La campaña de Afganistán y la guerra antiterrorista
por Ignacio Cosidó, 14 de noviembre de 2002
(Ponencia presentada al Seminario Lecciones de los conflictos recientes, organizado por el Grupo de Estudios Estratégicos con la colaboración del Instituto Español de Estudios Estratégicos del Ministerio de Defensa, Madrid, 14 de noviembre de 2002)
La campaña de Afganistán puede ser considerada un éxito o un fracaso en función de los objetivos que se pretendieran alcanzar con la misma. Así, si el objetivo era derribar el régimen talibán, que había otorgado un apoyo directo al terrorismo islamista, la campaña constituyó un rápido y rotundo éxito. Quienes auguraban una guerra larga e incierta, con multitud de bajas por ambas partes, rememorando las dificultades de la invasión soviética, erraron profundamente en sus análisis.
Por el contrario, si el objetivo marcado era destruir la red de Al Quaida y capturar a su máximo líder, Bin Laden, la campaña puede definirse como un fracaso relativo. El director de la CIA reconocía hace pocas semanas ante el Congreso de los Estados Unidos que las posibilidades de un ataque terrorista contra su territorio eran iguales o mayores que antes del 11 de septiembre. La propia campaña de atentados desarrollada por la red en diferentes países del sudeste asiático, Oriente Medio y África, pone de manifiesto que un año después de iniciada la guerra contra el terrorismo, la organización Al Quaida sigue operativa.
La paradoja es que la propia rapidez y contundencia de la victoria contra los talibanes es en parte responsable del fracaso en la destrucción o al menos en el debilitamiento sustancial de Al Quaida. Así, la rapidez con la que se desmoronó el régimen y el caos que acompañó a ese desmoronamiento permitió una autentica diáspora de los líderes y los componentes de la organización terrorista que sólo pudieron ser detenidos en una porción reducida. La relativa falta de resistencia de los talibanes impidió así que se pudiera haber generado un daño más profundo a la organización terrorista.
Esta diáspora de los elementos terroristas concentrados en Afganistán tiene también que ver con el propio diseño de la operación por parte del Pentágono. Se trataba de una operación que hiciera un uso intensivo de la superioridad aérea, aunque el volumen de bombardeo necesario fue muy inferior al del conflicto de Kosovo, pero con una implicación mínima de tropas terrestres. Por el contrario, sólo una ocupación efectiva del territorio por tropas estadounidenses y un control efectivo de las fronteras del país, hubiera hecho posible un desgaste más profundo de la organización terrorista e incluso la eliminación de su líder Bin Laden.
En este sentido, se puede considerar parcialmente la campaña de Afganistán como una oportunidad perdida. La concentración de los elementos dirigentes y operativos de la red terrorista que se había producido bajo la confortable protección del régimen talibán, es difícil que pueda volver a producirse en ningún otro país. En esas circunstancias habría sido posible infligir un daño mucho más profundo sobre Al Quaida del que se ha hecho con esta campaña.
En definitiva, la campaña puede definirse simultáneamente como un éxito y como un fracaso. En la medida en que los objetivos con los que se inició la campaña eran múltiples puede considerarse que unos han sido alcanzados plenamente y otros sólo de forma muy parcial.
Razones de una guerra
La campaña en Afganistán ha sido en buena medida una guerra inevitable tras los atentados del 11 de septiembre. Entre las muchas razones existentes, había tres fundamentales que obligaban a desencadenar de forma rápida una campaña contra el régimen talibán: la necesidad psicológica de la sociedad norteamericana de dar una respuesta contundente a los atentados del 11-S, la oportunidad de disuadir a cualquier otro país con tentaciones de dar cobijo o apoyo a organizaciones terroristas y la propia concentración de la cúpula y combatientes de Al Quaida en territorio afgano.
La campaña de Afganistán ha estado particularmente condicionada en su concepción, en sus plazos y en su desarrollo por la política interna de Estados Unidos. El terrible impacto psicológico que supusieron los atentados contra Nueva York y Washington en la sociedad norteamericana obligaban a su clase política a dar una respuesta lo más inmediata posible. Ante esa demanda unánime del pueblo estadounidense, Afganistán aparecía como el objetivo más evidente e inmediato. El apoyo abierto que los líderes talibanes habían ofrecido a la organización terrorista Al Quaida, que a su vez había jugado un papel decisivo en la guerra interna que los talibanes sostenían con sus opositores, hacía posible una clara identificación entre el régimen integrista y la organización terrorista.
Así, la presión de la opinión publica americana condicionó en buena medida tanto los plazos como el diseño de la operación militar. La rapidez de la respuesta primaba sobre cualquier otra consideración estratégica, lo que unido a las dificultades logísticas de la operación y a la falta de aliados fiables en la zona hacía imposible un despliegue de tropas terrestres de mayor entidad. Por otro lado, como en otras operaciones anteriores, se mantenía la obsesión por reducir al mínimo la posibilidad de bajas propias, lo que va asociado a un uso más intensivo de la fuerza aeronaval y a una utilización más limitada del componente terrestre.
