Nacionalismo; opresión y agresión lingüística

por Óscar Elía Mañú, 31 de diciembre de 2007

(Del libro ¿Libertad o coacción? Políticas lingüísticas y nacionalismos en España, Xavier Pericay (coord). Fundación para el análisis y los estudios sociales, Madrid 2007)

El nacionalismo concibe la lengua de dos maneras. En primer lugar, como expresión y corazón de la nación -catalana, vasca, gallega-. En segundo lugar, como instrumento para su construcción. Visión esquizofrénica (¿cómo una lengua puede ser expresión de un pueblo si éste pueblo no lo habla?, ¿porqué imponerle su uso si tan propio le es?) que en la España del siglo XXI estalla entre los ciudadanos, sometiéndolos y convirtiéndolos en súbditos y esclavos de la ideología nacionalista, totalitaria respecto al interior y agresora respecto al exterior. El libro, coordinado por Xavier Pericay y editado por FAES aborda los fundamentos mismos de la enfermiza relación entre nacionalismo y política lingüística.
 
Relación enfermiza basada en dos conceptos. En primer lugar el de lengua propia; propia ¿de quién, si la sociedad no la habla?, ¿por qué el eusquera es lengua propia si sólo el 30% de la población dice que puede hablarla, pero no lo hace? Afirma Pericay; “la idea de propiedad asociada a un ente colectivo remite a la existencia de unos supuestos derechos históricos y es, por consiguiente, predemocrática” (p.16). Y en la medida en que se impone a una sociedad que demuestra pasar de ella, antidemocrática y totalitaria, añadimos nosotros; en Euskadi, Cataluña o Galicia, un pasado mítico e imaginario se impone como una losa a los ciudadanos del siglo XXI, de Internet y de la globalización.
 
En segundo lugar, el concepto de normalización lingüística; ¿normalizar respecto a qué? haciendo apología de lo irracional -como en los años treinta en centroeuropa- nacionalistas de todo tipo llaman a romper la normalidad social -castellana, española- en nombre precisamente de la normalidad; ¿locura? Quizá, afirma el nacionalista, pero da igual. Por encima de la razón está la nación; lo normal es en realidad anormal, y lo anormal debe ser lo normal. Esta normalización anormal o anormalidad normalizada, escribe Pericay en una magnífica introducción, se basa en dos ideas preconcebidas de la izquierda y el nacionalismo. En primer lugar, el fantasma del franquismo, considerado origen y causa de todos los males que el nacionalismo detecta en su lengua. El caso más claro es el del eusquera: En retroceso desde hace siglos, arrinconado por un pueblo vasco que hace cientos de años prefirió el castellano, la lengua vasca encuentra para los nacionalistas todos sus problemas en la dictadura de Franco.
 
En segundo lugar, afirma Pericay, el espejismo de la igualdad, obsesión de la izquierda que afecta desde a la enseñanza hasta a la equiparación de lenguas; concibiendo una de ellas como desigual respecto a otras, la discriminación positiva cae implacablemente sobre el ciudadano en forma de favores laborales. Ambos fenómenos, el fantasma del franquismo y el espejismo de la igualdad se dan cita, de una manera u otra, en las comunidades autónomas donde los ciudadanos hablan más de un idioma. Caso de Galicia, País Vasco, Navarra, Cataluña, Baleares y Cataluña.
 
Pericay proporciona, en su análisis sobre Cataluña, una certeza indubitable; respecto a la política lingüística, el nacionalismo catalán se ha convertido en un franquismo con barretina: “si antes el castellano era la lengua del poder, la llamada lengua A en sociolingüística, y el catalán una lengua básicamente popular, ahora la situación es la inversa” (p.57). A los ojos del imparcial, la situación es evidente; hoy el catalán es, de la mano del PSOE, de Convergencia Democrática de Cataluña, de Unión Democrática de Cataluña y del nacionalsocialismo de ERC, un instrumento de opresión popular. Instrumento que va contra los derechos humanos tanto como persigue y destruye obsesivamente, el patrimonio cultural catalán.
 
El caso catalán es indignante; el vasco, terrorífico. Aquí, a la política de limpieza cultural y lingüística se suma la limpieza ideológica y racial que ETA, ante la impávida presencia de PNV y EA, realiza desde hace décadas. En Euskadi, el eusquera es, desde hace siglos, una lengua minoritaria; la llegada de los nacionalistas al poder lo está imponiendo a sangre y fuego. Santiago González muestra las dos caras; una lengua usada ínfimamente por los vascos, pero impuesta masivamente por la administración. Esquizofrenia política propia de los regímenes prerrevolucionarios, aderezada con el tiro en la nuca, el coche bomba y el cóctel molotov.
 
