso sin haber acabado los estudios o trabajado nunca antes, que muchos de los ministros vengan de una exitosa carrera en la empresa privada o que hayan amasado fortunas personales con sus negocios, es más un pecado mortal, que un valor positivo.
No, el problema no es Donald Trump. Es el mundo en el que estamos. Occidente empezó a sufrir en 2003 y fue debidamente rematado por Barak Hussein Obama, seguramente el primer presidente post-americano y anti occidental. También los europeos hemos puesto nuestro granito de arena, al rechazar nuestra historia, raíces y valores para sumergirnos en un magma de multiculturalismo. Con Angela Merkel a la cabeza de este camino suicida gracias a su irresponsable política inmigratoria que ha impuesto a toda la Europa que depende de ella y se rinde a sus pies, incluido el gobierno de Mariano Rajoy.
Trump no nos ha traído el fin del mundo ni ha acabado con Occidente. Nuestro mundo, nacio tras la Segunda Guerra Mundial ya estaba desecho tras la demolición de Obama y el asalto de dictadores, islamistas y terroristas. Trump tiene ante sí el reto no de reconstruirlo como quisieran los republicanos y conservadores tradicionales de todo el mundo, porque eso es imposible, sino de avanzar hacia un nuevo orden internacional. Al igual que tras 1945, sólo América hoy puede hacerlo. Por eso necesitamos una América fuerte en todos los terrenos y por eso el presidente Trump hace bien en querer poner en orden su casa. Porque lo necesitan los americanos y el resto del planeta que no quiere ser dominado ni por Putin, chinos, Assads, ayatollahs iraníes, o jihadistas.
La tarea no es fácil. El mundo hoy es un cubo de Rubik. Desgraciadamente, tras años de corrección política, concesiones a la izquierda, rendiciones antes nuestros enemigos, nuestros líderes levan una ven da negra en sus ojos. Así no hay quien recoloque acertadamente las piezas. Trump se ha quitado la venda. Pero nosotros no podemos verlo. Eso es lo que fastidia