¿Es Obama otro Nixon?
por Juan F. Carmona y Choussat, 22 de diciembre de 2010
“Lo que una nación puede o debe hacer empieza con la voluntad y la capacidad de su pueblo de soportar el esfuerzo” Harry S. Truman
Si Bush se parecía a Truman, a quien se parece Obama es a Nixon.
Acaba de publicarse la revisión de la estrategia americana en Afganistán, que ya es la guerra más larga en la que hayan estado jamás los Estados Unidos. A pesar de que los datos obtenidos del incremento de tropas son alentadores, la impresión, de creer a las encuestas, entre los ciudadanos americanos es por lo menos mejorable. Ello ha llevado al columnista George Will a preguntarse si los talibán, militarmente superados, tienen la suficiente perspicacia para copiar el impacto mediático de la ofensiva del Tet norvietnamita.
Entonces, en 1968, lo que había sido un plan fallido de las tropas de Vietnam del Norte, había sido reinterpretado por los medios – el televisivo Walter Cronkite a la cabeza - como una derrota. De allí se derivó la falta de ganas de seguir combatiendo y la convicción, que se acabaría generalizando, de que la guerra de Vietnam era no sólo una guerra equivocada, en el momento equivocado y por razones equivocadas – la famosa frase del general Omar Bradley contra la opinión del general McArthur de extender la guerra de Corea a China -, sino un crimen inconfesable.
La historia se manifiesta la primera vez como tragedia, y la segunda como farsa, que decía Marx. Impedir esta no es del todo inevitable, pero requiere poner a Afganistán en el contexto estratégico del que proviene. Como el que no conoce la historia está condenado a repetirla, según afirmaba Santayana, y a tomar por ella su constante tergiversación, añadimos nosotros, parece oportuno recordar algo de los acontecimientos contemporáneos de los que está hecho nuestro presente.
Acaba de publicarse la revisión de la estrategia americana en Afganistán, que ya es la guerra más larga en la que hayan estado jamás los Estados Unidos. A pesar de que los datos obtenidos del incremento de tropas son alentadores, la impresión, de creer a las encuestas, entre los ciudadanos americanos es por lo menos mejorable. Ello ha llevado al columnista George Will a preguntarse si los talibán, militarmente superados, tienen la suficiente perspicacia para copiar el impacto mediático de la ofensiva del Tet norvietnamita.
Entonces, en 1968, lo que había sido un plan fallido de las tropas de Vietnam del Norte, había sido reinterpretado por los medios – el televisivo Walter Cronkite a la cabeza - como una derrota. De allí se derivó la falta de ganas de seguir combatiendo y la convicción, que se acabaría generalizando, de que la guerra de Vietnam era no sólo una guerra equivocada, en el momento equivocado y por razones equivocadas – la famosa frase del general Omar Bradley contra la opinión del general McArthur de extender la guerra de Corea a China -, sino un crimen inconfesable.
La historia se manifiesta la primera vez como tragedia, y la segunda como farsa, que decía Marx. Impedir esta no es del todo inevitable, pero requiere poner a Afganistán en el contexto estratégico del que proviene. Como el que no conoce la historia está condenado a repetirla, según afirmaba Santayana, y a tomar por ella su constante tergiversación, añadimos nosotros, parece oportuno recordar algo de los acontecimientos contemporáneos de los que está hecho nuestro presente.
La Guerra Fría, que es un periodo que se extiende desde 1947 en que el presidente Truman expone la Doctrina de su mismo nombre hasta 1989 en que, tras las palabras proféticas de Reagan, “Sr. Gorbachev, derribe este muro”, cae el Muro de Berlín, puede dividirse, desde el punto de vista de la actitud americana, en dos partes.
En la primera, Truman elabora su Doctrina sobre las premisas de la “contención”. Esta limita por la izquierda con quienes estiman que no es necesario contener a la URSS, con la que es menester convivir en los mejores términos porque es la combatiente que ayudó a derrotar el nazismo. Y limita por la derecha con aquellos que, como el general McArthur estimaban que no bastaba con proteger el statu quo ante - que decía Reagan: “Is Latin, for the mess that we're in” - sino que había que reconquistar el terreno perdido ante el comunismo. Así, como se acaba de recordar, en Corea, donde Truman sostenía que había que limitarse a garantizar la libertad al sur del paralelo 38, frente a McArthur que insistía en reconquistar la península entera y molestar sin reparos a los chinos, recientemente tomados por Mao para la causa roja.
El método de la contención pasó a ser asumido por los americanos todos como un deber y una carga con la que debían pechar. Cuando tomó el poder Eisenhower, Republicano, después de Truman, Demócrata, se podría haber pensado que hubiera favorecido la idea de McArthur, pero no lo hizo sino que se ciñó a consolidar la Doctrina Truman. Así, ante intervenciones de la URSS en Hungría y Checoslovaquia, satélites suyos, no serían los Estados Unidos los que se movieran. Sin embargo, y a pesar de los movimientos descolonizadores, denominados entonces de “liberación nacional”, cuando los franceses fueron derrotados en Dien Bien Phu en 1954 por los indochinos, cierta preocupación recorrió la administración americana.
