La España menguante de Zapatero
por Florentino Portero y Rafael L. Bardají, 2 de julio de 2004
(Ponencia presentada en FAES, el 2 de julio de 2004)
IntroducciónEn política internacional el poder es siempre un factor relativo. Uno es más o menos poderoso que otro u otros, sean amigos o enemigos. El poder se nutre de elementos materiales y objetivos así como de componentes inmateriales. Es a la vez capacidad para convencer o imponer y voluntad de hacerlo. El poder se ejerce y por eso es tan importante la disposición a utilizarlo. Es habitual que todos los países aspiren a incrementar su cuota de poder para así satisfacer sus intereses de mejor manera. A veces, sin embargo, naciones poderosas han adoptado políticas aislacionistas en la creencia de preservar así mejor su superioridad. Pero la realidad ha demostrado que desde el recogimiento el único resultado posible es una merma de poder, no una mayor seguridad.
España, partiendo de una precaria situación en el tablero internacional desde los años de Franco, ha sabido ir ganando progresivamente en visibilidad y capacidad de actuación. El cúlmen de su presencia internacional viene de la mano de la política exterior de José María Aznar, cuando España llega ser parte de las grandes discusiones del momento, defiende sus intereses de igual a igual con sus socios y acepta el reto de tener que defender por la fuerza la plena integridad de su territorio soberano. España hasta el 14 de marzo de 2004 era una nación expansiva, creíble y respetada, capaz y dispuesta a asumir los compromisos que se derivan de estar en la primera línea del teatro mundial.
Por el contrario, el Partido Socialista llega al poder con dos orientaciones básicas en política exterior: por un lado, el rechazo a todo papel protagonista de España en la escena internacional, rechazo condensado en la afirmación de José Luis Rodríguez Zapatero de que su deseo era sacar a España de la foto de las Azores; por otro, un pacifismo instintivo y radical que rechaza no sólo la intervención en Irak, sino el recurso al empleo de la fuerza, como en Perejil. Ese pacifismo se expresó perfectamente en la exclamación de Zapatero en el Congreso de los Diputados de déjenos en paz señor Aznar. Desde el traspaso de poderes, el gobierno no ha escatimado esfuerzos para llevar adelante sus premisas ideológicas y en menos de tres meses de gestión ha logrado no sólo disminuir el papel y el peso internacional de España, sino que nos ha dejado progresivamente aislados, ausentes de los grandes debates estratégicos, enfrentados a los Estados Unidos, supeditados a Francia y Alemania y aplaudidos por los dirigentes de Corea del Norte, Cuba y Venezuela.
El legado de Aznar
Durante años España buscó normalizar sus relaciones exteriores y encontrar su lugar en la escena internacional: una posición de influencia acorde con su potencial económico, su demografía y su papel en el dispositivo estratégico occidental. Se luchó con ahínco por el ingreso en la Comunidad Europea. Los gobiernos socialistas buscaron el cobijo de Francia y Alemania para ganar presencia, demostrar fidelidad a los principios fundadores y optar desde una mejor posición a la concesión de fondos. Era una política acorde con unas circunstancias, que fue respaldada por la oposición popular. Sin embargo, pasados los años, ya con José María Aznar al frente del Gobierno, la política que había servido para potenciar el papel de España en Europa se convirtió en un corsé que le impedía crecer y defender sus intereses y aspiraciones. Francia y Alemania daban cobijo a España, pero con la condición de que ésta asumiera voluntariamente un papel subordinado, siempre en línea con las posiciones de los dos grandes. El desarrollo de España pasaba por una política de liberalización económica, de combate del déficit y de paulatina desregularización. Pero, en el marco de una Europa unida, esa política ya no podía ser sólo española.
La España de Aznar respaldó con firmeza el Pacto de Estabilidad y promovió la Agenda de Lisboa. Para que España creciera Europa debía asumir la necesidad de reformar en profundidad su Estado de Bienestar, combatir el gasto público y facilitar el desarrollo de las fuerzas económicas. Europa contaría en el futuro si era capaz de mejorar su productividad y de generar patentes. A fines del siglo XX estos retos iban más allá de la vieja batalla política entre liberales y socialistas. Laboristas como Blair y centristas como Aznar aunaban posiciones, encontrándose frente a conservadores y socialistas al frente de Francia y Alemania. Las dos grandes potencias continentales se convertían en el dique que contenía la modernización de la economía continental.
