La era de la vulnerabilidad

por Rafael L. Bardají, 21 de septiembre de 2001

 

(Publicado en el El Cultural 19.9.2001)
 
 
Hay determinados acontecimientos que cambian el mundo aunque a veces pasen años hasta que toda su importancia y ramificaciones se vuelven evidentes. La caída del muro de Berlín, es uno de ellos. El ataque terrorista sobre Nueva York y Washington del pasado martes 11, también. Es natural el estupor generado por una agresión tan inesperada como execrable, pero el factor sorpresa no es lo determinante para comprender el significado y el potencial de cambio que se desprende de este acto de terror. No, estados Unidos y el mundo occidental han vivido preparándose durante décadas para responder a un ataque sorpresa, literalmente caído del cielo, con los misiles soviéticos. Lo nuevo, por tanto, no es la sorpresa, sino la incapacidad de hacer reposar la estabilidad en la pieza esencial de las relaciones de poder -sobre todo militar-, la disuasión. A la extinta URSS se la podía forzar a un arreglo gracias al temor de que de no ser así, sufriría unos daños inaceptables. Hoy, esa palanca se ha evaporado frente a unos agresores cuya lógica se nos escapa porque no es la nuestra y que únicamente persiguen el horror y la destrucción, dando incluso su propia vida por ello.

El segundo gran elemento novedoso lo da el macabro hecho de que los terroristas han causado en una única acción daños muy superiores a cualquier otra acción terrorista tradicional, acercándose de hecho a la destrucción que causa una guerra. En Pearl Harbour, por ejemplo, murieron algo más de 3000 personas; sólo en las Torres Gemelas la macabra cuenta ronda en estos momentos los 5000 fallecidos, algo menos del 10% de las bajas americanas experimentadas en Vietnam en más de 15 años. El terrorismo pasa a ser así hiperterrorismo, capaz de una violencia desbordada, de destrucción masiva.

Todavía estamos digiriendo las implicaciones del final de la guerra fría y la desaparición de la URSS. Apenas podemos entrever el orden estratégico que se abre tras el 11 de septiembre del 2001, pero no cabe duda de que con la Torres Gemelas no sólo se han caído dos edificios emblemáticos, sino que también se ha derrumbado un universo estratégico en el que estábamos cómodamente instalados. La dimensión de esa sacudida se vuelve más evidente si miramos hacia atrás y recapitulamos sobre las condiciones y el orden perdido.
 
La guerra fría: El mundo según Clausewitz
El orden bipolar imperante durante toda la guerra fría fue consecuencia directa de la Segunda Guerra Mundial y del enfrentamiento ideológico entre dos sistemas, el mundo democrático-liberal y el campo socialista. Pero también lo fue de la consolidación de un a nueva tecnología armamentística, la bomba atómica, sin la cual no puede explicarse su funcionamiento.
Efectivamente, el mundo de las dos superpotencias, los Estados Unidos y la URSS va a ser un mundo caracterizado por el enfrentamiento global entre los dos polos, alrededor de los cuales se alinearán el resto de países y bajo cuyo prisma Este-Oeste se entenderán todos los problemas de mundo, desde el centro (la Alemania dividida) a la periferia.(Vietnam, por ejemplo). Es más, ese enfrentamiento va a ser esencialmente militar y, sobre todo, nuclear o atómico. En las armas nucleares no sólo van a encontrarse unos medios relativamente baratos en relación a la destrucción que proporcionan (recordemos que las bombas de Hiroshima y Nagasaki son una fracción de las desarrolladas desde comienzos de los 50), sino que por su propia naturaleza, en suficiente número, pasarían a convertirse en el auténtico garante de la paz y la estabilidad. Si la guerra fría nunca llegó a ser caliente se debió al espectro de un intercambio de misiles y bombas nucleares capaces de asolar el planeta y llevarnos a una visión tan desdichada como la última escena de la primera entrega del Planeta de los Simios, con una Estatua de la Libertad hecha añicos.
El mecanismo que contuvo la tentación de una guerra nuclear fue la disuasión. Esto es, el mecanismo psicológico por el que Estados Unidos hacía ver a la URSS que en caso de que lanzara un ataque sorpresa, sufriría de vuelta un castigo insoportable y que, por lo tanto, mejor no desencadenara nada.
Al margen de consideraciones técnicas, como garantizar la capacidad de responder masivamente tras encajar un primer golpe nuclear (lo que llevaría a diversificar los sistemas en aviones, submarinos y misiles en tierra así como a su expansión numérica), la disuasión era tributaria de una concepción de la guerra muy anterior al arma atómica y cuya expresión más elaborada se debe al teórico de la guerra Carl von Clausewitz.