De entonces data la teoría de las piezas de dominó, expresión de Eisenhower, quien ante el peligro de perder la mitad del Vietnam, dividido tras la debacle francesa, ante fuerzas pro-comunistas, pasa el expediente a su sucesor, el Demócrata John F. Kennedy. Él sería el primero que, bajo el mayor de los consensos de la élite y entonces también de la despreocupada opinión pública, enviara consejeros militares al Vietnam.
Y ello porque JFK proclamaba, únicamente combatiendo en idealismo con George W. Bush, y logrando la victoria por la mínima: “Que toda nación sepa, ya nos desee el bien o el mal, que pagaremos cualquier precio, soportaremos cualquier carga, nos enfrentaremos a cualquier dificultad, apoyaremos a todo amigo, nos opondremos a todo enemigo, para garantizar la supervivencia y el éxito de la libertad”.
La segunda parte de la Guerra Fría fue llamada “détente”, o más gráficamente pero menos públicamente "retirada estratégica". Esta nueva fase sólo fue posible por lo que le sucedió a los Estados Unidos en Vietnam. La escalada de Kennedy la culminaría Johnson llevando a tierras asiáticas 540.00 soldados americanos, la mayoría de los cuales eran de reemplazo. Cuando Nixon llegó al poder lo hacía con un claro mandato de la opinión pública, a pesar de ser el único Republicano en esta lista de Demócratas que de acuerdo con el consenso elitista habían enviado tropas a Vietnam: el de traerse a los muchachos a casa. Esto, tratando al mismo tiempo de evitar la caída del Vietnam del Sur, es a lo que se dedicó su asesor de seguridad nacional y luego secretario de estado Henry Kissinger. Lograrían lo primero, pero, en parte debido a las negativas de apoyo económico de un Congreso escorado a la izquierda, no lo segundo.
En efecto, la confluencia de las “armies of the night”, como llamó el escritor Norman Mailer a los manifestantes de Washington DC, con la actitud del Capitolio de llevar los asuntos militares a base de negar los fondos para defensores interpuestos, dejó a los aliados de América a los pies de los caballos. No sólo en Vietnam del Sur – la imagen del último helicóptero despegando de Saigón es de 1975 -, sino también en Angola o Mozambique, donde aparecieron cascos cubanos con apoyo soviético. Esta actitud sería a su vez el estímulo de la invasión soviética de Afganistán y de la irrupción de la revolución islámica en Irán, ambos hechos de 1979.
Con independencia de lo que sucedería no sólo en Vietnam sino en toda Indochina tras la retirada americana, el resultado es que se había desembocado en un nuevo periodo de la Guerra Fría. Es decir, fue el cambio en la opinión pública el que trajo consigo el abandono del país asiático y sus atroces consecuencias: Pol Pot y los dos millones de muertos, las persecuciones, ejecuciones y encarcelamientos del Vietnam mismo, y los boat people; hechos que justificaban a posteriori el noble empeño de la guerra. A su vez la retirada del apoyo popular procedía de un retraimiento previo: el de esa élite que había entrado, mantenido, y, finalmente, sacado a los soldados de Vietnam. El advenimiento de la contracultura había traído no sólo a la generación Beat y al “On the road” de Jack Kerouack, sino que había venido acompañada de otro Jack más populachero: el de “Hit the road, Jack!”, símbolo de abandono y retirada.
La segunda parte de la Guerra Fría fue llamada “détente”, o más gráficamente pero menos públicamente "retirada estratégica". Esta nueva fase sólo fue posible por lo que le sucedió a los Estados Unidos en Vietnam. La escalada de Kennedy la culminaría Johnson llevando a tierras asiáticas 540.00 soldados americanos, la mayoría de los cuales eran de reemplazo. Cuando Nixon llegó al poder lo hacía con un claro mandato de la opinión pública, a pesar de ser el único Republicano en esta lista de Demócratas que de acuerdo con el consenso elitista habían enviado tropas a Vietnam: el de traerse a los muchachos a casa. Esto, tratando al mismo tiempo de evitar la caída del Vietnam del Sur, es a lo que se dedicó su asesor de seguridad nacional y luego secretario de estado Henry Kissinger. Lograrían lo primero, pero, en parte debido a las negativas de apoyo económico de un Congreso escorado a la izquierda, no lo segundo.
En efecto, la confluencia de las “armies of the night”, como llamó el escritor Norman Mailer a los manifestantes de Washington DC, con la actitud del Capitolio de llevar los asuntos militares a base de negar los fondos para defensores interpuestos, dejó a los aliados de América a los pies de los caballos. No sólo en Vietnam del Sur – la imagen del último helicóptero despegando de Saigón es de 1975 -, sino también en Angola o Mozambique, donde aparecieron cascos cubanos con apoyo soviético. Esta actitud sería a su vez el estímulo de la invasión soviética de Afganistán y de la irrupción de la revolución islámica en Irán, ambos hechos de 1979.
