El impacto de los atentados del 11 de septiembre del 2001 en la sociedad occidental: Una aproximación al conflicto social y político

por Marcos R. Pérez González, 9 de febrero de 2007

(Publicado en Revista de Pensamiento Volubilis, Diciembre 2006)

Hace cinco años, unos brutales atentados terroristas escenificaron lo que en Occidente se había estado temiendo desde hacía varios años, a saber, el desarrollo de una serie de acontecimientos que de forma irreversible pudieran trastocar el continuo histórico que había permitido a las sociedades occidentales lograr el mayor nivel de bienestar conocido en la Historia de la humanidad. Durante mucho tiempo se temió que el inicio de un conflicto con la ya extinta Unión Soviética fuera el detonante de esa brusca transformación. El fracaso y la disolución del proyecto comunista soviético volvió a orientar las miradas hacia la propia sociedad occidental en la medida en que se entendía que ésta debía ser de nuevo la impulsora de unos cambios que una parte del estamento político y la propia sociedad venían solicitando. Los cambios no vinieron y de nuevo un acontecimiento inesperado actuó como detonante para estimular el surgimiento de nuevas orientaciones ideológicas así como la recuperación de otras que, en cierto modo, se creían ya obsoletas, entre otras cosas por no haber logrado el suficiente apoyo social en las postrimerías del siglo XX. Es así como surge con fuerza un nuevo pensamiento reaccionario hasta ahora olvidado, una izquierda que rechazaba los principios y valores morales que había fundamentado la cohesión de Occidente, una apuesta por políticas intervencionistas sobre el individuo, una degradación de las prácticas democráticas en el ejercicio del poder político y algo sorprendente, una polémica latente sobre la utilidad de seguir desarrollando el modelo de integración social propuesto por la multicultura. Frente a ello, el pensamiento liberal apenas vio modificada su doctrina esencial, que a grandes rasgos sigue siendo la misma que con anterioridad a los atentados del 11 de septiembre, aunque eso sí, más criticada que antes desde el seno de la izquierda. Analizar la diferente evolución de las dos tendencias ideológicas puede ser importante, entre otras cosas para conocer en profundidad las divergencias operadas en Occidente en los procesos de cambio social entre unos y otros Estados así como la forma elegida por estos para afrontar los nuevos retos que plantea el siglo XXI.
 
El final de la transformación social y política en Occidente, ¿realidad o simple ficción?
 
Las postrimerías del siglo XX y los cambios sociales y políticos acaecidos en Occidente parecían desvelar lo que muchos analistas venían vaticinando desde hacía varias décadas, a saber, la consecución del estadio final de un proceso evolutivo que habría de llevar a la solidificación de una determinada estructura social y política, caracterizadas por su anclaje en la economía de mercado y en el liberalismo como doctrina política. Las predicciones de teóricos como Raymond Aron en los años sesenta o Francis Fukuyama en los ochenta parecían presagiar tanto la disolución de las ideologías políticas tradicionales de la primera mitad del siglo XX como el triunfo del capitalismo en la segunda mitad, elementos que conformaban un modelo social, amparado bajo la protección del Estado del Bienestar. Y en cierto modo así fue, a pesar de los intentos de los nuevos movimientos sociales por implantar una suerte de ideología “postmaterialista” al campo de la acción política. Estas ideologías, bien sea bajo el prisma del pacifismo, el ecologismo o la multicultura, cristalizaron en diversos grupos de acción desconectados unos de otros e incluso con intereses divergentes, tan sólo galvanizados a finales de la década de los años ochenta del pasado siglo bajo una nueva doctrina social caracterizada por plantear un ataque a la economía de mercado, el liberalismo e incluso el modelo cultural occidental, representado en cierto modo por un país como Estados Unidos. Surgía de éste modo el movimiento social “antiglobalización” como respuesta a las inquietudes de una parte de la sociedad occidental que entendía necesario un cambio en el modelo de relaciones políticas, sociales y económicas que había imperado hasta ese momento en Occidente. A pesar de la solidez, al menos aparente, de las Democracias occidentales, ningún Estado ha podido impedir el surgimiento de nuevos movimientos de protesta que en cierto modo venían a visualizar las nuevas inquietudes sociales de importantes sectores poblacionales. El conflicto social moderno no había por tanto desaparecido del escenario de las sociedades occidentales, largo tiempo pendientes del acceso a los derechos de ciudadanía[1].
 