Las razones para mantener la política socialista desaparecían. España quería tener voz propia. La buena gestión económica fue haciendo innecesaria la llegada de fondos desde Bruselas y las posiciones de Paris y Berlín atentaban contra los intereses españoles. En el Tratado de Niza Aznar consiguió establecer el peso político de España, fijando un número de votos muy próximo a los de los cuatro grandes, a pesar de una diferencia de 20 millones de ciudadanos en el mejor de los casos. España había concluido aparentemente el camino de integración en Europa, asegurándose una posición de fuerza en el mecanismo de toma de decisiones.
Las relaciones con Estados Unidos mejoraron, como era previsible. No había en la dirección del Partido Popular prejuicios ideológicos contra la potencia americana. Estados Unidos es la democracia más antigua del planeta y su constitución y sistema político recogen los principios y valores defendidos por el Partido Popular. No hay en sus filas añoranza de formas totalitarias, abandonadas a la fuerza ante el desmoronamiento de la utopía socialista, ni reparos en la defensa de un comercio internacional menos intervenido. En el debate sobre la nueva estrategia atlántica, Aznar, Blair y Clinton coincidieron en la necesidad de asumir las acciones fuera de área para hacer frente a las nuevas amenazas. Francia y Alemania se opusieron en un principio, para, años después en la Cumbre de Praga, tener que reconocer su necesidad ante la evidencia de los hechos. También con ambos dirigentes hubo acuerdo en el tratamiento de la cuestión iraquí, que no pudo resolverse por problemas internos del presidente norteamericano. Tras el 11-S el acercamiento con Bush fue mayor por la coincidencia en el compromiso en la lucha contra el Terrorismo y la disposición española a respaldar acciones militares cuando las circunstancias lo hicieran imprescindible. No era una opción táctica, sino el resultado de años de experiencia en la lucha contra ETA: no hay nada que dialogar salvo la rendición, no hay atajos, sólo cabe la firmeza en los principios democráticos, la acción policial y, sobre todo, la unidad de partidos y ciudadanos. Llevado a la esfera internacional, las naciones libres debían unirse y actuar decididamente para perseguir, allí donde estuviesen, células, estructuras financieras, apoyos políticos y respaldos internacionales. Harían falta décadas, pero unidos se lograría la victoria.
El compromiso en la lucha contra el Terror y la creciente influencia en Washington reforzaron el peso de España en la escena internacional y, muy especialmente, en Europa. Cuanto mayor era su presencia en los grandes foros internacionales mejor podía España defender sus intereses y pugnar con los grandes por la ejecución de las principales reformas. España ganaba autoridad.
Washington comenzaba a tratar a Madrid como un socio de primer nivel. Ya no sólo se valoraba la importancia de su posición geoestratégica y la utilidad de las bases. Ahora se buscaba su opinión y se solicitaba su intercesión para resolver cuestiones de interés conjunto, porque España actuaba desde una posición tan firme como coherente. Era un socio previsible y leal. Este nuevo clima facilitaba la penetración de nuestras empresas y la concesión de una valiosa ayuda tecnológica para la más efectiva persecución del terrorismo etarra. Pero el efecto más importante, y el más difícil de medir, era la inserción en la agenda. España existía en el día a día. Los senadores y representantes consideraban normal, por primera vez en la historia, almorzar periódicamente con el embajador de España o con delegaciones llegadas desde Madrid, para tratar temas de interés común. España estaba en condiciones de influir, de participar en el proceso de toma de decisiones global.
También era previsible un cambio en las relaciones con Hispano-América, como realmente ocurrió. Durante años aquella región actuó como válvula de escape de las ansias pseudorevolucionarias de la izquierda española. Lo que ya no se atrevían a hacer en España lo justificaban sin pudor para América Latina. Allí sí se podía jugar a hacer la revolución. Los abrazos con Torrijos, las fotos sonrientes con Fidel Castro sobre un fondo de bailarinas, la solidaridad con los sandinistas..., no tenían cabida en una política que rechazaba los dobles raseros. Para los gobiernos de Aznar la solución a los problemas de Hispano-América eran los mismos que para España: democracia y economía abierta. Aznar combatió tanto el marxismo como el populismo o las dictaduras conservadoras. Durante sus años de Gobierno, y como efecto de la bonanza económica generada por la acertada política llevada a cabo, las empresas españolas estuvieron en condiciones de invertir mucho más en esta región. España se convirtió en poco tiempo en el primer inversor, junto con Estados Unidos. Para el Gobierno español la defensa de la democracia y el libre mercado ya no era sólo una posición de principios, era también una necesidad. El ahorro español estaba presente en los seguros chilenos, la banca argentina o la telefonía peruana y sólo la consolidación de estados de derecho y de regímenes de libertades podían garantizar aquellas inversiones.
