Las memorias de George Bush

por Rafael L. Bardají, 1 de marzo de 1999

(Del libro A World Transformed. George Bush y Brent Scowcroft. New York, Alfred A. Knopf 1998. 576 pp. $30.00. Publicado en la Revista de Libros nº 27)
 
Las comunicaciones modernas, la televisión y la revolución en los transportes han hecho de la política una actividad frenética. Presos del frenesí público y faltos de tiempo, la mayoría de los diarios de los personajes públicos se reducen a unas breves notas y superficialidades donde se dan cuenta de una sucesión de actos, encuentros y viajes y donde no se profundiza más allá de las primeras impresiones.
 
Las memorias del presidente Bush (en la Casa Blanca desde 1989 a 1993) no se escapan, por desgracia, a esta tendencia, aunque, aparentemente, los autores lo intentan. Y lo intentan mediante dos ingenios de estilo que vuelven verdaderamente interesante el libro. El primero, la voluntad de acotar temáticamente la acción presidencial. Aunque el libro sigue una evolución cronológica, Bush y Scowcroft dejan fuera todos los asuntos domésticos y, además, se concentran exclusivamente en cuatro temas de la política internacional: la crisis y desaparición de la URSS; las relaciones con China tras Tiananmen; la reunificación alemana; y la guerra del Golfo. Esos son los grandes temas que se tratan en la obra y, por tanto, no sólo suponen una cierta ordenación de lo que se cuenta sino que también significa acotar el período de la narración, pues las memorias concluyen en diciembre de 1991, con la desaparición de la URSS, sin adentrarse en 1992, donde la acción exterior norteamericana se encontró con espinosos  problemas, como la guerra en Bosnia y la fallida intervención en Somalia.
 
El segundo instrumento utilizado para escaparse de una mera descripción superficial de los hechos es la propia forma narrativa de la obra. No vamos a encontrar un único texto, sino que el libro cuenta con tres voces: dos subjetivas, la del presidente Bush y la de su asesor para temas de seguridad, Brent Scowcroft, más una tercera, objetiva, donde se transcribe información de apoyo, de “background”, entresacada de notas informativas internas de la Casa Blanca. Una licencia de forma, sugestiva e innovadora, que hace que el libro se lea con agilidad. La mayor parte de lo escrito por Bush refleja el diario que llevó durante su presidencia, debidamente editado en el estilo, pero apenas modificado en el tiempo. Son impresiones directas y sentimientos que reflejan las preocupaciones del presidente. Los apartados escritos por Scowcroft  más analíticos y generalistas, sirven de contrapunto y complemento a los recuerdos de su jefe, cada uno con una personalidad bien distinta pero en una perfecta simbiosis. Las notas de situación resultan, sin embargo, bastante pobres y apenas aportan datos de interés ni sobre los acontecimientos mismamente dichos (por otra parte bien estudiados por expertos), ni sobre el proceso de toma de decisiones en la Casa Blanca y su entorno, algo que cabría esperar.
 
Que los autores consigan su propósito es, no obstante, dudoso. Posiblemente por el gusto y la creencia de George Bush en lo que él denomina la “diplomacia personal”. A pesar de presentarse como un realista, Bush representaba más bien al líder pragmático y que creía en el entendimiento personal como un buen medio para allanar problemas.  Desoyendo la advertencia de Kissinger (“ningún dirigente de un país va a cambiar su política porque le guste más o menos otro dirigente”), Bush demostrará a lo largo de las páginas del libro el empeño que puso en relacionarse con el resto de los líderes del mundo, a través de constantes llamadas telefónicas, encuentros, visitas e invitaciones personales a su finca de retiro en Maine. Llama la atención el convencimiento del propio Bush sobre la importancia que tuvo el fin de semana que pasó con François Miterrand en su casa de Kennebunkport, para conseguir el apoyo del presidente francés  en temas tan importantes como la reunificación alemana o la guerra del Golfo.
 
En ese sentido, la narración de Bush se deja llevar en numerosas ocasiones por impresiones más o menos certeras y la acumulación de contactos. La visión más penetrante de Scowcroft palia en alguna medida esta lacra y da profundidad a la agenda presidencial.
 
Por otro lado, el carácter moderado de Bush, unido a la enormidad de los cambios que se sucedieron en estos años, la sorpresa  ante los mismos y el grado de incertidumbre sobre sus implicaciones, llevaron a una política reactiva por parte de Washington que prima más en estas memorias las apreciaciones que los análisis. De hecho, en la única parte de la obra donde se nota una dirección y visión político-estratégica es en los capítulos dedicados a la guerra del Golfo, que aunque sólo son 3, ocupan el grueso de las páginas del libro.
 