Lograda la consecución de estos derechos de ciudadanía, al menos en su dimensión política y social, que no económica, la movilización social que había caracterizado las tres últimas décadas del siglo XX perdió parte de la justificación del ideario que la fundamentaba. El derrumbe de la Unión Soviética, la democratización de la Europa del Este y el acceso y la consolidación de la democracia y la economía de mercado en gran parte de Hispanoamérica y el sudeste asiático, permitían vislumbrar la esperanza de una definitiva democratización de estas zonas regionales, de sus sociedades y de su estructura política. En cualquier caso, muy pronto se comprobó la fragilidad de los cimientos en los que se asentaba este espectacular desarrollo del liberalismo en prácticamente todos los continentes, incluyendo el africano. La sociedad occidental siguió siendo el modelo a seguir con excepción del área islámica, cuyos problemas sociales y políticos hacía inviable la solidificación de un régimen de libertades que garantizara en cierto modo el acceso a los derechos de ciudadanía de toda su población. Parecía evidente que la única resistencia a esta lenta pero progresiva transformación de las sociedades y los sistemas políticos que las estructuraban, debería provenir de la puesta en duda de los postulados defendidos desde Occidente. Lo que nadie parecía sospechar es que esa oposición tendría su origen precisamente en las sociedades más desarrolladas del planeta y además, como consecuencia de la globalización, entre otros  fenómenos, del terrorismo, el fanatismo religioso y el nacionalismo. Y quizás sea el terrorismo, en éste caso islamista, el detonante de los cambios operados en el inicio del nuevo siglo. Los brutales atentados terroristas del 11 de septiembre en la cosmopolita ciudad de Nueva York, símbolo de la prosperidad y el liberalismo que caracteriza, tanto a Estados Unidos, como al resto del ámbito regional occidental, supuso para muchos un ataque al corazón, al fundamento de esa prosperidad, momento elegido desde la izquierda política en general y la más extrema y radical en particular, para poner en duda los presupuestos y la infalibilidad de un sistema que, según algunos, se había visto abocado desde ese mismo instante a un cambio, pues se entendía que había sido incapaz de solucionar los problemas, no sólo de las sociedades occidentales, sino las del resto del planeta, donde simplemente sería inaplicable el mismo proceso de desarrollo que se había seguido hasta este momento. Nunca antes había manifestado la izquierda ideológica y política su pretensión de liderar el nuevo cambio social que, supuestamente, necesitaban los Estados occidentales. En cualquier caso, el balance que pueda hacerse de las iniciativas adoptadas desde la izquierda política es desolador, caracterizado esencialmente por el ofrecimiento de tópicos y no ideas[2], en los inicios del siglo XXI.
 
En efecto, los rasgos más característicos de la propuesta de la izquierda política ha sido por lo general una vuelta a los postulados más tradicionales del socialismo, a saber, el respaldo a la intervención del Estado sobre la sociedad en diversos ámbitos, desde el político al económico y el estrictamente social, la consecuente degradación de las prácticas democráticas, la erosión, cuando no la pura y simple destrucción del orden liberal y por último, la defensa de las incoherencias clásicas de las políticas multiculturales, en retroceso en la mayor parte de los Estados occidentales, dado el estrepitoso fracaso de las políticas de integración social frente a la inmigración. La consideración de una suerte de agravio permanente que habrían sufrido determinados sectores sociales culminaría la aparición escénica de la izquierda más radical y extrema en escena, una izquierda que habría confundido una hipotética mayoría social con la simple yuxtaposición de minorías, agraviadas[3]. Quedaba de este modo planteada una nueva ruptura ideológica y por tanto también social, aunque ahora ya no como lo fuera antaño entre capitalismo y comunismo, sino más bien entre orden liberal y socialismo. La vacuidad de algunos de los postulados esenciales de la nueva izquierda radical y la del nuevo socialismo de la tercera vía quedaron patentes, pues no se ataca en sí al capitalismo sino a una suerte de neocapitalismo o neoliberalismo, que habría sido la fuente de todos los males del planeta y sus sociedades. Desde los tiempos de la guerra fría no había habido una movilización social como la producida tras los atentados terroristas de Nueva York, división que mostraba de nuevo la vuelta a un fundamento de la protesta social en cuestiones de tipo moral que pretendían imbuir en el sistema un sentimiento de culpa[4]. De este modo, la virulencia de los ataques de la izquierda hacia el liberalismo no hacían sino poner en duda, ya no sólo sus presupuestos esenciales, sino la factibilidad de su aplicación en las sociedades extra-occidentales, por suponer un ataque a las formas culturales que estructuraban sus sociedades. Tal vez olvidaron los representantes de la izquierda política que el liberalismo tan sólo aspiraba a desarrollar la democracia como sistema político y el cultivo de una economía abierta al mercado. En cualquier caso, se ha tendido a representar el liberalismo como una doctrina política poco respetuosa con la diferencia cultural así como los derechos de ciudadanía básicos, algo que está fuera de lugar en la medida en que han sido los regímenes liberales quienes han proporcionado mayor bienestar hacia las sociedades que lo ha puesto en práctica, garantizando una igualdad de derechos hacia todos los ciudadanos.
 