La segunda razón era ejercer un efecto disuasor sobre cualquier otro Estado que tuviera veleidades con organizaciones terroristas en general y con la red de Al Quaida en particular. La campaña en Afganistán constituía así el mejor modo de hacer patente la voluntad norteamericana de derribar cualquier régimen que ofreciera cualquier tipo de apoyo, amparo o refugio a esta organización terrorista.
Es cierto que una de las principales dificultades de la lucha contra el terrorismo, en especial contra el terrorismo suicida, es la dificultad de ejercer el principio de la disuasión. La propia dispersión y el carácter difuso de una red como Al Quaida hace especialmente complejo situar geográficamente la amenaza. Pero no es menos cierto que toda organización terrorista necesita de una mínima infraestructura para poder desarrollar su actividad criminal. En este sentido, el apoyo o incluso la pasividad de un Estado puede suponer una mayor facilidad para el desarrollo de sus actividades. La campaña en Afganistán supone por tanto un serio aviso a países que pudieran estar tentados de mantener una posición de ambigüedad en la guerra contra el terrorismo, un mensaje que aparentemente ha sido bien entendido por países como Yemen, Sudán o Libia, que en otros tiempos pudieron tener vinculaciones con organizaciones terroristas.
Una tercera razón para el inicio de esta campaña, quizá la más evidente y a la que ya nos hemos referido, es la concentración de la cúpula de Al Quaida bajo la protección del régimen talibán. Afganistán constituía así una buena oportunidad para eliminar o detener a los responsables últimos de los atentados del 11 de septiembre y, muy en especial, para capturar a Bin Laden, líder indiscutible de la organización y máximo responsable de los ataques. Además, la operación permitiría destruir las bases de entrenamiento, las infraestructuras y la organización que se había desarrollado en suelo afgano bajo la protección de los talibanes.
Por todas estas razones, Afganistán era un primer escalón inevitable en el inicio de la guerra global contra el terrorismo desencadenada por los Estados Unidos tras el 11-S. La destrucción del régimen talibán no debe interpretarse en cualquier caso como un objetivo último, sino como un objetivo instrumental en la destrucción de la amenaza terrorista global. En cualquier caso, la guerra ha permitido satisfacer la demanda de respuesta por la que clamaba el pueblo norteamericano, lanzar un serio aviso a otros regímenes tentados por el terrorismo e infligir un daño, aunque sea relativo, a la organización de Al Quaida.
Las lecciones
La guerra en Afganistán no ha sido particularmente innovadora, sino que más bien ha venido a ratificar algunas de las tendencias que ya se habían visualizado en los anteriores conflictos del Golfo y, muy especialmente, en Kosovo. No obstante, es posible sacar tres enseñanzas básicas de la campaña: la vigencia de los principios enunciados por la denominada Revolución de los Asuntos Militares (RMA), la creciente marginación de la OTAN como instrumento militar, sin menoscabo de su utilidad política, y la consolidación de una dimensión global de los conflictos en los que el componente militar ya no goza de monopolio absoluto de actuación.
La campaña en Afganistán ha venido en primer lugar a reafirmar en la práctica muchos de los principios teóricos de la RMA, consolidando así las tendencias que ya se habían apuntado en la guerra de Kosovo. En especial, se ha reafirmado el papel fundamental que las nuevas tecnologías juegan en el campo de batalla actual. Esta creciente dimensión tecnológica de la guerra se ha puesto de manifiesto en diferentes formas. En primer lugar, en una utilización cada vez más intensiva de las armas inteligentes. Así, casi el 60% del total de municiones disparadas han sido armas inteligentes, frente a una proporción del 35% en el conflicto de Kosovo y un 12% en la anterior guerra del Golfo.
La utilización de este tipo de armas inteligentes tiene varios efectos importantes. En primer lugar, permite minimizar la guerra. Así, el número de misiones aéreas se ha reducido en esta campaña a 15 mil, frente a las 35 mil de Kosovo o las más de 120 mil del Golfo. Es cierto que los objetivos sobre Afganistán eran mucho más limitados que en los casos anteriores, pero como principio puede afirmarse que a mayor precisión, que es básicamente lo que proporciona este nuevo tipo de armas geniales, es necesario menor volumen de destrucción. Este menor volumen de bombardeos permite a su vez reducir los daños colaterales que genera el conflicto.
La segunda gran ventaja de este tipo de armas es que hace posible alejar a los combatientes del campo de batalla, por lo que se reduce también la posibilidad de sufrir bajas propias. Así, las armas inteligentes permiten un campo de batalla más deshumanizado en el que la guerra se libra a una creciente distancia. En el caso de Afganistán, las dificultades logísticas sobre el terreno, han forzado incluso a que muchas de las operaciones aéreas se hayan desarrollado desde bases de partida en Estados Unidos.
