Las elecciones del 28A y sus consecuencias

por Rafael L. Bardají, 5 de marzo de 2019

En el verano de 2016, Michael Anton publicó un presciente artículo bajo el título de “Las elecciones del vuelo 93”. Recordemos que el vuelo 93 de United Airlines fue uno de los cuatro aviones secuestrados por Al Qaeda el 11 de septiembre de 2001 y que gracias a la rebelión de sus pasajeros acabó estrellándose en un campo y no contra el Capitolio, como los terroristas de Bin Laden habían originalmente planeado.  Para Anton, la elección presidencial de 2016, entre Hillary Clinton y Trump presentaba revivir los dramáticos momentos de aquel secuestro: o los americanos se rebelaban contra Hillary y todo lo que representaba, o estaban muertos. Sólo con Trump podía haber una posibilidad de escape.

Traigo a colación esta pequeña historia porque tengo la impresión de que las próximas elecciones del 28 de abril podrían interpretarse de la misma manera: o los españoles de bien nos rebelamos contra un sistema tramposo, que prima a los enemigos de España y a sus palmeros, o acabaremos muertos.  El 28A no son unas elecciones cualquiera, España se juega qué a va a ser –o dejar de ser- en el futuro inmediato.

La izquierda ha sucumbido a un proyecto anti-español, totalitario y antidemocrático, de la mano de un gobernante, como Pedro Sánchez, aupado al poder pero no elegido en las urnas, al que no le causa problema moral alguno poner el Estado a su servicio personal; al que no le supone ningún dilema llegar y mantenerse en el poder con los separatistas que quieren destrozar nuestra España ni con los totalitarios de todo pelaje que se esconden en Podemos. Y no le impacta nada porque él mismo es un amoral, cuyo único proyecto colectivo es comprar votos con el dinero que extrae de los contribuyentes, adoctrinar con ideologías liberticidas,  imponer las reivindicaciones de los grupos y colectivos amamantados por la izquierda sobre los derechos de los individuos, manipular la Historia hasta hacerla coincidir con sus puntos de vista, diluir a España en Europa y, en última instancia, disolver todo lo español en un magma multicultural gracias al influjo de la inmigración universal. De la izquierda sabemos bien qué se puede esperar.

Enfrente, lo que parece que cunde es el miedo. A la amalgama de PSOE y Podemos se opone un partido tradicional, el PP, una fuerza de “la nueva política”, como se definía Ciudadanos y un movimiento emergente condensado institucionalmente en Vox. De lo que se deduce de las encuestas que van siendo aireadas, ni PP ni C’s parecen estar a la altura de las expectativas y sólo Vox saborearía las mieles del éxito, al entrar por primera vez en el Congreso de Diputados y el Senado. Más dulce la victoria con cuanta mayor representación consiga, lógicamente. Y es aquí donde los otros parecen revolverse. Vuelve el discurso del miedo, esta vez no al dóberman, sino bajo la fórmula de la eficacia y utilidad del voto depositado. No hay día en que algún supuesto experto electoralista, en plan eco de los estrategas del PP, no salga con sus tablas sobre la inutilidad de votar a Vox en aquellas circunscripciones, particularmente de cara al Senado, donde el partido de Abascal tendría difícil obtener representación, supuestamente mermando la capacidad del PP para sacar una mayoría. Lo que nadie dice es lo opuesto, que el PP se abstenga de participar allí donde las encuestas den una clara ventaja a Vox sobre el PP, por ejemplo. Por lo que esta lógica “aplastante”, me parece en realidad bastante pobre y muy interesada.

Hoy por hoy –y a tenor de los sucesivos y grandes patinazos de las encuestas- nadie puede decir con rotundidad cuál va a ser el resultado real el día de las urnas. Yo soy de los que creo puede haber más sorpresas de las que hoy escuchamos. Por lo tanto, pedir el mayor sacrificio que se puede hacer a un partido, que no se presente, sobre meras especulaciones, no es muy sensato. Y, desde luego, injusto y hasta poco democrático.

Por otro lado, quienes argumentan a favor de que Vox se abstenga de medirse en determinadas urnas, está equiparando a PP con Vox, porque no hablan de que C’s haga lo mismo. Lo cual es un gran error. El PP está construido sobre un proyecto liberal-conservador clásico, centrado en lo económico, en la creencia de la tolerancia como bien universal y en la organización territorial salida del régimen del 78. El PP es un partido que se puede definir perfectamente en la rivalidad izquierda-derecha clásica. Pro libre mercado, pro libre comercio, pro EU, pro valores liberales de naturaleza universal. Sin embargo Vox representa otro eje que no pasa esencialmente por los aspectos económicos, sino por los culturales e identitarios. Puede que los dirigentes del PP hablen de España (aunque nunca del pueblo español), pero sus palabras caen en descrédito en el momento que halaban la gestión de sus barones territoriales, como es el caso de Núñez Feijó en Galicia, región donde el PP se ha sumado alegremente a la política de discriminación lingüística a favor de un supuesto galleguismo superior al españolismo.

El 28A no está en juego un cambio de gobierno ni siquiera un recambio de visión política. Lo que nos jugamos los españoles es un proyecto de desintegración fulminante de España, un proyecto de una España lánguida, sometida a las autonomías o, alternativamente, un grito y rechazo a todo esto y la recuperación de la España soberana y orgullosa que queremos. Con toros, caza, flamenco; con playas y alta tecnología; con productos hechos en España para los españoles; y con españoles que no hayan sido enviados a la cola frente a los inmigrantes ilegales que vienen a aprovecharse de las ayudas sociales; con hombres, mujeres, ancianos y niños iguales ante la ley.

Es curioso que casi todos pidan ahora que la única opción que ha defendido a España en estos años de tribulaciones –Vox, no el PP- se haga el harakiri y ceda su puesto y sus votos a quienes no han hecho sino causar los problemas que nos aquejan. ¿No sería más lógico y mejor lo contrario?