Aznar no buscó en Hispano-América compadreo ni simpatías ideológicas. No creyó que los intereses de España se podrían defender mejor adulando a éste o aquél, sino generando respeto. La imagen de España cambió. De forma creciente pasó a representar el modelo de desarrollo para garantizar bienestar social y estabilidad democrática. España asumía un compromiso en la modernización con muchas facetas: presionaba directamente para que se respetaran o desarrollaran las instituciones democráticas y el libre mercado, actuaba como modelo a seguir y aprovechaba su influencia en Washington para defender los intereses de los gobiernos latinoamericanos.
El Magreb representa el mayor reto para nuestra seguridad. La gestión de la crisis del Sáhara y la reivindicación marroquí sobre Ceuta y Melilla suponen el principal problema para nuestra Defensa. Francia nunca ha negado su comprensión ante las reivindicaciones de Rabat. Estados Unidos es una potencia anticolonialista y ya durante la crisis del Sáhara dejó claras sus posiciones. Desde entonces ha pasado a considerar a Marruecos como su principal aliado en el Mundo Árabe. Las concesiones petrolíferas a empresas francesas, británicas y norteamericanas han favorecido una mayor simpatía hacia Rabat. La especial influencia que los gobiernos de Aznar lograron en Washington y Londres les permitió controlar la situación y frenar una deriva que iba en contra de nuestros intereses. La firmeza con la que se actuó en la Crisis de Perejil demostró al gobierno marroquí que el español estaba dispuesto a hacer uso de la fuerza si la agresión continuaba. La intervención de Powell, en favor de una vuelta al status quo ante, no daba la razón a España pero respaldaba su posición. Marruecos reconoció su debilidad y se contuvo.
España necesita que los estados del Magreb, y en general el conjunto del Mundo Árabe, se desarrollen y avancen en su complejo camino hacia la democracia, para poder dar expectativa de futuro a sus jóvenes. De otra forma el islamismo y la emigración se convertirán para nosotros en problemas endémicos. Para evitar estos problemas el último de los gobiernos Aznar colaboró con Estados Unidos y el resto de los aliados en la definición de la Iniciativa para el Gran Oriente Medio, el programa de transformación social, económico y político de esta gran región, que debe desarrollarse durante las próximas décadas. España asumía, una vez más, su compromiso de expandir los valores de la democracia liberal como mejor garantía de paz y de desarrollo. De nuevo, Francia y Alemania surgían como principales críticos, más dispuestos a mantener el status quo, a pesar de los gravísimos riesgos que ello implica.
El momento más significativo de la política exterior de Aznar fue la crisis de Irak. En primer lugar por lo que tuvo de coherencia. Aznar había respaldado a Clinton, cuando éste consideró el uso de la fuerza, y volvió a apoyar a Bush, cuando el nuevo Presidente decidió poner fin a esta crisis. El incumplimiento sistemático iraquí de las resoluciones del Consejo de Seguridad y el riesgo que ello suponía para la estabilidad de la región justificaban una acción de fuerza. El mantenimiento de la situación suponía la continuidad del programa petróleo por alimentos, origen de múltiples críticas y mecanismo de corrupción en manos de Sadam, así como una muestra de debilidad de las potencias occidentales que acabaría generando mayores problemas, al convencer a los dignatarios de este mundo de que es posible ignorar las sanciones del Consejo en materia tan delicada como la proliferación de armas de destrucción masiva. En segundo lugar porque permitió a España asumir el liderazgo europeo. Francia y Alemania decidieron utilizar la crisis de Irak para dar un giro a la política exterior tradicional del Viejo Continente, erosionar el vínculo transatlántico y buscar la formación de un nuevo eje, con Moscú y Pekín, para actuar como contrapoder de la hegemonía norteamericana. Fue entonces cuando España lideró la reacción, primero al frente de otros siete gobiernos y luego viendo cómo se sumaban diez más, rechazando la pretensión franco-alemana de hablar en nombre del conjunto de Europa y reivindicando la vigencia del vínculo transatlántico. Se podía o no estar de acuerdo con la posición norteamericana ante la crisis de Irak, pero eso no podía ser razón para erosionar una relación que está en la base de la prosperidad y estabilidad de Europa.
Tras ocho años de gobierno Aznar dejaba a España situada en el primer plano de la escena internacional, con una política basada en claros principios y valores, un comportamiento previsible y el respeto de la comunidad internacional.
