Israel, ante la reapertura del proceso de paz

por Florentino Portero, 24 de diciembre de 2004

Es a todas luces evidente que la desaparición de Yaser Arafat ha supuesto el fin de un obstáculo para el proceso de paz. Éste se ha reiniciado y las elecciones presidenciales están convocadas para el próximo 9 de enero. Las dificultades para lograr un acuerdo definitivo son todavía enormes y el optimismo sigue siendo un ejercicio de frivolidad, pero la maquinaria diplomática se ha vuelto a poner en marcha.
 
Si la paz es ahora más posible que hace unos años no se debe sólo a la evolución de la situación en el campo palestino. Hechos políticos significativos ocurridos en Israel inciden en el mismo sentido, acortando las diferencias y conformando al grueso de la opinión judía en favor de la devolución de territorios ocupados y el reconocimiento de un estado palestino.
 
El origen del problema reside en la creación del estado de Israel y en el rechazo que suscitó en la población árabe de Palestina y de los estados limítrofes, causa de cuatro guerras iniciadas por los segundos y ganadas por los primeros. Sin embargo, la cuestión que ha centrado el debate en los últimos años es la ocupación israelí del conjunto de los territorios al oeste del Jordán durante la III Guerra, la de los Seis Días, en 1967. Israel había sido atacada y en su contraataque desplazó a Jordania y a Egipto de los enclaves bajo su control en Gaza y Cisjordania, una herencia ilegal de su participación en la I Guerra, la de la Independencia, en 1948. Las fronteras son el resultado de la historia. Los europeos sabemos bien, por propia experiencia, que si un estado ataca a otro y pierde, lo pagará, entre otras formas, con cesiones territoriales. El caso alemán es paradigmático. Sin embargo, Israel no las exigió, asumió la administración de Gaza y Cisjordania y comenzó a establecer asentamientos por todas partes, continuando con el modelo establecido desde fines del siglo XIX.
 
La opción seguida por las autoridades de Tel Aviv tenía el respaldo de la mayoría y respondía a un conjunto de elementos. En primer lugar, de orden estratégico. Dada la falta de profundidad territorial y, consiguientemente, la dificultad de repliegue en caso de ataque, se buscaban fronteras más seguras y el Jordán parecía satisfacer en parte esta necesidad. En segundo lugar, de orden político. Unos y otros deseaban para el nuevo estado el conjunto de las provincias del antiguo Israel: Judea, Samaria y Galilea. Muy pocos se opusieron entonces, siendo el más destacado el anciano ben Gurión, para quien había que limitarse a incorporar la ciudad vieja de Jerusalén y su entorno inmediato.
 
Aquel paso, resultado de la sensación de superioridad sobre sus vecinos, tuvo gravísimas repercusiones para la sociedad israelí. Ante el desarrollo posterior de los acontecimientos, para muchos judío-israelíes su causa nacional había dejado de ser justa, pues implicaba la anulación de derechos de los palestinos. El orgullo por la creación de un estado judío frente a tanta adversidad y la disposición a asumir nuevos sacrificios se resentían. La posterior resistencia palestina, en especial las dos intifadas, han agravado esta quiebra social. Ya no se envía a los hijos a hacer el interminable servicio militar de tres años o se expone el ciudadano a un acto terrorista sólo por el legítimo derecho a la existencia. 
 
Nos consta que Isaac Rabin no creía en la disposición sincera de Yaser Arafat a negociar un tratado definitivo de paz, pero cuando inició el camino, con los Acuerdos de Oslo, en parte estaba dando respuesta a esta demanda social interna.
 
Sharon, en cuanto dirigente del partido nacionalista Likud, es menos sensible a este argumento, pero mucho más a otros de orden estratégico. La ocupación del 67 partía de un error de cálculo: o los árabe-musulmanes cruzaban el Jordán y se instalaban en el reino hachemita o se integraban en el estado judío. El primero de los casos era poco probable; en el segundo, o se desarrollaba un sistema de segregación, incompatible con la democracia israelí, o por efecto de la demografía Israel se convertiría en un estado musulmán en poco tiempo. La generalización del terrorismo ha elevado las cifras de bajas israelíes, mayores que durante las anteriores guerras convencionales. Esta tensión ha dañado gravemente la economía y desmoralizado a una sociedad que se siente occidental, que se sabe capaz de muchas cosas en el ámbito empresarial e industrial, y que se ve atrapada en la espiral del terrorismo.
 
La figura política de Sharon está unida al programa de asentamientos, pero como militar siempre ha demostrado una notable capacidad de análisis estratégico. Él fue el encargado del levantamiento de los asentamientos del Sinaí, tras los acuerdos con Egipto. Él, como primer ministro, no ha tenido reparo en abandonar por inviable el programa histórico del Likud y tomar el de su rival laborista, planteado durante el anterior gobierno de coalición por Peres y ben Eliezer, asumiendo la retirada de los territorios ocupados y la construcción de una valla de seguridad. La retirada será unilateral si no hay interlocutor viable. Como derecho de guerra se incorporarán territorios contiguos a Jerusalén, donde se encuentran los asentamientos más importantes. Ben Gurión, a sus más de ochenta años, tuvo una visión más inteligente del problema que sus discípulos.
 
La gran mayoría de la sociedad israelí acepta la posibilidad de un estado palestino. Este es un hecho relevante que permitirá a sus dirigentes, si se dan las circunstancias necesarias, negociar desde una posición segura. Si el ganador de las próximas elecciones palestinas no goza de la autoridad necesaria o no es capaz de poner fin a las acciones terroristas, el proceso de paz puede verse gravemente afectado, pero no así el programa israelí que seguirá adelante de forma unilateral. La sociedad israelí recupera cohesión, pero la seguridad continúa siendo un espejismo.