La nueva normalidad. En el decimoquinto año de la IV Guerra Mundial

por GEES, 9 de septiembre de 2016

 
 
La primera víctima de la guerra es la verdad, dice el clásico. Sin embargo, no es tan común que la mentira afecte a la propia condición de estar en guerra.
 
Eppur si muove. Pero, lo estamos.
 
 
 
Esta verdad, junto con demasiadas otras, ha sido hurtada a los niños nacidos el 11 de septiembre de 2001, hoy adolescentes. Este engaño es acaso una mayor desgracia que la guerra misma.
 
Dos meses después de los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, el profesor de la Universidad Johns Hopkins, Eliot Cohen llamó a este combate, declarado por el islamismo terrorista contra Occidente, la IV Guerra Mundial. Según él, la Guerra Fría había sido la III Guerra Mundial y con ella, la presente tenía muchas similitudes:
 
“…no todos los conflictos implican el movimiento de ejércitos de millones de hombres o las líneas convencionales de frentes sobre un mapa. La analogía con la Guerra Fría sugiere sin embargo algunas características fundamentales de este conflicto: que es, de hecho, global; que implicará una combinación de esfuerzos violentos y no violentos; que requerirá la movilización de los talentos, conocimiento y recursos, si acaso no vastos números de soldados; que puede durar largo tiempo; y que tiene raíces ideológicas”.
 
Es evidente que un judío americano, inspirador de neo-conservadores, está por definición descatalogado de la lista de personas que existen en el mundo de los medios de comunicación fanatizados por la ideología y de las cobardes cancillerías occidentales. Como a los antiguos profetas, hay que eliminarlo. Por ventura, el progresismo reinante es a veces misericordioso y este asesinato es meramente civil, una condena al silencio de lo que se separa de la línea oficial. Pero he aquí que la realidad tiene la virtud de rebelarse ante estas inquisiciones contemporáneas, de un modo que sería cruel de no ser tan justo.
 
“La France est en guerre”. Proclamaba elpresidente socialista de Francia, François Hollande, el 17 de noviembre de 2015 ante el Congreso, reunión de la asamblea y senado franceses. Es más difícil para el mundo oficial desatender a este portavoz. Sin embargo, basta con tomarlo demasiado en serio. Es más, él mismo no debe tomarlo demasiado en serio a la luz de lo actuado desde entonces.
 
¿Por qué este empeño en negar lo evidente? ¿Qué consecuencias ha tenido y está teniendo esta estrategia de la avestruz? ¿Qué podemos esperar del porvenir?
 
Días después de los ataques, la comentarista americana Ann Coulter, mujer de escasa timidez intelectual, expuso el plan a seguir en los términos más simples: “Matar a sus líderes, invadir sus países y convertirlos al cristianismo”.
 
Lo curioso es que un pensador más sutil, el mismísimo Samuel Huntington, había expresado hacía ya algunos años en su libro “El choque de las civilizaciones” lo que la periodista no hacía más que expresar en términos comprensibles para todos. A su vez, Huntington tenía una deuda intelectual inconfesada con el hoy centenario historiador británico Bernard Lewis, un experto en Islam y Oriente Medio, quien había escrito en el lejano año 1990 en la revista The Atlantic el ensayo seminal, nunca superado, acerca de lo que Ortega hubiera llamado el tema de nuestro tiempo: “The Roots of Muslim Rage”, las raíces de la rabia musulmana explicaba por a más b, cómo el declive y la deriva del Islam, su resentimiento frente a Occidente por todo ello, iban a llevar a ese “choque de civilizaciones” (la expresión era suya) sobre el que ahora peroraba Huntington y protestaba Coulter.
 
El caso es que cuando el Presidente Bush, que a la sazón era el encargado de poner sobre la mesa la reacción del mundo occidental ante la atrocidad de AlQaeda, se reunió con sus asesores para decidirla, tuvo la ventura de escuchar de sus bocas el relato elaborado por Lewis, Huntington y del más reciente en unirse al grupo, el crítico literario Norman Podhoretz, que añadía a los análisis anteriores el de que la audacia de Bin Laden respondía a la inacción frente a la violencia islámica por tantos años de condescendencia de diferentes presidentes americanos.
 