Es de todos bien conocida la frase de que "la guerra es la continuación de la política solo que por otros medios". Pero no siempre se es consciente de lo que subyace tras dicha máxima. Por un lado Clausewitz entiende que la guerra es un enfrentamiento de voluntades que se manifiesta a través del recurso a la fuerza militar. Esto es, que exige un planteamiento lógico, que valora los fines que se pretenden alcanzar y los medios con los que lograrlos, en suma, un ejercicio de racionalidad. Además, la violencia, a fin de mantenerse dentro de la racionalidad se circunscribía a la actividad de los ejércitos nacionales, los únicos detentadores legítimos de la fuerza del Estado.

No hay nadie en el entorno occidental que conciba la fuerza militar o la guerra, durante las décadas de la confrontación Este-Oeste, en otros términos: el conflicto es el dominio exclusivo de los Estados nacionales modernos, concierne a sus ejércitos en tanto que instrumentos de violencia armada, y persigue unos objetivos nacionales racionalmente determinados.

El hecho de que movimientos alternativos, como los guerrilleros, persiguieran durante la descolonización o en los 70 la formación o el asalto al poder político nacional, no un sistema diferente, hizo que no se prestase demasiada atención analítica a las formas y los medios de lo que se denominaban entonces "conflictos de baja intensidad". Que las guerrillas, una vez en el poder, formaran ejércitos regulares rebajaba, en buena medida, su original naturaleza irregular y la lógica fría de Clausewitz podía seguir imperando en la comunidad de defensa.
El mundo post-estratégico: al asalto a la disuasión
La disuasión, para funcionar, requiere al menos dos actores, el disuasor y el disuadido. Desde los 40, los dos principales actores fueron las dos superpotencias, Estados Unidos y la URSS. Con la caída del muro de Berlín y la subsiguiente desaparición de la URSS y su reconversión en Federación de Estados Independientes, cae la lógica de la confrontación entre los bloques y, por ende, la disuasión pierde su sentido. Si ya no hay amenaza militar, no hay que disuadir la tentación de su uso.

Sin embargo, el primer gran envite a Clausewitz vendrá de la mano de Saddam Hussein y su empecinamiento en no doblegarse a la evidencia: que la coalición internacional generada tras su invasión de Kuwait en agosto del 90 era muy superior militarmente a sus propios ejércitos y que sólo podía esperar salir derrotado de su aventura. Otros cálculos más complejos entraban en liza y dificultaban la claridad y sencillez de la disuasión nuclear. Saddam, como también en su día hiciera Videla con Londres, se atrevía con una potencia atómica, capaz de vitrificar todo su suelo si quisiera. Pero tanto Saddam como la Junta Argentina sabían que las armas nucleares se inventaron para no ser usadas, sino para el juego de la amenaza y que su terrorífico poder las hacía unos sistemas para cuyo uso no se encuentra una fácil legitimación.

En todo caso, el desmoronamiento de la concepción clásica de la guerra y la disuasión vendrá de la mano de los conflictos civiles, étnicos y tribales, que se sucederán sin piedad en la década de los 90, desde los Balcanes a Timor Oriental pasando por los Grandes Lagos.

Ahí no es ya que la disuasión del fuerte al débil haya cesado de funcionar, sino que no existen ejércitos regulares y, en numerosos casos, la autoridad del Estado está fuertemente en entredicho. Si el Irak de Saddam representa el mejor ejemplo de lo que se han llamado "Estados canallas" (rogue states), la antigua Yugoslavia y el África subsahariana, entre otros, son buena expresión de "Estados fallidos", naciones donde la autoridad y legitimidad política se han parcelado y donde los poderes reales no descansan en las instituciones del Estado.    

Casos como el de Bosnia sorprenderán a los estrategas por la desaparición de los conceptos tradicionales de frente, operaciones militares de envergadura, centralidad de la cadena de mando, etc. Y también porque se da un salto de siglos hacia la premodernidad y se borran las distinciones entre población civil y combatientes. Comandos, bandas armadas, penetración de las guerrillas en las mafias y viceversa, la limpieza étnica y el terror sobre la población en general, son elementos que difícilmente encajan en el relativamente limpio universo de la guerra entre ejércitos nacionales. El honor del guerrero campa por su ausencia en estas zonas de horror y caos.