Otra característica de la RMA que se ha puesto en práctica es el conocimiento intensivo del campo de batalla mediante un sistema global de inteligencia, mando, control y comunicaciones. Este sistema de sistemas está compuesto en primera instancia por elementos de detección que van desde satélites hasta vehículos no tripulados como los Global Hawk, los Predator y los spoters. Toda la información obtenida por los sensores se integra además en un sistema único de inteligencia que permite tener un conocimiento sumamente preciso de la situación en tiempo real. Por otro lado, los nuevos sistemas de comunicación portátiles han permitido tener un control y ejercer la cadena de mando que llega hasta el combatiente individual.
Por último, destaca también la utilización intensiva de unidades de operaciones especiales, en detrimento de otras unidades más clásicas con mayor densidad y potencia de fuego. Así, frente a los más de 600 mil soldados movilizados en el Golfo en 1991, en la campaña de Afganistán apenas se han desplegado dos mil combatientes. Estas unidades especiales no se han involucrado además muy intensamente en el combate directo, sino que han actuado principalmente como instructores de las fuerzas locales que combatían a los talibanes y como elementos de inteligencia sobre el terreno, principalmente para la señalización de objetivos a la fuerza aérea.
Es significativo a su vez la utilización del Cuerpo de Marines frente a las tropas del Ejército de Tierra. No deja de resultar paradójico que un Cuerpo inicialmente diseñado para desembarcos en costa haya sido utilizado intensamente en operaciones a muchos cientos de kilómetros tierra adentro en uno de los pocos países del mundo que carece de mar. Sin embargo, el énfasis en la capacidad de proyección desarrollado por este Cuerpo, su estructura modular y su auto-sostenibilidad sobre el terreno, lo han convertidos en un instrumento más adecuado para este tipo de campaña que el aún más pesado y menos proyectable US Army.
En definitiva, no encontramos grandes innovaciones doctrinales en el conflicto, sino más bien una consolidación práctica de buena parte de los principios conceptuales generados por la RMA. Así, la progresiva robotización del campo de batalla, la utilización intensiva de sensores, la capacidad de integración de la información, la utilización de armas inteligentes, el ataque a distancia cada vez mayores, la importancia de mantener la iniciativa táctica y el ritmo y la intensidad de las operaciones, son todas lecciones ya conocidas y ahora ratificadas por la experiencia de Afganistán.
Una segunda enseñanza tiene que ver con la nueva estructura de la seguridad en Europa. Así, llama poderosamente la atención y es una novedad frente a conflictos como el de Kosovo, que la administración norteamericana haya decidido prescindir completamente de la OTAN y haya optado por desarrollar una operación propia a la que han sumado componentes de algunos otros aliados. Una opción unilateral precisamente en un conflicto en el que tras los ataques a Washington y Nueva York, la Alianza Atlántica había invocado por primera vez su el artículo 5 de defensa colectiva frente a la agresión a un aliado.
Estados Unidos optó por una operación propia prescindiendo de la estructura militar de la Alianza, por el complejo sistema de consultas y consensos diseñado por la Alianza, que podía lastrar políticamente el desarrollo de las operaciones sin que sus capacidades ni las de sus aliados europeos pudieran resultar tan significativas como para compensar ese lastre. Así, para evitar las tensiones generadas en la guerra de Kosovo, el Pentágono optó por un mando nacional en la operación al que invitó, en calidad de observadores, a un buen número de países aliados que excedían con mucho a los miembros de la Alianza Atlántica.
En cualquier caso, prescindir de las estructuras de mando de la Alianza no ha significado tener que renunciar ni al apoyo político ni a la contribución militar de los socios europeos. Por el contrario, el resto de socios de la OTAN hemos rivalizado tanto en las muestras de apoyo a la operación como en el ofrecimiento de posibles contribuciones militares, que han sido en muchos casos amablemente rechazadas por el Pentágono.
Esta marginación de la OTAN del mando de las operaciones tiene importantes implicaciones estratégicas para Europa. En primer lugar, la Alianza Atlántica está pasando a convertirse más en una alianza política que en una alianza militar. Esta es una tendencia que se verá subrayada tras el proceso de ampliación. Así, la campaña de Afganistán ha puesto claramente de manifiesto que la utilidad de la OTAN como estructura operativa resulta muy marginal y no compensa los inconvenientes políticos de un proceso de adopción de decisiones multilateral.
Por otro lado, Afganistán ha llevado a la realidad la teoría de la división del trabajo entre Estados Unidos y Europa en la resolución de las crisis. Según esta teoría, las fuerzas norteamericanas hacen la guerra y los ejércitos europeos hacen la paz. Esta tesis se había impuesto ya parcialmente en los casos de Bosnia y Kosovo, pero en Afganistán se ha puesto en práctica de forma más radical. Así, la participación de los socios europeos en la campaña militar ha sido prácticamente testimonial, con la excepción del privilegiado aliado británico, mientras que los norteamericanos han cedido el liderazgo en la posterior operación de estabilización y construcción de la paz.
