El fracaso nórdico y el islamismo

por Óscar Elía Mañú, 13 de julio de 2017

Publicado en La Gaceta, 6 de julio 2017

Durante todo el siglo XX, la llamada socialdemocracia nórdica ha sido el modelo a imitar, o el modelo soñado, por gran parte de la izquierda europea y mundial.

El ejemplo sueco, danés o finlandés se convirtió en el término medio soñado por la izquierda mundial, entre el totalitarismo soviético y el libre mercado occidental. La vía democrática al socialismo evitaba las nacionalizaciones forzadas, la represión hacia los disidentes, y las tensiones internacionales.

Para los partidos socialistas continentales, el modelo nórdico se convirtió en el deseado objetivo a lograr, pese a las dificultades que las sociedades francesas, italianas o españolas ofrecían para avanzar en esa dirección.

En el imaginario progresista mundial, los países nórdicos han sido durante décadas los “países más avanzados del mundo”.

En los años noventa, el peligro de colapso económico obligó a estos países a introducir medidas de liberalización en seguridad social, pensiones y sanidad. Las reformas entusiasmaron a los economistas liberales, que hoy señalan a los países nórdicos como un ejemplo a seguir.

A diferencia de muchos países europeos, presentan equilibrios en el gasto público, y unos servicios sociales envidiados por casi todos los Estados europeos. Y ¿no son Ericsson, Volvo o IKEA ejemplos a seguir del modelo sueco?

El resultado es que liberales e izquierdistas reivindican para sí mismos el modelo nórdico: probablemente ambas partes tengan motivos para ello. Pero lo fundamental que escapa a los economistas e ideólogos es el hecho de que el supuesto éxito nórdico, socialdemócrata o liberal, esconde en su seno el gran peligro moderno: el del hombre light.

Así por ejemplo, durante décadas, el Estado socialdemócrata ha ido extendiendo por la sociedad sueca una mentalidad caracterizada por el materialismo, que ha reducido la vida humana a la satisfacción del bienestar material; la neutralidad moral, el relativismo y el subjetivismo respecto a las grandes cuestiones humanas; la indiferencia religiosa en una vida pública dominada por el socialismo; y sobre todo ello, la presencia permanente del Estado en todas las actividades de la vida social, relegando a familias y comunidades a meros receptores de servicios sociales.

Suecia, con más o menos impuestos, con más o menos libertad económica, ha sido el país pionero en impulsar el aborto de manera pública y gratuita. Es reconocido por haber convertido la eutanasia en un derecho básico.

El feminismo y la ideología de Género, que ahora amenazan con imponerse en el resto de Europa a golpe de censura y adoctrinamiento, es ideología cuasioficial en el país nórdico. De la misma manera que lo es el pacifismo en política exterior, y el multiculturalismo en política social.

El éxito económico parecía, no sólo funcionar pese al hombre light, sino hacerlo precisamente gracias al carácter liviano de éste. Con esta lógica en marcha, el último paso, ante el éxito económico, fue extender decididamente el Estado de Bienestar de manera universal a los miles de inmigrantes que acudían a la llamada de los subsidios y las ayudas suecas.

Durante décadas, su generosidad ha acogido a inmigrantes y refugiados procedentes de medio mundo: Suecia ha sido en la historia contemporánea país de refugio para muchos europeos.

En época de globalización, la apertura a la inmigración musulmana de un país que trata por igual a todas las religiones, que acoge generosamente a todos sin preocuparse de la cultura, de un Estado del Bienestar que no se preocupaba por las creencias sino por la eficacia y la felicidad soft, parecía algo lógico. ¿Qué podría salir mal?

Exactamente lo que era previsible que saliese mal al unir una sociedad blanda con el islamismo. La creación de guetos y no-go-zones, el aumento de las violaciones y ataques sexuales, el miedo a atentados islamistas no es algo privativo de Suecia.

Todos los países europeos lo sufren por igual. Pero en lo que sí parece diferir el caso sueco es en dos aspectos esenciales. En primer lugar, la frialdad y la dificultad con la que un Estado omnipresente reacciona ante las nuevas amenazas procedentes del radicalismo islámico, asentado en barrios y zonas de Estocolmo y Gotemburgo.

Las autoridades reaccionan tarde, mal, quitando importancia a los problemas o tratando de disimularlos: en la rígida e ingenua burocracia del Estado de Bienestar no cabe forma de pensar que hacer con los barbudos islamistas que exigen que sus creencias sean reconocidas.

En segundo lugar, están las dificultades de la sociedad sueca, desarmada cívica y moralmente, para afrontar un fenómeno que ha caído como una piedra en el estanque dorado.

La dependencia del Estado impide en familias y comunidades una reacción que obligue a las instituciones a tomar medidas. Baste comprobar como el país del que han salido más de 300 terroristas a combatir con el Estado Islámico, organizaciones subvencionadas se dedican… a repartir folletos entre la comunidad musulmana para explicar como respetar los derechos de mujeres y homosexuales.

En fin. Hoy los suecos parecen atrapados por sus propias contradicciones, labradas durante décadas.

El Estado asistencial universal sigue ejerciendo de efecto llamada; el humanitarismo oficial de su política exterior sigue favoreciendo la llegada de inmigrantes ajenos por completo a la sociedad sueca, y que traen consigo sus propias costumbres y tradiciones; la burocracia estatal y jurídica, acostumbrada a desdeñar las grandes cuestiones humanas, no sabe como afrontar el radicalismo religioso islamista; y la sociedad sueca, paralizada por los dogmas multiculturales, por el relativismo moral y por el buenismo naif, asiste, entre paralizada y despreocupada, a la destrucción de la convivencia.

Es el resultado del dogma socialdemócrata, el fracaso del modelo nórdico allí donde nadie lo esperaba.