Las potencias mejor preparadas militarmente del mundo, como son los miembros de la OTAN ven con incredulidad su impotencia para detener la barbarie. Saben lo que tendrían que hacer en caso de que los carros de combate rusos marcharan sobre Polonia y Alemania, pero no encuentran opciones viables y eficaces para imponer su voluntad en las nuevas guerras de los 90. 

De hecho, la intervención final en Bosnia y la posterior de Kosovo (o la operación Cosecha Esencial actualmente en curso en Macedonia), será posible gracias a un gran esfuerzo de reorientación de la propia Alianza, que pasará en concepto y estructuras de ser una organización exclusivamente de defensa colectiva del territorio para convertir las misiones de paz y la exportación de estabilidad en el corazón de sus actividades.

Pero actuando así las fuerzas armadas deben transformarse, pues las misiones de paz no son operaciones bélicas clásicas, aunque conlleven a veces el recurso a la fuerza, y exigen unas habilidades y especialidades hasta el momento poco desarrolladas por los ejércitos. Toda una rama para las relaciones cívico-militares, de la que dependen en gran medida las buenas relaciones de las tropas intervinientes con su entorno, va a tener que desarrollarse aceleradamente y ganar en relevancia dentro de la orgánica militar, por ejemplo. La disuasión se ve superada con frecuencia por la persuasión.
Es más, cuando frente a personajes que responden a motivaciones oscuras se pone en marcha toda la maquinaria disuasiva aliada, como con Milosevic y Kosovo, no se obtienen los resultados deseados y se tiene que marchar en la dirección del empleo de la fuerza armadas, justo lo contrario de lo que persigue la disuasión.
Cuando se mira a los 90 la única conclusión que se puede extraer es que hay guerras difícilmente explicable a través de Clausewitz, al uso y en vigor en nuestro mundo. Y aún peor, que hay líderes que no se dejan disuadir o que, al menos, lo que a ellos les disuadiría no está en nuestras manos y que los instrumentos disuasores occidentales no les inspiran mucho miedo.
La clave de la disuasión estriba en que disuasor y disuadido compartan los mismos valores. Ya los Estados Unidos se sorprendieron de que la URSS desarrollara misiles precisos a fin de decapitar políticamente a América, cuando suponían que lo que estaba en juego era la supervivencia de sus ciudades y poblaciones. Cuando la valoración de la vida humana no es compartida, como volvió a suceder en la mitad de lo 90, la disuasión quiebra.
Defensas y represalia
En 1983 el entonces Presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, asombrado de que si la URSS lanzaba un misil intercontinental contra su país, la única opción que le dejaba la disuasión era contraatacar y matar, a su vez, millones de rusos, lanzó un costoso programa de investigación para salir de ese atolladero. Pretendía dotar a Norteamérica de un escudo espacial que detuviese cualquier misil atacante en pleno vuelo. La disuasión, fundamentada en la capacidad de represaliar abrumadoramente, cedía su puesto a la defensa. Ya daba igual que en Moscú actuaran de forma lógica o no, puesto que un ataque se resolvería activando unos sistemas propios.
Todo el énfasis que ha puesto la nueva Administración de George W. Bush en el desarrollo de las defensas se basa en su conciencia de que, a la luz de lo que ha pasado en los 90, pueden darse situaciones críticas donde un adversario no se deje disuadir. Es más, con el conocimiento de que hay países firmemente decididos por dotarse de misiles de largo alcance y con programas e investigaciones en armamento químico, bacteriológico y nuclear, el escenario de hacer reposar la seguridad en la lógica de la disuasión parece una trampa mortal. Lo que el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld defiende es contar con los medios ofensivos que refuercen la disuasión, pero también los sistemas defensivos por si aquella falla.
Pero el problema no reside tanto en el emplazamiento de sistemas de defensas, por costosas y complejas que puedan ser. El nudo gordiano es saber qué hacer una vez que se ha sufrido un ataque, incluso si se ha llegado a parar por las defensas. A la reacción tiene que seguirle una acción. Desgraciadamente, cuando uno está lidiando con grupos terroristas, cuya forma de pensar es muy distinta de la nuestra, cuya cultura estratégica sólo choca con la nuestra, no cae ni el diálogo, ni siquiera el diálogo que sigue al uso de la fuerza. Sólo queda la opción de la represalia, pura y dura.
Es en este sentido que entramos en una nueva era con los terribles acontecimientos del martes 11. El juego del caramelo y el palo para lograr un comportamiento determinado se ha derrumbado con las Torres y el Pentágono.