En esa medida, el título del libro refleja a la perfección las limitaciones de la política de George Bush: “Un mundo transformado”. Un mundo y un momento, como él mismo reconoce al hablar de Alemania y Rusia, donde los Estados Unidos ni lideran ni dan forma a los cambios, sino que son otros los motores de la Historia, léase Gorbachev, Kohl o Yeltsin. Moderación y apego a las personas explican la cándida descripción que se hace en el libro del general Jaruzeslki y la lección de pragmatismo que intenta dar a los dirigentes del sindicato Solidaridad durante su visita a Praga. Algo que también sirve para explicar el apoyo casi incondicional a Gorbachev incluso cuando resultaba clara su defenestración y el colapso de la URSS tras el intento de golpe de agosto del 91. La última conversación entre Bush y Gorbachev refleja no sólo la preocupación personal por el futuro de éste último, algo explícito en sus palabras, sino también el fracaso de la visión de un nuevo orden mundial basado en la entente cordial de los EE.UU. y la URSS, la única concepción global, dicho sea de paso, esgrimida por el presidente Bush mientras estuvo en la casa Blanca.
 
De hecho, quizá el gran valor de estas memorias sea que no intentan reescribir demasiado la Historia, ni enmascarar de manera evidente los errores cometidos, posiblemente porque los autores están convencidos de que, con la información del momento, no era posible otra cosa. Curiosamente cuando Bush reconoce críticamente que no sabían nada del golpe contra Gorbachev, se justifica afirmando que Gorbachev tampoco sabía nada y se reafirma en su tesis con una frase en el mismo sentido de Mitterrand.
 
Hasta cierto punto no cabría esperar otra cosa. Bush y su equipo vivieron el final de la guerra fría y el desmantelamiento del poder soviético, primero en Centroeuropa y después en la propia URSS, un acontecimiento que cogió a todos por sorpresa, en la forma y en el momento. Baste recordar que la misma noche que caía a pedazos el muro de Berlín, la llamada comunidad estratégica, analistas y expertos, se reunían en Aspen, Colorado, en un seminario titulado “La Guerra Fría, los próximos 20 años”. Los hombres y mujeres de la Casa Blanca procedían de los mismos círculos intelectuales y bastante hicieron para desembarazarse de tópicos e ideas firmemente enraizados en las prácticas de la confrontación Este-Oeste.  Es más, como se pone de relieve en esta obra, pocos líderes supieron estar a la altura de las circunstancias. Sólo hay que leer los pasajes donde Margaret Thatcher y Mitterrand tratan de influir en Bush  a fin de evitar su apoyo a la reunificación alemana.
 
El hecho es que, viniendo de la guerra fría, y siendo testigo de la transformación de la Unión Soviética, que pasará de ser un enemigo mortal a un aliado, incluso contra Irak en la guerra del Golfo, Bush se convencerá de que es posible la construcción de un nuevo orden mundial. Un orden inspirado en los principios democráticos y la resolución pacífica de los conflictos, un orden garantizado por la tutela activa de los dos supergrandes.
 
Ese esquema debió fraguarse en la mente de Bush durante la cumbre que sostuvo con Gorbachev en Malta en diciembre de 1989, donde se sentaron las bases del entendimiento acerca del futuro de Alemania y de Europa Central, pero sólo cobrará vida propia con motivo de la Guerra del Golfo, donde la cooperación entre Washington y Moscú hizo posible el espectacular, aunque efímero, revivir de las Naciones Unidas (hay que decir, aunque sea entre paréntesis, que la cumbre de Malta presagiaba ya el ocaso de las superpotencias, aunque solo fuera por su desconocimiento de la meteorología del Mediterráneo en esa época: una galerna imposibilitó que Gorbachev abandonara su buque a la vez que cortaba las comunicaciones con tierra del presidente Bush . La naturaleza se imponía a los deseos políticos de ambos líderes).
 
Efectivamente, donde se acaricia ese sueño de nuevo orden mundial con más fuerza es en la operación diplomática y militar contra Irak por su invasión de Kuwait, una flagrante violación del derecho internacional. Pocas novedades hay en las 200 páginas destinadas a recorrer los meses que se sucedieron tras la invasión del 2 de agosto hasta la operación Desert Storm y el final de la guerra. Bush demuestra su talante trabajador y refleja bien los esfuerzos que puso para formar la coalición internacional y mantenerla unida durante la crisis. Igualmente se entretiene en explicar la dificultad que tuvo para contener una reacción armada de Israel después de que este país sufriera los ataques de los Scuds iraquíes. Pero donde más se detiene es en dejar al descubierto a los expertos, congresistas y senadores que le criticaron (hasta el punto de que uno de ellos llegó a firmar la petición de empeachement) y que abogaban por el desentendimiento americano.  Bush se siente orgulloso, no cabe duda, de haber entendido lo que estaba en juego con Saddam, mucho más que puestos de trabajo o petróleo. La transformación de una acción encaminada a restituir el orden legítimamente establecido en Kuwait en una cruzada moral contra un líder villano queda bien expuesta en las memorias, como también quedan expuestas las tribulaciones morales sobre el riesgo al que exponía a sus soldados.
 
