Gadafi, somalización y libanización

por Óscar Elía Mañú, 27 de octubre de 2011

A veces, acontecimientos o tragedias puntuales, que en términos materiales no tienen mayor relevancia que la de los actores implicados y el instante en que ocurre, alcanzan un significado mayor: basta con que encarnen, casi estéticamente, el momento histórico o la situación política de un país. Es lo que pasa con la brutal ejecución del exdictador libio Gadafi. El problema de su muerte la semana pasada no es ya el moral: la cruel e inhumana tortura en sus últimos minutos, la muerte en medio de un tumulto de personas ebrias de sangre (1), el trato vejatorio  del cadáver -tratado como un trofeo o un despojo animal- no se justifican por el hecho de que era lo que él mismo estaba acostumbrado a infringir a los opositores. Al margen del destino que había que reservar para Gadafi, incluso el más trágico como el de Sadam Hussein o el de Osama Ben Laden, llama la atención la crueldad lúdica de sus captores.

Es verdad que en el final de toda guerra, cuando un orden sustituye a otro, las venganzas y las purgas crueles son demasiado corrientes. Pero también lo es que la guerra de Libia, ganada por el concurso de las profesionales tropas de la OTAN, retransmitida por las televisiones europeas, y librada en nombre de valores occidentales, exigía un final distinto para el cruel dictador y para su círculo más íntimo. La guerra de Libia es la primera guerra tutelada por los europeos, los mismos acostumbrados a afear moralmente la conducta de americanos e israelíes cuando éstos se han visto envueltos en escándalos de mucha menor magnitud y gravedad. Es una guerra tutelada, además muy de cerca. O al menos así es como Francia lo lleva dejando claro desde marzo, apoyada en el discurso de los derechos humanos elaborado por Bernard Henry-Levy respecto al país libio.
 
Tras siete meses de guerra, y al menos uno de control real de la situación y del territorio, dos cosas parecen claras: la primera, que el bando militar rebelde sigue siendo más una turba caótica sin orden ni jerarquía definida que un ejercito mínimamente disciplinado. Parece claro que los rebeldes han sido incapaces de organizar en seis meses una estructura militar seria: un ejército se define por la existencia de una estructura y una organización estable y definida, y tanto este caso como otros muestran que no existe nada parecido entre los rebeldes. La catarata de ayuda occidental -material, humana y moral- no ha servido para encuadrar a grupos y milicias en una estructura ordenada que no se lance a la menor ocasión a la venganza y al crimen de la manera más brutal en cuanto tiene ocasión. El carácter lúdico, festivo y abierto señala la impunidad con la que los milicianos rebeldes se comportan incluso con el país casi entero bajo su control.
 
La segunda es quizá más grave: pese a los mensajes que tratan de transmitir el Eliseo y la OTAN, hay dos tendencias que se agravan. En primer lugar, que el Consejo de Transición no es ni dócil ni receptivo a los deseos de los países occidentales que han ganado la guerra por él: de hecho muestra un distanciamiento creciente, y aún hostil, a las indicaciones que llegan de la comunidad internacional. Su reacción airada a la petición de una investigación sobre las torturas a Gadafi, con alusiones nacionalistas y acusaciones altisonantes de intromisión, y de hecho justificando la atrocidad (2) muestra a las claras que la voluntad de los nuevos dueños de Libia no es la de sus patrocinadores. En honor a la verdad, nunca los rebeldes han prometido otra cosa, y no han sido ellos, sino los occidentales, los que se han hecho ilusiones sobre las intenciones prooccidentales de aquellos a los que han entregado el país. La reacción oficial libia al crimen de Gadafi ha puesto de manifiesto que, pese al optimismo occidental, sus intenciones distan de las nuestras.
 
En segundo lugar, a nadie escapa ya el islamismo poco disimulado dentro del Consejo, porque el crimen de Gadafi coincidió con el comunicado de los planes para la constitución del país. Las llamadas oficiales a crear un régimen regido por la sharía, el papel que los nuevos dirigentes libios reservan para la mujer, o la declarada intención de seguir la vía turca al islamismo, indican que Libia camina en una dirección contraria a aquella por la que muchos en occidente apoyaron la intervención en el país.   
 
Hace ya meses que en el GEES se adelantó (3) la "teoría de la somalización" del país, que ya es lugar común entre analistas y estudiosos del tema. Lo cierto es que la expresión "somalización" incluye dos características. La primera, la más repetida, hace referencia a la situación interna del país: con un gobierno incapaz de hacerse con el control del territorio, que queda a merced de señores de la guerra o milicias islamistas, en medio de una guerra civil permanente en la que ningún pretendiente logra hacerse con el poder y que sumerge a el país en un agujero negro de pobreza y violencia. En el caso libio, la riqueza del petróleo y la por ahora incontestable victoria del Consejo Nacional de Transición no hacen que parezca inminente algo parecido. Pero desde luego, nadie en su sano juicio es capaz hoy de descartarlo, porque en términos de victoria política, los rebeldes llevan meses disfrutándola.
 
La segunda es más olvidada, y más peligrosa: las consecuencias exteriores. En el caso de Somalia, el caos del país, que comenzó desestabilizando las aguas situadas entre las Seychelles y el Golfo de Adén, alcanza ya a los países del interior, como lo muestran las incursiones cada vez más frecuentes de miembros de Al Shaaba en Kenia, lugar del secuestro de las dos cooperantes españolas. En el caso de Libia, la presencia creciente de AQMI en la zona se une a la situación efervescente en Egipto al este, la debilidad de Argelia al oeste, y al sur Chad y Níger que son ya frontera contra el islamismo: a lo que se suma las fronteras también del primero con Sudán.
 
 Una Libia convertida en un foco de desestabilizador para sus vecinos, no sólo es posible con un Gobierno central débil que no controle el territorio: también con un gobierno igualmente débil que al menos nominalmente sí lo controle, que  se haga presente en el país siendo reconocido internacionalmente, pero cuya debilidad se plasme en la cesión a grupos islamistas totalitario: en este caso, a la islamización sucedería una libanización, con el problema que a este caso subyace: un régimen lo suficientemente fuerte como para no desmoronarse, pero lo suficientemente débil como para pactar con las fuerzas terroristas; un país fuera de la posibilidad de una intervención internacional legal, pero generador de tensiones con sus vecinos, de igual forma que ocurre con Líbano, Hezboláh e Israel.
 
En cualquiera de los tres casos -un régimen progresivamente islamizado y por lo tanto progresivamente alejado de los valores y objetivos por los que los europeos decidieron intervenir allí; un país con amplias zonas sin control, y situadas a merced de grupos de delincuencia organizada o terroristas; o un país con un régimen pretendidamente legal y legítimo pero sometido a la presión de grupos que desestabilicen la zona-, el problema tiene su origen en las contradicciones occidentales, la mayor de ellas la de creer en la posibilidad de tutelar y encauzar una transición política a la democracia sin tropas sobre el terreno. Se buscó el atajo al modelo de Irak y Afganistán: una democracia sin marines (4), y quizá a falta de democracia tengamos que enviarlos al final, de forma penosa y sin que los marines sean americanos.
 
 
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