Y así fue como, los asesores de Bush, que, por extraño que pueda parecer habían leído todo eso, convirtieron al tejano que, según la convención no era muy adepto de “la cosa esa de la visión estratégica” en un halcón que formuló, en cuestión de días, por las fechas de los discursos en que la explicó, la llamada Doctrina Bush, su modo de hacer frente a la Guerra.
 
En resumen, era el siguiente. Que no se haría distinción entre los terroristas y los países que los cobijasen. Desde hacía siglos los terroristas acababan teniendo su fundamento en la acción de los estados, de ahí la secular lista del departamento de Estado americano acerca de los países patrocinadores del terrorismo. Así que era mera lógica vincular la suerte de los terroristas a quienes los apoyasen. En segundo lugar, por el temor de que quienes habían atentado con aviones de línea se hicieran precisamente con los poderes de destrucción masiva al alcance de los estados, armas nucleares, químicas o biológicas y ante la sorpresa que había resultado el atentado para la comunidad de inteligencia americana, había que atacar antes de ser atacados, ante el peligro de que el próximo ataque fuera de letalidad total. Y, por fin, que dado que la razón subyacente del terrorismo no era la miseria y la desesperación de la pobreza, como sigue siendo convención a pesar de la condición acaudalada de Bin Laden, sino la opresión de las tiranías de Oriente Medio sobre sus habitantes, había que abolir esos regímenes tiránicos que se habían convertido en los “pantanos” o caldos de cultivo del terrorismo.
 
Esta construcción intelectual, que se hizo en horas, gracias probablemente al depósito de esfuerzos de los autores citados y algunos otros, era tan asombrosa y vertiginosa como cierta. Su puesta en práctica, como ocurre siempre con la realidad, no resultó fácil.
 
El mayor inconveniente fue el rechazo de la comunidad intelectual mundial, constituida mayoritariamente por idiotas, pero atención, por idiotas profesionales. Es decir, que cobran por serlo. Era un aliciente poderoso para que siguieran siéndolo, y así ha sido. En último término su desorbitado reproche (el filósofo francés Jean Baudrillard se alegró de los atentados, Dario Fo disputaba su existencia, Gore Vidal se burlaba de la “danza de la guerra” de Bush,…) los convirtió en colaboracionistas de los terroristas y en el obstáculo esencial en Occidente a la victoria contra los que Bush llamó, herederos de las tiranías del siglo XX. Nada nuevo bajo el sol, puesto que si los terroristas islámicos eran herederos del nazismo y el comunismo, los intelectuales que se convirtieron en su respaldo eran legatarios de los colaboracionistas y los compañeros de viaje de antaño.
 
Sobre la base de su doctrina, Bush invadió Afganistán e Irak, que formaba parte junto con Irán y Corea del Norte de lo que se llamó entonces el Eje del Mal. Expresión que suscitó todos los sarcasmos.
 
Incluso cuando se vence una guerra no se ganan todas las batallas, pero esas dos se ganaron. Y no con facilidad. Sólo la ignorancia o el cinismo pueden afirmar hoy que cualquiera de esos dos lugares eran más desgraciados antes que después de la invasión, cosa que no descalificaría en cualquier caso las intervenciones, pues ¿acaso eran más felices los japoneses o los alemanes en 1945 que en 1939? La cuestión es que, tras grandes trabajos, las tiranías de Afganistán e Irak fueron sustituidas por democracias, de difícil viabilidad y problemáticas – siendo españoles preferiremos que tiren otros la primera piedra -pero democracias al fin y al cabo que habían dejado de amenazar al mundo occidental y a sus vecinos como era el caso antes.
 
Sin embargo, junto con Oriente Medio también cambió Occidente y el cansancio por estas batallas junto a su coste humano y económico, agotaron a las opiniones públicas, debido a la intensa inducción de intelectuales y estadistas clásicos. Aquellos que se habían convertido desde el primer minuto en la azorante quinta columna que hoy como ayer sigue siendo la mayor amenaza para el provenir de Occidente en esta lucha.
 