Durante la guerra fría, el centro de atención estratégica residió en las armas atómicas, en tanto que garantes de la paz. A partir de ahora, los medios necesarios para la defensa tienen que ser otros bien distintos a los habituales, incluso a los empleados para las operaciones de paz de los 90. Deben ser distintos. Por un lado estarán los sistemas de defensas que siguen siendo imprescindibles, porque ya sI que hay que pensar los impensable y ese es un terreno que es una laguna de nuestra seguridad; pero por otro están aquellos sistemas ofensivos que permitan una represalia rápida, contundente y eficaz.
La evolución tecnológica de los últimos años apunta que estamos atravesando una auténtica revolución tecnológica de los asuntos militares. Cuando antes eran necesarios decenas de aviones para destruir un objetivo, ahora se logra con muy pocos, gracias a las bombas inteligentes, o con misiles de crucero desde la distancia; el combate cuerpo a cuerpo ha sido relegado para disparar desde la impunidad; los satélites permiten conocer el movimiento y emplazamiento de las tropas, propias y enemigas, en tiempo real; los ordenadores son capaces de asimilar millones de datos de información y presentar un cuadro manejable para mandos y soldados; las comunicaciones enlazan a las tropas, volviendo casi transparente el campo de batalla. La "niebla de la guerra" de la que hablaba Clausewitz comienza a disiparse.
Esta revolución técnica aporta nuevas capacidades y formas de hacer la guerra. En gran medida se vio en Kosovo. Ahora se trataría de enfocar estas capacidades para hacer efectiva una estrategia que combine las defensas y la represalia.
El nuevo orden internacional, estratégico, es muy exigente. Tiene que dar cuenta de la herencia del pasado y cerrar las heridas que siguen abiertas, esencialmente a través de las misiones de apoyo amplio a la paz y la intervención en conflictos civiles donde no hay el más mínimo respeto por la vida. Pero no puede quedarse ahí, cómodamente repitiendo lo que ya sabemos del pasado. También tiene que prepararse para dar respuesta a los retos no ya de hoy, sino de mañana.
En ese sentido, hay que ser consciente de que el sueño de un mundo en paz y tranquilidad, un nuevo orden de concordia a través de las Naciones Unidas, no es más que un bello espejismo.
Pero también debemos permanecer abierto a lo nuevo y desconocido. Los atentados del martes fueron una gran sorpresa y no sólo por su ejecución. Nada lleva a pensar que mentes tan privilegiadas, aunque para lo malo, como quienes pensaron y diseñaron los ataques no sigan pensando en otras formas tan asimétricas de enfrentarse al mundo occidental, al que quieren destruir.
Los atentados del martes exigen replantearnos el buen funcionamiento de la seguridad internacional y los medios apropiados para garantizarla. No es lo mismo defenderse de una invasión que de un terrorista; no es igual patrullar por Mostar, en Bosnia, que perseguir un comando con un arma biológica. Como tampoco es lo mismo buscar un agente químico en manos de un terrorista que interceptar un piloto suicida cuya arma es el avión.
Este nuevo orden que se abre desde ahora exige combatir la vulnerabilidad con mayor fineza analítica y apertura mental. El hiperterrorismo, emplee los medios que emplee, ha dado amplias muestras de resultar devastador. A partir de ahora hay que ser plenamente conscientes de que los riesgos y los daños que se pueden sufrir en el ámbito de la llamada seguridad interior son mucho mayores que los peligros que plantea la seguridad exterior, sobre todo en las circunstancias como las presentes donde no hay, y no se prevé que haya ni a corto ni a medio plazo, amenazas militares directas ni riesgo de una invasión del territorio. La Alianza Atlántica, considerando la agresión sufrida por los Estados Unidos como un ataque al conjunto de los aliados, ha iniciado una marcha por una senda tan nueva como arriesgada, su involucración en la lucha antiterrorista. Las nuevas condiciones de seguridad exigen opciones innovadoras e imaginativas
El daño que se puede llegar a infligir a una sociedad abierta e interdependiente como las democracias liberales avanzadas, es absolutamente desproporcionado en relación a los medios que necesita movilizar el terrorismo. La era de la vulnerabilidad exige, por tanto, una dura decisión: seguir disfrutando del estilo de vida al que estamos acostumbrados, y seguir siendo un blanco relativamente fácil; o, por el contrario, aceptar medidas incómodas y restrictivas que refuercen teóricamente la seguridad de todos. Mientras tanto, sólo cabe confiar en unas defensas imperfectas y en represalias casi perfectas.