La España débil de Zapatero
En gran medida la política de Aznar en sus años de gobierno se sustentaba en estar junto a los grandes, especialmente los Estados Unidos, como el mejor medio para ganar margen de maniobra, respeto y credibilidad. Creando dificultades con quienes han sido nuestros principales aliados, el actual gobierno socialista ha conseguido que la relevancia y el protagonismo de que gozaba España se disipen rápidamente, que nuestro país pierda posiciones y quede infravalorado respecto a sus capacidades y necesidades. Es como si Zapatero hubiera decidido que a España no le interesa jugar, no ya en primera división, sino en ninguna. La pérdida de peso se ha hecho sentir en todos los frentes de manera inmediata.
En primer lugar, en nuestro entorno más cercano, Europa. Situación tanto más sorprendente en cuanto que ha sido la continua referencia del nuevo Gobierno quien, deseoso de alejarse de los ejes de la actuación exterior de los gobiernos de José María Aznar, apostaba por la vuelta a Europa. Sin embargo, esa supuesta vuelta a un lugar al que pertenecemos por naturaleza, no se ha visto recompensada en nada, más bien todo lo contrario.
Para empezar, hay todo un rosario de signos que no por superficiales dejan de evidenciar la falta de apoyos serios al nuevo ejecutivo español. Por recordar algunos en orden cronológico: tras tres años de intensos esfuerzos españoles por hacer avanzar la agenda de la cooperación en materia antiterrorista, España no es ni informada ni invitada a participar en el lanzamiento de una nueva iniciativa antiterrorista lanzada el pasado 8 de junio por los países del Benelux, Alemania y Austria y cuyo fin era mejorar e intensificar el intercambio de datos e información; en su reunión con Silvio Berlusconi, Zapatero fue incapaz de defender su propuesta de que el tratado constitucional se firmara en Madrid y cedió ante Roma; con el Reino Unido no ha conseguido, a pesar de las muy optimistas declaraciones previas, reabrir las negociaciones sobre Gibraltar ni parar la visita de la princesa Ana para la conmemoración del tricentenario de su ocupación.
Pero, sobre todo, en cuestiones de sustancia. Muy particularmente la desastrosa negociación en la cumbre de la UE de 17 y 18 de junio sobre el texto de la Constitución Europea y en concreto, sobre el reparto de votos en los nuevos mecanismos de decisión. Con lo que el gobierno socialista aceptó en esos dos días, España pasó de ser uno de los grandes -como estaba reconocido por Niza- a ser uno de los pequeños, incapaz de impedir que nuestros intereses nacionales puedan llegar a ser puestos en entredicho por una coalición de los grandes. Por eso el actual acuerdo que Zapatero ha querido hacer pasar como un logro histórico ya fue rechazado en su día por el Presidente Aznar, quien, con buen criterio, no estaba dispuesto a que una Constitución, bajo la coartada de simplificar la normativa comunitaria, escondiese, de hecho, un nuevo reparto de poder claramente desfavorable para España. Con el sistema finalmente acordado de doble mayoría España encontrará enormes dificultades para hacer valer sus puntos de vista y poder frenar decisiones que la perjudiquen claramente. (ver al respecto documentos FAES nº 1) Y aún peor, España no sólo se ha hecho el harakiri sino que ha forzado a Polonia a aceptar igualmente su derrota. Si se ha sacado algo en claro de esa cumbre es precisamente eso, que España y Polonia han sido los dos grandes derrotados. Y todo porque el actual equipo socialista prefiere la debilidad a la firmeza, la subordinación al liderazgo, la dejadez a la acción.
En segundo lugar, en nuestro entorno estratégico más preocupante, el Norte de África y en particular Marruecos. El pacifismo ingenuo de Zapatero se fundamenta en tres ideas complementarias: un continuo complejo de culpa según el cual todos los males exteriores son responsabilidad nuestra, porque algo habremos hecho mal en algún momento; un derrotismo fatalista según el cual nada se puede hacer para mejorar la situación y si lo hubiera, en cualquier caso, nunca está en nuestras manos; y la permanente inclinación por el apaciguamiento que impone que el mejor curso de acción para difuminar las situaciones de crisis pasa siempre por dialogar con el enemigo, calmarle temporalmente con continuas concesiones y nunca enfrentarse a él directamente. Estos supuestos se han materializado en diversas actuaciones hacia el Magreb, pero la resultante no ha sido una mejora de las condiciones de seguridad de España frente a los riesgos y amenazas provenientes de esa región, incluido el terrorismo islámico, sino simplemente un abandono de las posiciones tradicionales españolas con el deseo de acercase a los planteamientos de Marruecos y contentar así a sus dirigentes. En suma, hacer depender las relaciones bilaterales de su buena voluntad.