Esta división del trabajo puede resultar lógica partiendo del creciente diferencial de capacidades de combate entre Europa y Estados Unidos. Así, mientras las fuerzas armadas norteamericanas sean las únicas capaces de desarrollar operaciones de esta naturaleza, los aliados europeos tendremos que contentarnos con ser actores secundarios como hacedores de la paz. Sin embargo, hay que tener conciencia de que este papel limita en buena medida la autonomía estratégica de la Unión Europea y la coloca de facto en un papel subordinado a la voluntad estratégica de los Estados Unidos.
Una última lección que se puede obtener de la campaña de Afganistán es la emergencia de un nuevo tipo de operación global o multidimensional. Tampoco en este caso estamos ante una novedad radical, ya que este nuevo tipo de guerra se había producido parcialmente en Kosovo. Pero nuevamente podemos observar como este concepto de guerra multidimensional ha tenido en Afganistán una plasmación más nítida.
La característica esencial de este nuevo tipo de conflictos es que las operaciones puramente militares deben combinarse con operaciones de inteligencia, de ayuda humanitaria y policiales, entre otras. La novedad es que estas operaciones no son ya consecutivas, primero se gana la guerra y luego se procede a la ayuda humanitaria o a garantizar la seguridad de la población, sino que simultanean en el mismo campo de batalla.
Este nuevo tipo de conflictos tiene importantes implicaciones para el papel de las fuerzas armadas. En primer lugar, implican una mayor polivalencia de las unidades militares, que junto a tareas propias del combate deben realizar simultáneamente tareas de inteligencia, ayuda humanitaria y protección de la población civil, lo que exige a su vez disponer de nuevas capacidades para esta amplia panoplia de misiones.
Pero en segundo término, estos conflictos multidimensionales implican a su vez que las fuerzas armadas pierden el monopolio absoluto en la ejecución de las operaciones. Así, la presencia de la CIA sobre el propio terreno de operaciones ha resultado particularmente intensa en esta campaña, llegando a perecer algunos de sus agentes en acciones de combate. Por otro lado, el acompañamiento de fuerzas policiales especiales, tipo gendarmería, comienza a ser una capacidad crítica en el desarrollo de las operaciones para hacerse cargo de las imprescindibles tareas de orden público y seguridad de las poblaciones civiles. Por último, la presencia de las agencias humanitarias se produce de forma cada vez más simultánea con la acción de las unidades militares.
Todo ello implica una necesidad creciente de coordinación entre las diferentes organizaciones involucradas en el campo de batalla, así como el desarrollo de capacidades más especializadas en las fuerzas armadas para hacer frente a estos nuevos requerimientos. La presión de las opiniones públicas occidentales, alentadas por los nuevos medios de comunicación globales, exige no sólo ganar las guerras, sino hacerlo asépticamente, infligiendo el menor daño posible a las poblaciones que sufren los conflictos.
Lecciones para España
España mostró de forma inmediata a los atentados del 11 de septiembre un total apoyo y solidaridad con los Estados Unidos, así como una especial determinación para hacer frente de forma conjunta a la amenaza terrorista. Sin embargo, España no participó de forma directa en la campaña inicial en Afganistán para derribar al régimen talibán, a pesar de las diversas ofertas de contribución que se efectuaron. Nuestro país sí está teniendo una presencia relevante en la actual operación de estabilización y pacificación en marcha.
La primera lección, por tanto, que podemos extraer de este conflicto para nuestro país, es que si España quiere jugar un papel más activo en el nuevo contexto estratégico y si quiere que la relación especial con los Estados Unidos tenga un contenido real, debería ser más ágil y dotar de mayor determinación a sus ofertas de colaboración para no quedar marginada en el futuro de este tipo de operaciones. La participación en acciones de combate será lo que diferenciará en un futuro a los aliados de primera y de segunda clase en una OTAN ampliada.
Por otro lado, España debe adaptar su política de seguridad a una nueva situación en la que, como hemos reiterado, la OTAN pierde relevancia como instrumento militar aunque mantenga su importancia política. Esta nueva OTAN tendrá de hecho dos implicaciones claves para nuestro país. En primer lugar, las negociaciones para una hipotética participación en cualquier misión deberán enfocarse a través de una negociación bilateral con los Estados Unidos o multilateral con el conjunto de países participantes y ya no a través de la estructura militar de la Alianza, que tiende a automarginarse. En segundo término, España deberá reevaluar a largo plazo la consideración de la OTAN como columna vertebral de nuestra política de defensa y seguridad.