Respecto a la parte sobre la guerra del Golfo, únicamente destacar una novedad: la negativa tajante y explícita del presidente Bush a autorizar el uso de armas nucleares tácticas contra Irak incluso si Saddam atacaba con armas de destrucción masiva (químicas o bacteriológicas). Es un dato importante ya que pone de relieve la resistencia psicológica por parte de los responsables políticos a cruzar el umbral nuclear y augura definitivamente la quiebra de la disuasión. El no de Bush es tajante y con él, la amenaza de uso del arma atómica se vuelve cada vez menos creíble.. Y resulta aún más relevante hoy, en un ambiente social post-nuclear, porque vuelven a surgir propuestas, como las del ministro de exteriores alemán, para que la Alianza Atlántica adopte la política de no first use del arma nuclear. El papel del armamento nuclear no es un tema cerrado en el mundo que salga de esta fase de la post-guerra fría.
 
El sueño de un nuevo orden mundial se evaporará, en cualquier caso,  tras la campaña contra Irak. Por dos razones básicas: primero, porque sus dos actores entrarán en una fase de creciente distanciamiento ya anunciada por las constantes maniobras de la diplomacia soviética orientada a evitar una derrota flagrante de Saddam, y porque con la caída de Gorbachev y el posterior colapso de la propia URSS,  el nuevo orden mundial, en teoría, se quedaba solamente con un único líder disfrutando de una estelar unipolaridad. Ni Bush confiaba tanto en Yeltsin, ni Rusia heredaba automáticamente el puesto de la URSS tras la ruptura de ésta como para estar a la altura de los EE.UU.
 
La segunda razón que hará añicos ese nuevo orden mundial deseado por Bush será la aplicación limitada y parcial que se hará de los principios que en teoría lo inspiraban, libertad, democracia, concordia... Los kurdos en el norte y los shiís en el sur de Irak serán de los primeros en saberlo, sintiéndose abandonados en sus aspiraciones en aras del principio de realismo de Washington, donde finalmente se preferirá un Saddam débil militarmente pero con el poder necesario para mantener unido a su país a un Irak desmembrado, a merced de Irán y con implicaciones negativas sobre Turquía.
 
Pero también lo sabrán los yugoeslavos, a los que no se les dedica ni una página de estas memorias tan selectivas, y que ya en 1991 se encaminaban derechos a los enfrentamientos trágicos de sus guerras civiles. Que el libro acabe en diciembre del 91, con la llamada de despedida de Gorbachev, no puede ser casual. Los acontecimientos del 92 no fueron insignificantes para la paz y la estabilidad en el mundo, todo lo contrario, pero sí puede decirse de ellos que son ya parte de otra fase, una fase de confusión y desorden, más allá de ese bucle histórico que comenzó a finales del 89 y que en tan sólo dos años acabó con el enfrentamiento y las coordenadas Este-Oeste.
 
Resulta curioso leer la discusión de Bush con sus asesores con motivo de la ruptura de la URSS. Sólo su ministro de Defensa, Dick Cheney era partidario de la disgregación, pues al riesgo de la proliferación de Estados antepone el diferencial de la fuerza de los EE.UU ante cada uno de ellos, muy disminuídos respecto a la URSS.
 
En cualquier caso, estas memorias reflejan con fidelidad las grandes victorias tácticas del presidente Bush y no ocultan los fracasos estratégicos: Apostó en Moscú por un caballo perdedor al que no quiso abandonar; recuperó Kuwait pero dejó bien instalado a Saddam; quiso acercarse a China pero no pudo, aunque, eso sí, se sumó al proyecto Kohl para reunificar Alemania. Quiso dejar en herencia un nuevo orden que no había forma de sostener.
 
Y a pesar de todo, sus acciones, decisiones, y sus memorias, le colocan como un presidente certero y prudente. A Bush le faltaba el carisma de Ronald Reagan o el fervor ideológico de una Margaret Thatcher, pero, por fortuna, también le faltó la excentricidad  y la frivolidad de las que hace gala su sucesor Bill Clinton. Sus recuerdos pueden que no sean tan apasionados como los que reinan hoy en el despacho oval, pero subrayan la talla de un presidente que vivió desde una posición privilegiada la transformación de un orden mundial caduco y que intentó dejar como herencia los cimientos de uno nuevo.