El problema con Marruecos es doble. Por un lado, como hemos dicho, la política del gobierno socialista entiende que para mejorar las relaciones con el gobierno de Rabat la mejor opción es complacer a sus dirigentes y como buena prueba de voluntad abandonan la política española sobre el Sahara para pasar a defender veladamente las tesis marroquíes. Se rechaza subrepticiamente el Plan Baker II, se olvida la resolución 1495 de la ONU y, en la estela de los deseos galos, se intenta buscar una conferencia cuatripartita cuyos actores serían Marruecos, Argelia, Francia y España, relegando al Polisario y, sobre todo, rompiendo con lo aceptado por Naciones Unidas que asume que la solución pasa solamente por Marruecos y los saharauis y por nadie más.
Pero hay algo más: Marruecos, independientemente de lo que le ofrezca el nuevo gobierno español, ha visto aumentar su peso internacional de forma espectacular y acelerada de la mano de Washington. Así, el pasado 15 de junio se firmó el tratado constitutivo de una zona de libre comercio entre los Estados Unidos y el reino de Marruecos. Marruecos será el primer país africano, el segundo árabe (tras Jordania) y el sexto en todo el mundo en tener un acuerdo de este tipo con Norteamérica. Habida cuenta de la debilidad de los intercambios comerciales entre ambos países, dicho acuerdo sólo puede responder a una lógica política.
Además, el pasado 8 de junio Estados Unidos concedió a Marruecos el estatus de aliado preferencial. Esa categoría sólo ha sido concedida anteriormente a 12 países (Argentina, Australia, Bahrein, Corea del Sur, Jordania, Kuwait, Nueva Zelanda, Filipinas, Pakistán y Tailandia) y su concesión fue recibida por los marroquíes, en palabras del ministro de Comunicación, como un indicador del lugar que ocupa Maruecos, de su papel estratégico y una marca de consideración por las reformas (...) emprendidas por el rey Mohamed VI. Más allá del aumento de la cooperación militar y el acceso de Marruecos a sistemas de combate modernos y sofisticados, es evidente que el equilibrio al que jugaba Estados Unidos en la zona, por consideración siempre hacia su aliada España, se ha roto tras la irritación causada por la decisión de Zapatero de retirar las tropas españolas de Irak. No fue la UE, ni Francia ni Alemania quienes ayudaron diplomáticamente a España para intentar encontrar una salida negociada a la ocupación del islote Perejil. Fueron los Estados Unidos. La lectura que en Rabat pueda hacerse de este basculamiento americano sólo puede ir en detrimento de la situación de España.
En tercer lugar, España pierde puestos cara a nuestro aliado más importante, los Estados Unidos. A nadie puede caberle la más mínima duda de que las relaciones bilaterales España- Estados Unidos pasan por un mal momento, más dramático aún si cabe si pensamos que hasta hace apenas tres meses España era considerada en Washington una nación respetable y a la que tener en cuenta. La decisión de retirar unilateralmente las tropas españolas, sin posibilidad de negociar ni el ritmo ni su forma, en una coyuntura extremadamente delicada para las fuerzas de la coalición y poniendo en peligro la viabilidad de la Brigada multinacional Plus Ultra, no pudo caer bien a los dirigentes americanos. El mantenimiento de una retórica antiguerra y antiBush por parte de los miembros del gobierno socialista, tampoco. Más que buscar un acomodo relativo, el gobierno ha caído en todos los tópicos del antiamericanismo más rampante, incluso denunciando a Rumsfeld por unas palabras que nunca pronunció. El gélido clima bilateral tiene su máxima expresión en los 7 minutos que Zapatero logró de conversación con Bush durante la Cumbre de la OTAN en Estambul, cumbre a la que asistía con el objetivo declarado de reforzar la relación atlántica.
Es posible que el gobierno actual crea que puede permitirse un enfrentamiento con la Administración de George W. Bush porque piense que éste no va a ser reelegido y que el candidato demócrata, John F. Kerry, mantendrá una relación distinta con España. Pero se equivoca, pues si los demócratas llegaran a la Casa Blanca en el 2005 se enfrentarían a las mismas opciones estratégicas que Bush y sus soluciones no variarían en lo fundamental.