Esta necesidad de una mayor implicación militar española en la fase de combate de los conflictos, y no únicamente en las posteriores operaciones de paz, se ve acentuada por la pérdida de valor relativo que está experimentando nuestra posición estratégica como gran contribución española a cualquier conflicto en el que participaran los Estados Unidos. La tendencia marcada en Afganistán de golpear a larga distancia y de reducir el volumen de fuerza, y su consiguiente disminución de la necesidad de apoyo logístico, hace que la disponibilidad de bases más próximas no sea ya tan vital para el desarrollo de las operaciones futuras. Por ello, la aportación española ya no podrá en el futuro limitarse a la disponibilidad de las bases, como ha ocurrido en el pasado, sino que nuestro país deberá implicarse más en las operaciones militares si quiere mantener su relevancia estratégica.
En segundo lugar, la campaña en Afganistán debe hacer reflexionar a nuestros planificadores militares sobre la adecuación de nuestras Fuerzas Armadas para este tipo de conflictos. Esta reflexión es especialmente necesaria en el caso de un Ejército de Tierra cuyo principal programa de modernización actual es la adquisición de un carro de combate de más de 60 toneladas de peso, que carece de helicópteros de ataque y cuya estructura se basa aún en la Brigada como unidad básica operativa. Pero esta reflexión debe incluir también las limitaciones de transporte estratégico de la Armada y el Ejército del Aire, capacidad esencial para la proyección de fuerza, así como las carencias en materia de inteligencia, comunicaciones, sistemas de información, mando y control. Finalmente, es preciso dotar a nuestros ejércitos de más y mejores armas inteligentes.
En un momento en el que está en elaboración una Revisión Estratégica, que defina las líneas generales de nuestra política de seguridad y de nuestra estructura de fuerzas al menos para la próxima década, la campaña de Afganistán debería suponer una importante fuente de inspiración para los redactores del documento.
Finalmente, la campaña en Afganistán ha puesto de manifiesto, como ya ocurrió en el conflicto de Kosovo, la necesidad de articular un mecanismo de consulta con el Parlamento para los casos en que tropas españolas sean comprometidas en operaciones de combate fuera de nuestras fronteras, aunque esas operaciones no respondan formalmente a los criterios establecidos para el caso de guerra. No se trata tanto de una reforma legal, sino sobre todo de articular mecanismos de consenso que permitan que las tropas españolas que participen en este tipo de operaciones lo hagan siempre con el máximo amparo de todas las fuerzas políticas.
Los desafíos futuros
Más allá de la campaña en Afganistán, la guerra global contra el terrorismo implica tres líneas de acción fundamentales para el futuro: crear un nuevo marco de cooperación entre las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad, fortalecer nuestras comunidades de inteligencia y potenciar los instrumentos de seguridad interior.
La convergencia de los riesgos exteriores e interiores que implica el terrorismo no debe conducir a una confusión de funciones entre las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad, sino al establecimiento de un marco de cooperación mucho más intenso y eficaz entre ambas instituciones. Hay por tanto, que establecer límites claros a la intervención de las fuerzas armadas contra el terrorismo. Estos límites tienen que ver fundamentalmente con dos factores: el territorio y la proporcionalidad de la fuerza.
Respecto al primer criterio, el territorio, las fuerzas armadas sólo deberán intervenir en suelo nacional en apoyo de las fuerzas de seguridad, con carácter excepcional y bajo control de la autoridad civil, pero nunca en situaciones de normalidad o de forma autónoma. Así, las fuerzas armadas podrán colaborar con las fuerzas de seguridad tanto en funciones de seguridad preventiva para evitar atentados terroristas como en la gestión de sus posibles efectos una vez consumado un ataque. En ambos casos, la intervención sólo debe producirse cuando las capacidades de las fuerzas de seguridad para hacer frente a la situación se vean desbordadas. Pero debemos recalcar que el liderazgo, el mando y el control de las operaciones deben quedar en todo momento en manos de las fuerzas de seguridad cuando se actúe dentro del propio país. Esta doctrina de empleo de las fuerzas armadas en la seguridad interior supone al menos dos requisitos previos: por un lado, un cambio de mentalidad en los ejércitos, muy reacios a poner a disposición de otros unidades y efectivos si no mantienen el mando y el control operativo en todo momento. En segundo término, una legislación precisa que defina los supuestos, siempre con carácter excepcional, en los que las fuerzas armadas pueden intervenir dentro del propio territorio, así como los procedimientos de actuación, las dependencias y el marco de relación entre el mando militar y las autoridades civiles.
Un segundo criterio a evaluar será la intensidad de la fuerza que se quiera utilizar. Así, las fuerzas armadas están equipadas, adiestradas y concebidas para un uso intensivo de la fuerza, que incluye la destrucción del potencial agresor. Por el contrario, las fuerzas de seguridad están equipadas, adiestradas y concebidas para un uso mínimo de la fuerza, de forma que la seguridad del agresor se convierte en un objetivo básico de la operación. Según este criterio, la actuación de las fuerzas armadas resulta imprescindible cuando, independientemente del lugar donde se lleve a cabo la acción, exista un riesgo grave e inminente para la seguridad del país. El ejemplo más obvio sería la amenaza evidente de que un avión pueda ser estrellado contra un edificio. En segundo término, la utilización de las fuerzas armadas tiene también pleno sentido cuando la capacidad de combate de los terroristas a los que se pretende neutralizar es superior a las capacidades propias de las fuerzas de seguridad. Finalmente, la acción de las fuerzas armadas se hace imprescindible cuando la distancia o las dificultades logísticas de la operación hagan inevitable su concurso.