Con independencia de lo que sucedería no sólo en Vietnam sino en toda Indochina tras la retirada americana, el resultado es que se había desembocado en un nuevo periodo de la Guerra Fría. Es decir, fue el cambio en la opinión pública el que trajo consigo el abandono del país asiático y sus atroces consecuencias: Pol Pot y los dos millones de muertos, las persecuciones, ejecuciones y encarcelamientos del Vietnam mismo, y los boat people; hechos que justificaban a posteriori el noble empeño de la guerra. A su vez la retirada del apoyo popular procedía de un retraimiento previo: el de esa élite que había entrado, mantenido, y, finalmente, sacado a los soldados de Vietnam. El advenimiento de la contracultura había traído no sólo a la generación Beat y al “On the road” de Jack Kerouack, sino que había venido acompañada de otro Jack más populachero: el de “Hit the road, Jack!”, símbolo de abandono y retirada.
Ahora bien, esta “retirada estratégica” era lo máximo que podían hacer los USA en esas circunstancias sociales y morales. La capacidad de soportar el esfuerzo, en términos de Truman, había caído a su punto más bajo. Se había pasado de garantizar por todos los medios la causa de la libertad (JFK), a la búsqueda de ejércitos interpuestos que hicieran el trabajo por sí mismos, mientras se trataba de congelar el expansionismo soviético a través de alianzas peculiares con dictadores. El primero de ellos, mediante la llamada diplomacia del ping pong, fue Mao Tse Tung, pero la tendencia continuaría en otras latitudes: desde Hispanoamérica hasta Irán.
Esto fue la “détente”. No se escapó de la crítica de los neoconservadores que veían en ella el peligro de la finlandización de América. Pero tampoco del mismo Revel, que dedicó su “Cómo terminan las democracias” a las consecuencias de la falta de pulso de Occidente justo antes de los, milagrosos, cambios de los 80.
Y es viendo aquello cómo uno vuelve los ojos al presente y empieza a encontrar dolorosas similitudes en la política de Obama: la estrategia con anuncio de retirada en Afganistán, la crítica a la Doctrina Bush y a sus medios, el discurso de El Cairo, la comprensión hacia Corea del Norte, o la excesiva calma que gira en torno a Irán. Frente a la “détente” de entonces hay ahora la “nonchalance” – indiferencia, desidia, indolencia - de Obama. Cuando los americanos no saben cómo llamarle a la retirada, piden prestada una palabra francesa. Podría ser, como sugiere Niall Ferguson, que esta sea el resultado natural de una América acostumbrada a gastar por encima de sus posibilidades y, por tanto, obligada a ahorrar en Defensa mientras está metida en plena guerra contra el islamismo, o podría ser una elección ideológica, o un cansancio, o mezcla de todas estas cosas.
Sea ello como fuere, el caso es que si Eliot Cohen acertaba cuando a los pocos días de iniciada la intervención en Afganistán llamó a esta guerra la IV Guerra Mundial comparándola con la Guerra Fría - la III según su particular recuento -, el problema es serio.
La otra comparación preocupante es la que se refiere al frente de casa: el de Wikileaks, el de los terroristas de Estocolmo, Nueva York o Detroit, el de la inmigración no integrada, el de las opiniones públicas perdiendo las ganas de apoyar las guerras. Frente a este, el propiamente bélico de Yemen, de los aviones teledirigidos en Pakistán, de Somalia, de Sudán, o el de los cristianos perseguidos en tierras islámicas, se erigen en meras ocasiones de generar una nueva “ofensiva del Tet” que termine por convencer a las opiniones públicas occidentales de que no merece la pena luchar.
Se dirá que en el caso afgano Obama ha continuado la línea marcada por Bush, que, siguiendo nuestra metáfora, se correspondería con la primera fase de la guerra emprendida con ánimo de victoria, y que no sólo ha copiado el “surge” exitoso de Irak, sino que ha matizado la fecha de retirada. Pero, si es así, y lo cierto es que lo parece, está obligado a hacer el esfuerzo suplementario de explicar que merece la pena defender nuestro modelo de civilización. Si las democracias deben combatir en esta, la más extraña de las guerras, a la que ni siquiera se atreven a llamar por su nombre, deben sus líderes explicar el porqué y el cómo. Si falta convicción, y si a esta no le acompaña la retórica adecuada; si, como afirmaba Krauthammer, Obama no es ni indonesio, ni hawaiano, ni de Chicago, sino que es sueco, entonces sólo la llegada al abismo al que se asomó Carter, quizá en la misma persona de Obama, puede empujar a traer otro Reagan que vuelva a poner en su quicio la lucha.
No puede ser esta una guerra por debajo del radar de la opinión pública. En último término, si Occidente no está convencido de ella, ahora o más tarde, acabará por abandonar a sus combatientes, a sus aliados, o a aquellos a quienes le corresponde defender, en el campo de batalla. Ese día, aunque no lo crea, lo hará por haberse abandonado primero a sí mismo. Así en la “nonchalance” como en la “détente”.
Juan F. Carmona y Choussat es Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.