La falta de entendimiento con Norteamérica, en estos meses, está dejando progresivamente aislada a España. Se ha quedado prácticamente sola como bastión crítico de América en Irak y de George W. Bush, toda vez que franceses y alemanes dan señales de reconducir su relación con Washington y presentar un ángulo menos obstruccionista. Zapatero, por el contrario, sigue insistiendo en los males originarios de la guerra, a la que sigue tildando de injusta, ilegal y de resultados catastróficos, justo cuando sus compañeros de viaje europeos intentan olvidar esa polémica estéril, que a nada les ha conducido. Pero la izquierda española está instalado el mito del pecado original cometido por los americanos al apuntalar a Franco con los acuerdos de 1953 y siempre cae en la tentación de buscar nuevos enfrentamientos.
El antiamericanismo instintivo ha llevado a despreciar la propuesta estadounidense para el Amplio Oriente Medio y Norte de África, quizás el plan más ambicioso para la ribera sur del Mediterráneo y el Golfo y de indudable impacto en nuestros intereses nacionales, fingiendo, sin embargo, que Washington confiaba en nuestra diplomacia para mediar en Oriente Medio, posibilidad desmentida a través de una protesta verbal del propio Departamento de Estado. En fin, España no estuvo en Normandía en 1944 y las ocasiones para superar amigablemente las divergencias con los Estados Unidos no son tan frecuentes como con otros socios europeos. El agravante es que nosotros estamos más vivamente interesados que ellos en mantener una fructífera relación con quien más nos podría ayudar en la lucha antiterrorista. Recordando la pancarta de Bush asesino Zapatero lo va a tener muy difícil y no hay socio o aliado que le vaya a ayudar a salir del charco en el que él mismo se ha metido.
En cuarto lugar en nuestra zona natural de expansión, Iberoamérica. En esta zona España no sólo tiene un vínculo histórico y cultural. Las inversiones de nuestras empresas desarrolladas espectacularmente en los últimos 8 años han colocado a España en el puesto número dos, sólo tras los Estados Unidos en este terreno. La política de los gobiernos del Partido Popular se basaron en dos consideraciones básicas: la acción exterior del Estado tenía que orientarse a fortalecer la estabilidad institucional y jurídica en los países latinoamericanos defendiendo la democracia y la liberalización económica, y que esos valores e intereses serían mejor defendidos en estrecha colaboración con los Estados Unidos. Norteamérica no era un competidor sino un aliado estratégico para la región. El evidente distanciamiento de Washington ha generado una pérdida de autoridad cuyas consecuencias empezarán a sentir nuestras empresas con presencia en Latinoamérica, particularmente en los países con mayor déficit de seguridad institucional. Es más, las declaraciones del actual gobierno español de que una cosa son las inversiones empresariales y otra muy distinta la acción política del Estado, no hacen sino debilitar aún más la presencia privada en la región.
Debilidad, desinterés y retraimiento
España ha perdido gran parte del poder que había venido acumulando en los últimos años. Eso es ya grave de por sí porque las relaciones internacionales no suelen proteger a los débiles. Pero es todavía más grave el talante con el que el gobierno de Rodríguez Zapatero acepta jubilosamente esa pérdida de influencia y el pasar a segundo plano. Zapatero ha demostrado que se toma la política internacional con una mezcla de frivolidad, como cuando dijo sonriente que se había divertido mucho en la Cumbre de Bruselas viendo luchar a los socios de la UE por sus posiciones nacionales ¿qué se supone que él y ellos debían hacer?; desdén, ir a la Cumbre de la Alianza Atlántica para no escuchar a sus homólogos; y desinterés, anticipar su regreso de Estambul y perderse, así, las palabras del presidente afgano al que tanto se dice que se quiere ayudar. Tres rasgos que amenazan con dejar a España en manos de los designios de otros.
Para defender los intereses de España es necesario creer en ella. Si no se confía en la bondad de nuestro proyecto común, ¿qué más da que eso que se llama el Estado español gane o pierda poder? Es posible que el socialismo español aplique literalmente la teoría de la relatividad a la política y piense que el poder ni se crea ni se destruye, sino que sólo se trasforma cambiando de mano y que ha llegado el momento de que pase del Estado español a otras entidades, la Bruselas de la UE por arriba, las Barcelonas y Vitorias por abajo. Por eso una España más débil, segundona, retraída y pasiva no es un problema para Zapatero. Lo suyo es una España como Suiza, pero sin bancos ni dinero.