Pese a ello, la imagen transmitida del liberalismo como una ideología irrespetuosa y hasta agresiva con el otro, no ha dejado un amplio margen de acción a la misma, en especial frente al mundo islámico, desde donde partirán algunos de los ataques más furibundos y hacia donde se dirigirán parte de las simpatías de los nuevos movimientos de protesta. Fracasada la movilización antiglobalización era un buen momento para poner en práctica la revolución antiliberal, amparada en la libertad del individuo ante cualquier orden impuesto, bien sea desde un determinado sistema político o desde una determinada estructura social, incoherencia insalvable para un movimiento que pretende expandir sus postulados ideológicos por gran parte de la sociedad a través de un intervencionismo brutal sobre el individuo. A partir de este momento, el mercado de las ideologías va a nutrirse, no de nuevas y originales manifestaciones intelectuales sino más bien de furibundas críticas hacia lo establecido. De éste modo, las ideologías postmaterialistas clásicas, que estructuraron la protesta social en las tres últimas décadas del pasado siglo XX, van a dar paso a nuevas manifestaciones de descontento, algo más extremas, encarnadas en el radicalismo político y el religioso, el nacionalismo o el terrorismo.
 
Nuevos movimientos sociales, pocas ideas y algo de violencia
 
Si los ataques terroristas contra Estados Unidos han permitido a la izquierda adquirir un protagonismo perdido en las últimas décadas del siglo XX, también es cierto que ha espoleado el surgimiento de un sin fin de movimientos sociales y políticos de carácter radical que convendría diferenciar de la socialdemocracia, al menos en sus formas de actuar, que no en el objetivo básico, a saber, la deslegitimación del liberalismo en todos sus aspectos. Así, ideologías tradicionales como el socialismo, no han podido evitar nutrirse de algunos postulados que, como el relativismo cultural, la multicultura, el multilateralismo o la acción solidaria, no hacen sino poner en jaque el liberalismo en todas sus formas. Además, ello habría permitido aglutinar a una parte del voto antisistema, precisamente de los movimientos sociales que mostraban  su descontento con la ideología liberal. De éste modo convendría diferenciar dos tipos de reacción ante el descontento social hacia el orden liberal, uno encarnado en movimientos sociales y políticos de corte radical y violento, antisistema y otro, más tradicional, asentado en la sociedad occidental, cíclico en su aparición y partícipe de las instituciones políticas de Gobierno, clásicas en los regímenes liberales.
 
Con relación al primer movimiento, los grupos violentos y terroristas ocuparían el extremo más radical en las formas de ejercer la protesta y pretender el cambio social, encarnado en particular en ideologías totalitarias como el comunismo o el islamismo como doctrina política. Junto a ellos, habría que añadir el nacionalismo periférico, presente en Europa fundamentalmente así como un nacionalismo de corte estatal, éste característico de naciones no democráticas, que utilizan el fervor popular para aglutinar cierto apoyo social ante determinadas decisiones políticas. En cualquier caso, no es propio del área occidental si exceptuamos algunas democracias hispanoamericanas, que se han visto arrastradas hacia un modelo de relaciones dentro de Occidente y en particular con Estados Unidos, basadas en una tensión permanente que no hace sino avivar las manifestaciones violentas de parte de sus sociedades.
 