Es importante destacar, sin embargo, que esta cooperación entre fuerzas armadas y fuerzas de seguridad debe ser de doble dirección. Así, en las acciones antiterroristas exteriores, en las que las fuerzas armadas asumen todo el protagonismo y el control de las operaciones, las fuerzas de seguridad pueden aportar componentes que complementen las capacidades propias de los ejércitos: como unidades de control de masas, equipos de investigación criminal, especialistas en información, policía militar o control de fronteras, entre otros. En este caso, serán los componentes de las fuerzas de seguridad los que estarán plenamente integrados y sometidos a la cadena de mando militar.
La creación de este nuevo marco de cooperación exige, por tanto, la definición de una normativa que regule con la mayor precisión posible tanto la participación de las fuerzas armadas en materia de seguridad interior como la posible colaboración de las fuerzas de seguridad en misiones exteriores. Esta regulación deberá adaptarse en cada país a las peculiaridades de su ordenamiento constitucional.
Por otro lado, las fuerzas armadas deberán tomar plena conciencia de la gravedad del riesgo al que se enfrenten. Esto significa que tanto en su política de adquisiciones, como en su planificación y adiestramiento, deberán considerar la lucha contra el terrorismo como una de sus misiones prioritarias. En este sentido, la mayor aportación que en muchos casos pueden realizar las fuerzas armadas a la seguridad interior son los sofisticados medios técnicos de los que disponen los ejércitos. Es más, esos medios deberán en el futuro orientarse aún más a este nuevo tipo de misiones, como la lucha contra el terrorismo o la vigilancia de fronteras.
Una segunda línea de acción debe ser la potenciación de la inteligencia. Todos coincidimos en que la inteligencia es el elemento esencial para la lucha contra el terrorismo. Una de las principales dificultades en esta batalla es que el enemigo es invisible y sólo se visualiza cuando actúa. La inteligencia, como la luz, debe permitir dar forma al enemigo, lo que constituye un requisito previo y esencial para su destrucción.
El fortalecimiento de la comunidad de inteligencia debe por tanto contemplar al menos tres aspectos: la potenciación de los servicios nacionales de inteligencia, lograr una mayor integración de la información obtenida por las diferentes agencias y una creciente colaboración en el marco de la OTAN.
La potenciación de los servicios nacionales de inteligencia es el primer paso. Debe contemplar al menos tres dimensiones. Por un lado, el aumento de los recursos que dedicamos a esta función. Este incremento de los presupuestos de los servicios de inteligencia, en unos escenarios de recursos limitados, debe llevar a su vez a una reflexión sobre la prioridad de la que deben gozar las capacidades de información. En este sentido, resulta evidente que tenemos un gran déficit de inteligencia sobre las nuevas redes terroristas. La nueva naturaleza de las amenazas debe impulsar por tanto una reflexión sobre las prioridades de nuestros sistemas de seguridad.
El terrorismo ha puesto de manifiesto la importancia de la denominada inteligencia humana. Los medios técnicos de inteligencia, cada vez más sofisticados y potentes, son necesarios pero no suficientes, o dicho de otro modo, añaden valor pero nos sustituyen, a la tradicional inteligencia basada en fuentes humanas. Esta premisa es especialmente cierta tras los atentados del 11 de septiembre. El combate contra el terrorismo exige antes que nada capacidad de infiltración en las redes que lo protagonizan.
La priorización de la inteligencia humana debe suponer no sólo un aumento del número de efectivos dedicados a tareas de inteligencia, y de forma prioritaria, a labores de obtención de información, sino que debe implicar también una superior selección, formación y motivación de los agentes.
Finalmente, el hecho de que los medios técnicos no puedan ser sustitutivos de la inteligencia humana no significa que no debamos seguir desarrollando nuevas capacidades tecnológicas, tanto en el campo de los satélites de observación, en los sistemas de escucha y seguimiento de objetivos o en la integración y análisis de la información. En todos estos campos se impone un proceso de innovación constante que permita desarrollar las nuevas capacidades que los últimos desarrollos tecnológicos ponen a nuestro alcance.
La segunda medida, y más importante aún que la propia potenciación de los servicios, es la mejora de la coordinación entre los diferentes servicios de información que operan en cada país, con el objetivo de lograr una mayor integración de la información obtenida por todas ellas.
Esta necesidad de integración parte de la premisa de que en la mayoría de los países democráticos, el servicio de información no suele ser único, sino que se encuentra dividido en diferentes agencias en función de las misiones que tienen encomendadas. Así, el esquema más extendido es aquél en el que existen al menos tres servicios de inteligencia: uno exterior, otro interior y un último en el seno de las fuerzas armadas.
