El país de nunca pasa nada, jamás

por Rafael L. Bardají, 21 de octubre de 2017

Publicado en La Gaceta 18 octubre 2017

El pueblo español aguanta lo que le echen, hasta que deja de aguantar. La docilidad tiene sus límites y tengo la impresión de que hemos alcanzado, una nueva vez, esa línea roja.Por un lado está la sensación mayoritaria de que se nos está robando una parte de nosotros mismos, gracias a esa república catalana que se está construyendo homeopáticamente; y, por otro, la indignación ante un gobierno nacional cuyas respuestas al problema planteado por los separatistas catalanes se producen a cámara lenta o súper lenta.

Unos y otros andan instalados en la confianza de que han capeado crisis anteriores de las que han salido victoriosos. Mariano Rajoy ha llegado a decir que ya nos salvó del rescate y que hará lo mismo frente a los independentistas radicales. Pero ni la Generalitat ni la Moncloa se han dado cuenta de que viven en un mundo paralelo. Tras el discurso del Rey, los españoles, el pueblo español, también ha hablado, colgando banderas nacionales de los balcones como nunca antes se había visto desde 1975 y manifestándose de manera multitudinaria en Barcelona, madrid y muchas otras ciudades de España. Los españoles han reaccionado por el amor a su patria de manera espontánea. Peor, lo han hecho en contra del gobierno y de los principales partidos que siempre ven en lo que no pueden controlar directamente una clara amenaza. Los españoles han sobrepasado, y por mucho, a nuestros dirigentes políticos. Cuando la crisis económica, Rajoy tuvo detrás a una ciudadanía que poco podía hacer y que aceptó con resignación sus decisiones. Pero ese no es el caso actual. Así como el domingo 1 de Octubre el presidente del gobierno negó la realidad de lo que había pasado ese día en Cataluña, mostrando desnudamente su ceguera, también se equivoca si de verdad piensa que los españoles no tienen más alternativa que la sumisión a su pereza a hacer valer la ley y la Constitución en todo el territorio nacional.

Ambos bandos, el separatista y el monclovita, sólo piensan en cómo ganar tiempo y evitar un choque directo, en la esperanza de que el tiempo acabará por resolver el conflicto. Eso sí, cada uno espera erróneamente que en sus términos. Pero tiempo es lo que no tienen. Los españoles no quieren vivir instalados en la incertidumbre, ni en la injusticia de que la ley se aplique de manera desigual a unos y otros. Es verdad que el 2 de mayo de 1808 no hubiera culminado en la expulsión de los franceses de la península sin la participación del ejército británico, pero el pueblo español debe saber encontrar los mecanismos adecuados para tomar las riendas de esta grave situación creada por el fanatismo de unos y la desidia de otros.

No es sencillo librar una guerra en dos frentes simultáneos, pero no siempre uno tiene el lujo de elegir en qué guerras batallar. Y la dramática realidad de la España de octubre de 2017 es que hay que combatir el separatismo a la vez que hay que combatir a un gobierno cuya inacción raya en la traición.

En mi anterior contribución pedí, como mínimo, que se produjeran unas dimisiones o ceses. El de la vicepresidenta, el del director de la inteligencia española, el del ministro de exteriores… pero como es lógico en este país que los partidos políticos han hecho suyo desde 1977, nadie se lo ha planteado y todos siguen al frente de unas responsabilidades que no han sabido cómo ejercer correctamente. Son parte del problema y no puede ser parte de la solución. Y si no se van, habrá que echarles.

Mariano Rajoy se está comportando como un absolutista, ilustrado o no habrá que verlo, no frente a los golpistas, con quien sólo desea negociar y poder ser generoso, sino con el resto de españoles, a quien no ha querido explicar sus decisiones y a quien quiere mantener al margen de sus componendas. Si esto es una democracia del Siglo XXI igual hay que plantearse sus instituciones y mecanismos de control, porque no funcionan.

Rajoy ha prometido al PSOE una reforma constitucional, que nadie con sentido común demandaba, a cambio de mantenerse, precisamente, en lo que pomposamente llaman el “bloque constitucional”. Puede que en la esperanza de que como el procedimiento constitucional para su reforma es tan alambicado, en dos años diga que es imposible. Y en la esperanza de que para entonces los catalanistas “moderados” hayan reemplazado a los radicales de hoy. Todo envuelto en un perdón real que, de momento, no le pertenece al presidente del gobierno.

Si Mariano Rajoy cree que una selecciones en Cataluña son la solución para sus problemas (que no necesariamente los de España), la solución de España al problema sólo para por una elecciones generales que ponga límites, si no fin, a este gobierno. Ese debe ser el mínimo precio por su dejación de funciones, su complacencia con los golpista y por su comportamiento fundamentalmente antidemocrático.

Lógicamente, no espero que Rajoy y el Partido Popular que comanda tengan la generosidad histórica que tuvieron las últimas Cortes franquistas y se disuelvan para poder traer un nuevo régimen. Por lo que el castigo político que se merecen estará en la mano de los votantes españoles, su memoria o amnesia, cuando toquen elecciones.

Pero no se trata de cambiar de un gobierno a otro. Lo que esta crisis ha dejado al descubierto, desde mi punto de vista absolutamente personal, es el límite que ha alcanzado ya el llamado régimen del 78. No va a haber solución alguna dentro del actual sistema de autonomías, por ejemplo. Ni con la actual configuración de partidos políticos ni en el marco de la partitocracia que todo lo invade. Y, por lo tanto, esa reforma constitucional de Rajoy usa como moneda de cambio, no podrá resolver nada.

En las manos de los españoles está el destino de nuestra nación. Si nos dejamos engañar otra vez tal vez es que no nos la merezcamos. Quizá eso sea lo que en el fondo cree Mariano Rajoy. Debemos encontrar la mejor forma de probar que se equivoca.