Y así fue como Obama, el peor presidente de los Estados Unidos del que se tiene noticia, decidió que abandonar el mundo a su suerte, ahora que las medidas de seguridad interior, que también puso Bush en pie habían dado sus frutos y Estados Unidos no temía tanto una intervención letal inminente, era una gran idea. Además, sobre el precedente de su secretario de Estado Kerry que había considerado al terrorismo como una nuisance, o molestia, Obama decretó que había que convivir con sus consecuencias que eran la “nueva normalidad” de Occidente. Este abandono propició la mutación de la AlQaeda de ayer en el Estado Islámico de hoy y de las tiranías o eje del mal del pasado en el del presente, constituido por Irán, Rusia y una miríada de países abandonados, fallidos se les llama, por la desaparición de lo que desde el final de la II Guerra Mundial se conoce como la Pax Americana, a saber, la garantía de que la paz y la seguridad mundial dependen en último término de la fortaleza y capacidad de intervención de los Estados Unidos. Es decir, se puso en cuestión lo que hizo de nuestra era una de relativa paz y prosperidad, incomparable con prácticamente cualquier época del pasado de la humanidad.
 
Entretanto Europa sufrió episodios ominosos, como los atentados de 2004 en España, tras los cuales, en la inmejorable expresión de Gabriel Albiac, España decidió morir, al alinearse una parte suficiente de la opinión pública, en un acceso de histerismo colectivo, con la tendencia colaboracionista mencionada.
 
Pero los episodios más ominosos estaban por venir, porque la rendición y la retirada no eran la respuesta adecuada para apaciguar a los terroristas sino un incentivo de los más poderosos. Los atentados no hacen más que aumentar y con ellos sus víctimas, en Europa y América, a manos del terrorismo islámico. Por otra parte, la no guerra de Obama en Siria, con sus 400.000 muertos y cinco millones de refugiados, con sus consecuencias de atentados y desestabilización de Europa y Oriente Medio, su legitimación de Irán, hace aparecer las intervenciones de Bush como picaduras de avispa en la faz del planeta.
 
En el año 2014, el estrafalario escritor francés Michel Houellebecq escribió una novela titulada “Sumisión”, es decir, Islam. Su argumento era simple. Una Francia decadente y sin principios, personificada en el protagonista del relato, acabaría aceptando una dócil sumisión al ascendente empuje islámico, identificado en la novela con un moderado presidente francés de confesión musulmana y rindiendo toda su identidad e historia, de manos de la cobardía y la desidia, en la ley islámica o sharía. Todo ello regado de ventajas económicas y comodidades para quienes primero reconocieran la superioridad de los nuevos amos.
 
La sugerente construcción literaria del último enfant terrible de las letras francesas, a pesar de su mediana edad es, indudablemente, una de las posibles conclusiones de esta IV Guerra Mundial. Por eso es imprescindible contar a esos adolescentes de hoy la verdadera historia de su desarrollo hasta hoy. Hay ciertamente otra posibilidad. La fortaleza de Occidente, convertida en su debilidad por exceso de confianza en lo que Obama ha llamado la ausencia de “enemigos existenciales” puede permitirle, si es capaz de recapacitar, en el vencedor de este conflicto.  Pero ese futuro no está escrito y sólo el reconocimiento de esa realidad incontrovertible, estamos en guerra, nos puede llevar a hacer el esfuerzo que es necesario para salir victoriosos.
 
La IV Guerra Mundial está ocurriendo hoy, en las calles de Alepo como en las de París o Bruselas. Occidente está en condiciones de ganarla, pero hace falta que se lo proponga. Este conflicto global de raíces ideológicas implicará una combinación de esfuerzos violentos y no violentos; requerirá la movilización de los talentos, conocimiento y recursos, si acaso no vastos números de soldados; y puede durar largo tiempo. Y, fundamentalmente, al tratarse de una guerra con raíces ideológicas requiere la derrota absoluta de los colaboracionistas y compañeros de viaje que habitan entre nosotros. Que así sea.