Los atentados terroristas de septiembre del 2001 permitieron acceder al mercado de las ideologías tradicionales a una serie de movimientos sociales y políticos que vieron, en los ataques hacia el liberalismo y en particular Estados Unidos, una posibilidad para lograr una legitimidad social de la que habían carecido hasta ese momento en las sociedades occidentales, por ser contrarios a los principios políticos que estructuraban sus sistemas políticos. Quizás el caso más extremo de los comentados venga escenificado a través del auge de la ideología islamista, originaria del medio oriente y norte de África, pero expandida por toda Europa debido a los fuertes procesos de migración de población musulmana a estos países, tamiz que habría permitido la llegada de ideólogos radicales, imposibles de controlar. En cualquier caso, aún estando asentado en Occidente, éste movimiento, antidemocrático en esencia, puede ser considerado extra-occidental, en la medida en que su origen se ubica allende las fronteras de Europa o Estados Unidos. Más peligroso es el conflicto planteado por grupos sociales antisistema, por lo general violentos y cuyas manifestaciones y peticiones pueden abarcar desde la mejora de las condiciones laborales de un sector poblacional concreto hasta la voluntad de socializar los medios de producción, evitar el desarrollo de la energía nuclear o promover el boicot a los productos fabricados por diversas multinacionales. En su seno se perciben varias características que permitirían agrupar a estos movimientos dentro de una determinada categoría, la caracterizada por el conflicto social, y es que estos grupos suelen actuar de forma violenta, reivindican por lo general un mayor intervencionismo del Estado en la sociedad, una nacionalización de los medios de producción, atacan la libertad de mercado por entender que genera desigualdad entre los Estados y por último, mantienen la idea de la existencia de una especie de justicia social basada en la utopía de una unión comunal de toda la sociedad, ideas todas, que suponen un ataque frontal a los presupuestos clásicos de la doctrina liberal. La imposibilidad material de lograr estos objetivos ha hecho cambiar de estrategia a éste movimiento, que habría aprovechado sus críticas hacia Estados Unidos, tras los atentados terroristas, para intentar ganarse ciertas simpatías, mayor apoyo social y de éste modo, lograr una mayor representación en las instituciones de Gobierno, como sucedió en Alemania durante la anterior legislatura, con un pacto entre la socialdemocracia y la izquierda radical verde o más recientemente en España en la actualidad bajo un Gobierno de coalición que une a socialistas con independentistas y nacionalistas, de nuevo pertenecientes a la izquierda más radical.
 
En cuanto a las ideologías más tradicionales como el socialismo o la socialdemocracia, la crisis permanente en la que se encontraban desde la década de los años ochenta y la indefinición de los nuevos postulados que pretendían hacer evolucionar, en particular la tercera vía promulgada en el ámbito anglosajón por Anthony Giddens, no tuvieron reparo en utilizar la confusión generada tras los atentados de Nueva York y las revueltas sociales escenificadas, además del incremento de la tensión inter-Estados entre diversas áreas regionales, para volver a sacar a la luz algunas de las ideas que parecían haber fracasado en anteriores ocasiones. En particular, la defensa de la intervención del Estado en la economía y la sociedad, la puesta en práctica de una política multicultural basada en una suerte de relativismo cultural, así como la plasmación de una doctrina internacional que fundamentara la relación entre los Estados en lo que ha venido en llamarse multilateralismo, además de defender la cooperación internacional y la ayuda al desarrollo como mejor política para atenuar los conflictos existentes que no el cambio social o el crecimiento económico. El mayor problema de los nuevos postulados del socialismo quizás recaiga en primer lugar en su falta de originalidad, pues la mayoría de estas ideas ya habían sido puestas en práctica, con unos resultados más que dudosos, en particular en lo que respecta a la cooperación internacional como fórmula para atenuar conflictos y generar un mayor desarrollo, así como las políticas multiculturales para lograr una mejor integración del inmigrante en la sociedad de acogida, con sonados fracasos en Europa y con una quiebra evidente del Estado de Derecho[5]. Algo parecido ha ocurrido con el intento de crear un nuevo equilibrio de poder en el ámbito internacional, basado ésta vez en la elaboración de un polo multilateral que permitiría contrarrestar el supuesto unilateralismo ejercido por la potencia vencedora tras la Guerra Fría, a saber, Estados Unidos, propuesta que no escondía la animadversión general de los defensores de esta idea hacia la potencia americana. Las incoherencias de ésta alternativa muy pronto quedaron de manifiesto en la medida en que desde algunos Estados occidentales se propuso un acercamiento hacia países cuyos regímenes políticos no se habían caracterizado en los años precedentes así como en los actuales, por la promoción y defensa de la Democracia, como eran los sonados casos de Rusia o China. Paradójicamente, al pretender limitar una posible violación del Derecho Internacional por parte de una sola potencia, el multilateralismo tan sólo ha conseguido introducir una ruptura aún mayor, al permitir a Estados no democráticos como los comentados, adquirir un papel protagonista en la nueva definición de los principios que deberían regir el orden jurídico existente en el ámbito internacional, así como el que está por venir.
 