En España el recientemente creado Centro Nacional de Inteligencia mantiene tanto misiones de inteligencia interior como exterior, pero en el primer campo es complementado por servicios de información muy potentes tanto en el Cuerpo Nacional de Policía como en la Guardia Civil.
Esta multiplicidad de órganos puede resultar inconveniente desde el punto de vista de la eficacia frente a nuevas amenazas que, como hemos señalado, tienden a converger. La solución a este dilema sólo puede venir del fortalecimiento de las comunidades de inteligencia nacionales, de forma que exista una mayor coordinación entre los diferentes servicios, una planificación conjunta de objetivos y un fluido intercambio de información entre ellas. Nuevamente, la investigación posterior al 11 de septiembre ha puesto de manifiesto que existían importantes piezas de información en manos de diferentes servicios que debían haber conducido a prever el ataque, pero esa información se encontraba dispersa en varias de las agencias y no había sido evaluada correctamente por ninguna de ellas.
Para lograr este fortalecimiento de las comunidades nacionales de inteligencia es necesaria la creación de comités políticos y técnicos de alto nivel en los que estén representados todos los actores de inteligencia; la creación de una dirección única de inteligencia; y la integración eficaz de bases de datos según las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías de la información. En esta comunidad de inteligencia renovada es preciso incluir a los servicios de inteligencia criminal de las fuerzas de seguridad, cuya capacidad de captación de información resulta crucial para el combate contra este nuevo tipo de amenazas y, en especial, en la lucha contra el terrorismo.
Pero este fortalecimiento de nuestras comunidades de inteligencia nacionales no resulta suficiente frente a una amenaza que como el terrorismo tiene una clara dimensión transnacional. Es imprescindible, por tanto, crear una verdadera comunidad internacional de inteligencia que abarque, al menos y en una primera fase, a los países miembros de la Alianza Atlántica. En este sentido, una de las funciones básicas que pueden asignarse a la OTAN en las próximas décadas debe ser la utilización de este instrumento como un gran foro donde intercambiar y compartir información entre los aliados.
La reciente guerra en Afganistán ha puesto de manifiesto la autosuficiencia de los Estados Unidos para desarrollar operaciones militares al margen de la Alianza. Es más, como ya hemos señalado, este creciente desfase de capacidades con sus aliados europeos es un factor que socava la cohesión de la Alianza y pone en tela de juicio el funcionamiento futuro de la OTAN como alianza militar.
Sin embargo, en el campo de la inteligencia ha ocurrido todo lo contrario. La necesidad de cooperación entre los aliados se ha hecho aún más evidente en este campo frente a la amenaza común que significa el terrorismo. La inteligencia resulta así no sólo un instrumento esencial para luchar contra el terrorismo, sino que puede subsidiariamente dotar de mayor cohesión y utilidad a la propia Alianza Atlántica. Esta red de inteligencia aliada debe integrar a los países candidatos a la Alianza y debe hacer más operativos los mecanismos existentes de intercambio de información con Rusia.
Una última idea es la necesidad de potenciar nuestros instrumentos de seguridad interior para poder hacer frente con eficacia al nuevo desafío del terrorismo. En este sentido, es posible afirmar que aquellos cuerpos de seguridad de naturaleza militar del tipo Guardia Civil española, Gendarmería francesa o Carabineros italianos, son los instrumentos más flexibles y eficaces para hacer frente a las nuevas amenazas transnacionales, al menos en su dimensión interior.
La desaparición de la amenaza soviética y la ausencia, reconocida por la propia doctrina aliada, de amenazas directas contra el territorio de los países miembros ha llevado en la última década a diseñar unas fuerzas armadas con una definida vocación de proyección exterior y que consecuentemente han abandonado en buena medida su misión tradicional de defensa del territorio. Sin embargo, aunque la amenaza de una agresión territorial por parte de otro Estado sigue siendo prácticamente nula a medio plazo, los ataques del 11 de septiembre demuestran que nuestros territorios no están a salvo de potenciales agresiones terroristas. Es más, en la medida en que las acciones terroristas resultan impredecibles, cobra una importancia decisiva para garantizar nuestra seguridad todas las medidas preventivas que podamos poner en marcha para evitar o dificultar en la máxima medida posible la eventualidad de nuevos ataques.
Esta necesidad de prevenir ataques en nuestro propio territorio obliga a desarrollar un nuevo concepto de defensa interior que dista mucho del viejo concepto de defensa territorial vigente en los años de la Guerra Fría. Este nuevo concepto de defensa interior debe incluir, a mero título de ejemplo, cuestiones tan diversas como una más eficaz protección de las fronteras exteriores, para evitar la entrada clandestina de inmigrantes y todo tipo de tráficos ilícitos; la seguridad de las redes de comunicación e información que resultan estratégicas para el funcionamiento del país; la seguridad en aeropuertos y otros medios de transporte; la seguridad de centrales nucleares y otras instalaciones críticas; un control más estricto del sistema financiero para evitar la financiación de movimientos terroristas o grupos de delincuentes organizados.
Para realizar todas estas tareas de seguridad interior, los estados deben contar con cuerpos capaces de desplegarse por todo el territorio, con una gran dimensión para poder afrontar todas esas tareas preventivas, equipados con medios técnicos avanzados para la vigilancia y control de fronteras y con capacidad para enfrentarse a grupos altamente organizados y peligrosos. Todas estas características sobrepasan las capacidades normales de los cuerpos de policía locales, e incluso la de muchos estatales cuya función primordial es la seguridad ciudadana.
Para poder enfrentarse a este nuevo tipo de amenazas los gobiernos necesitan nuevos instrumentos capaces de combinar métodos policiales de actuación con capacidades que son más propias de las organizaciones militares. Instrumentos flexibles capaces de graduar el tipo y la intensidad de la respuesta en función de la gravedad de la amenaza. Organizaciones polivalentes que puedan actuar tanto en el campo de la defensa nacional como en el de la seguridad interior y que se conviertan en el eje sobre el que articular la necesaria cooperación entre fuerzas armadas y fuerzas de seguridad a la que antes nos hemos referido.
Este tipo de fuerzas puede además ser utilizada no sólo en el propio territorio, sino que algunas de sus unidades especializadas pueden complementar las capacidades de las fuerzas armadas en operaciones en el exterior. En este sentido, la naturaleza militar de estos cuerpos facilita en gran medida esa colaboración, tanto la integración de sus componentes en misiones militares internacionales, como el posible apoyo de elementos de las fuerzas armadas en tareas de seguridad interior cuando este apoyo sea imprescindible.
La existencia de estas fuerzas intermedias entre los cuerpos estrictamente policiales y los ejércitos permite además a los gobiernos dar una respuesta más gradual y flexible frente a las nuevas amenazas, minimizando los riesgos de una excesiva intervención de las fuerzas armadas en la seguridad interior, con los efectos negativos que ese intervencionismo puede acarrear para nuestros sistemas democráticos.
En definitiva, consideramos que este tipo de cuerpos de seguridad de naturaleza militar es el instrumento que mejor se adapta a las amenazas transnacionales emergentes que, como el terrorismo, constituyen hoy el principal riesgo para nuestras sociedades, nuestros sistemas democráticos y la propia estabilidad internacional.
En cualquier caso, independientemente de la naturaleza militar o civil de la que quiera dotarse a este tipo de fuerzas, lo que resulta incuestionable es la necesidad de desarrollar un concepto nuevo de defensa interior cuyo elemento fundamental ya no pueden ser unas fuerzas armadas volcadas en la proyección exterior, sino cuerpos robustos con competencia en todo el territorio nacional, de dimensión suficiente para abordar de forma integral la diversidad de tareas que engloba ese nuevo concepto de defensa interior, dotados de equipos avanzados y con una capacidad de respuesta que trascienda las estrictamente policiales.
Conclusión
La campaña en Afganistán sólo puede ser considerada como un eslabón en una guerra global contra el terrorismo mucho más amplia, larga y compleja desencadenada por los Estados Unidos tras los ataque del 11 de septiembre. Desde un punto de vista militar la campaña ha constituido un notable éxito, aunque desde un punto de vista estratégico sólo haya alcanzado parcialmente su objetivo de causar un daño más profundo a la organización Al Quaida.
La campaña no ha supuesto novedades revolucionarias, ni en las doctrinas ni en los sistemas empleados, aunque sí ha venido a ratificar muchas de las tendencias que ya venían apuntándose en los últimos conflictos, especialmente en el de Kosovo. Por otro lado, la campaña ha puesto en evidencia una nueva arquitectura de seguridad en Europa en el que la OTAN pierde utilidad como instrumento militar aunque mantenga su relevancia como alianza política. En cualquier caso, el conflicto acentúa el carácter multidimensional que tendrá las guerras del futuro.
Para España la campaña en Afganistán debe suponer una fuente de inspiración para la Revisión Estratégica actualmente en elaboración, que a la vista de algunas de las lecciones aprendidas resulta más urgente y necesaria. Nuestro país debe además acomodar su política de seguridad a un nuevo escenario en el que la importancia de las bases norteamericanas en nuestro territorio no resulta ya suficiente para mantener nuestra relevancia estratégica.
Por último, la necesidad de una más intensa cooperación entre fuerzas armadas y fuerzas de seguridad, la potenciación de la inteligencia como principal instrumento para poder enfrentarse a la amenaza terrorista y el creciente papel de las fuerzas de seguridad de naturaleza militar en el nuevo contexto estratégico constituyen tres de los principales desafíos que nos plantea esta nueva forma de guerra que estamos obligados a librar contra el terror.