En cuanto a la política multicultural, quizás el mayor problema provenga, ya no de la impopularidad de algunas de las medidas propuestas para lograr una mayor integración del inmigrante en la sociedad de acogida, extremo éste que simplemente se obvia desde la izquierda, sino de los perversos efectos que está adoptando el recurrente axioma de la defensa de un cierto relativismo cultural en las políticas sociales adoptadas, entre ellas las relativas a esos procesos de integración social. Junto a ello, dicho relativismo también estaría provocando una erosión de algunos principios éticos que en cierto modo venían estructurando las relaciones sociales en los Estados occidentales y cuya máxima manifestación quizás recaiga en el desprecio mostrado hacia la religión tradicionalmente  asentada en Occidente, como es el cristianismo en sus variadas concepciones. La necesidad de buscar apoyo en aquellos grupos que tan sólo pretenden erosionar lentamente la estructura del Estado liberal acabaría creando a su vez una confusión evidente entre una ideología tradicional en occidente, como el socialismo o la socialdemocracia, con su vertiente anglosajona de corte laborista, y las ideologías más radicales de grupos que se consideran agraviados por el orden social y político existente en estos Estados. A partir de ahí se ha ido generando, desde el fatídico 11 de septiembre del 2001, una fractura ideológica en el seno de Occidente, par muchos signo evidente del fracaso del liberalismo y para otros, de una crisis de valores que mostraría la decadencia del mundo occidental, que una vez más ha acabado generando un enfrentamiento social y político en su seno que parece insalvable, circunstancia que debería generar cuando menos una cuestión, a saber, las posibles soluciones a esta incipiente crisis que se vive en Occidente en un proceso de cambio y conflicto social que parece desbocado.
 
Nuevas perspectivas de cambio político en occidente o como enterrar el mito del  conflicto social inevitable
 
Ciertamente, un vistazo a los siglos transcurridos nos ofrece una visión excesivamente negativa de los procesos de cambio social en Occidente, por lo general bastante conflictivos y generadores de una tensión excesiva en sus sociedades, en particular las europeas. La devastación que han suscitado en Europa los procesos de cambio social y político desde el primer reformismo religioso en el siglo XVI, pasando por el inicio de la revolución industrial, la revolución francesa, auge de los nacionalismos, para terminar finalmente con la generación de ideologías totalitarias como el comunismo, nacionalsocialismo y fascismo, no ofrecen precisamente una visión enternecedora de la historia del cambio y el conflicto social en Occidente. En cualquier caso, quizás la característica esencial de estos movimientos y en consecuencia la más explícita a la hora de explicar la violencia con la que se actuó, ha sido la ausencia de un marco político adecuado donde los distintos grupos sociales pudieran defender sus intereses. Por ello los Estados que reformaron sus sistemas políticos de acuerdo al orden liberal o sencillamente los que lo crearon desde el momento de su acceso a la independencia, son los que antes pudieron encauzar en cierto modo el conflicto social y el político, a pesar de que no se pudo erradicar del todo el ejercicio de la violencia. En la actualidad, una de las cosas que más poderosamente llama la atención en los países occidentales es la contradicción patente entre la existencia de un sistema político democrático y una estrategia de cambio social por parte de algunos grupos que plantea sencillamente una ruptura con el orden político liberal como única fórmula para aspirar a poner en práctica sus aspiraciones. Tal vez por ello se recurra con frecuencia al uso de la violencia, verbal o física, por parte de los grupos más radicales, quienes optan por la manifestación en la calle, generalmente convertida en algarada, con independencia de los intereses defendidos. En este sentido, los atentados del 11 de septiembre provocaron una reacción en amplios sectores sociales que vieron la oportunidad de respaldar y reactivar ideologías y propuestas con escasa legitimidad social, perturbadoras en cierto modo del orden político existente así como las prácticas elementales de la Democracia, que pasan, como no podía ser de otra manera, por el respeto más escrupuloso a las instituciones de representación popular y los procesos electorales como mecanismo que rija su formación. Esto, que parece fundamental, también ha sido puesto en tela de juicio, en particular por aquellos que han llevado al extremo la práctica de la protesta social, generalmente violenta y escasamente respetuosa con el adversario político. Se habría instalado de esta forma, un odio hacia la civilización liberal, clave para entender lo que algunos analistas han calificado como obsesión antiamericana[6], en particular desde los fatídicos atentados terroristas, situación que ha creado una perfecta simbiosis entre ambas situaciones, además de una confusión evidente, en la medida en que existe ya una tendencia a la identificación de los dos fenómenos. Esa identificación es el condicionante que permite relacionar los atentados terroristas de nueva York como detonante de la nueva protesta social y política surgida frente al liberalismo, clave para entender a los nuevos movimientos sociales de corte radical así como sus estrategias de poder.
 
En cualquier caso, más allá de las relaciones que puedan establecerse entre estos fenómenos, quizás lo más relevante sea la fuerza con la que han surgido unos movimientos sociales que a partir de ahora, van a pretender capitalizar los procesos de cambio social y político, con los problemas que genera una ideología que, según parece, no es excesivamente respetuosa con las tradiciones liberales más arraigadas que pasan, como no puede ser de otra forma, por un respeto escrupuloso de las prácticas elementales de la Democracia. Quizás se esté produciendo en estos momentos un enfrentamiento claro entre dos formas de entender la libertad y la Democracia, un choque entre posturas irreconciliables que a la postre determinarán el futuro de la pervivencia y salvaguardia de occidente, con sus tradiciones políticas liberales. Tal vez haya llegado el momento de elegir, en palabras de André Glucksmann, entre nihilismo y civilización[7]. ¿Quiere esto decir que el conflicto social y político ha sido una vez más inevitable en occidente? Pensemos que este ha sido posible gracias a la existencia de un marco de derechos y libertades lo suficientemente amplio y que permite en cierto modo, que cualquier ciudadano pueda defender libremente sus ideas. Es por ello que muchos abogan por una restricción del mismo como fórmula para salvaguardarlo, decisión absurda en la medida en que supondría un nuevo apoyo a las fuerzas políticas y sociales antisistema y que, no en vano, persiguen el mismo objetivo. Tal vez por ello la mejor solución sea combatir dichos excesos desde la defensa de las instituciones democráticas y el Estado de Derecho, verdaderos garantes de esas libertades, reforzando su estructura, si ello fuera necesario, como forma de contrarrestar el radicalismo de ciertos grupos sociales. El conflicto social y el político es inevitable cuando no existe una estructura política de contrapesos que garantice la protesta social como derecho del ciudadano y el respeto a las prácticas democráticas. Defenderlas constituye la mejor fórmula para canalizar ese descontento social y evitar una ruptura en la tradición liberal de occidente, garante de su actual prosperidad y bienestar.


 

 
 
Marcos R. Pérez González es un sociólogo analista internacional.
 
 
NOTAS


[1] Dahrendorf. R. El conflicto social moderno. Ensayo sobre la política de la libertad. Editorial Mondadori, 1990.
[2] Pendás. B. “Otra izquierda es posible”, ABC, 20-11-2004
[3] Op.cit
[4] F, Cantor. Norman. “La era de la protesta”, Alianza Editorial, 1973
[5] Pérez González. M. R. :”Etnicidad e integración social: perspectiva teórica y soluciones”, Volúbilis,12,(2005), pp. 103-118.
[6] Revel. J. F. “La obsesión antiamericana, dinámicas, causas e incongruencias”. Editorial Tendencias, 2002
[7] Glucksmann. A. “Occidente contra occidente”. Editorial Taurus, 2003