Junto a la opresión nacionalista catalana y el salvajismo de la limpieza cultural, lingüística y humana vasca, la utilización de la lengua como ariete imperial destaca en el caso de Baleares y Navarra. Aurelio Arteta muestra en “Navarra, un ejemplo… a medias”, el drama de la actitud liberal y constitucionalista ante el eusquera. Arteta no se engaña, como corresponde a quien conoce bien de lo que habla; el eusquera es una lengua politizada desde el mismo momento en que se concibió como corazón e instrumento de una nación. Ni PSOE ni UPN parecen haberse dado cuenta; el eusquera es el símbolo de la nación vasca, y la política proeusquera de ambos partidos construye, de hecho EuskalHerria como lo hacen NaBai o la propia ETA.
 
Arteta destaca las luces y las sombras de la política del Gobierno navarro; la correcta interpretación de que se trata de un derecho individual, una racional zonificación, una equitativa ley del vascuence. Pero al mismo tiempo, el texto de Arteta muestra como las debilidades constitucionalistas son aprovechadas, cada día, cada minuto, por el imperialismo vasco; en treinta años de presión cultural, esto ya ha dado sus frutos, en el prestigio de lo vasco, en la falsificación toponímica, en unas encuestas viciadas en su planteamiento y en la respuesta ciudadana. A estas encuestas, dedica, por cierto, Amando de Miguel un completo análisis, del que se desprende el hecho de que el nacionalismo usa las encuestas como instrumento para el adoctrinamiento cultural-ideológico.
 
También como instrumento al servicio de la agresión nacionalista, la enseñanza y el fomento del catalán en Baleares se enfrenta a parecidos problemas. En las Islas, Para Eduardo Jordá, se está produciendo una poco disimulada apología del catalán y, vía normalización lingüística, una agresión al castellano. Como en el caso de Navarra, una recta intención, una búsqueda de racionalizar y no nacionalizar el problema (con la excepción de gobiernos de progreso en manos catalanistas), se une peligrosamente con la agresión cultural del pancatalanismo. Y es que el drama español se observa con claridad en Baleares y Navarra; la dificultad constitucional-pluralista de proponer una política lingüística que se base en los derechos de las personas, y no en los de las lenguas o las naciones. En ambas comunidades, valerosas personas se oponen cada día a la anexión cultural; en ambas comunidades ésta avanza a pasos agigantados. 
 
Visión dramática que no comparten ni Agustí Pérez Folqués (“para conseguir que el uso del valenciano sea habitual, o normal, se necesita muchas veces que se activen políticas de discriminación positiva por parte de los poderes públicos”, p. 109) ni Xosé María Dobarro, para quien “en Galicia no hay conflicto lingüístico de ningún tipo, salvo casos puntuales y excepcionales, pero lo que no se puede negar es que los gallego-hablantes tengan más dificultades para desarrollar su vida cotidiana que los castellanohablantes (p.217). En conclusión, se lamenta el autor, “la cruda realidad nos dice que en la inmensa mayoría de los centros de primaria y de secundaria la enseñanza se imparte en español” (231).
 
Los dos textos, el de Pérez Folqués (“Valencia; un modelo de enseñanza en bilingüe” y el de Dobarro “Galicia; una normalización incompleta”), agradarán a quienes temen que FAES se convierta en referente del neoconservadurismo español, y apuestan por una Fundación “moderada”. Por el contrario indignarán a quienes llevan años denunciando que el Partido Popular lleva una política de desespañolización cultural de manera tan implacable como el PNV, BNG o CIU, con la diferencia de hacerlo legitimados por el voto liberal-conservador español.
 
En cualquier caso, las felicitaciones de ambos autores acerca de la política lingüística destacan frente a las advertencias de Santiago González, De Miguel, Arteta o el propio Pericay. Si las propuestas de éstos últimos, más allá de los casos concretos que analizan, tienen validez nacional, el conflicto es evidente con lo  expuesto por los dos autores anteriores.
 
Acabamos, en era electoral, cuando todo aún no está perdido en ningún rincón de España, con las palabras con las que Pericay termina el libro: “los nacionalismos no cejarán nunca en el empeño de arrinconar el castellano. Una vez superados, por obsoletos, otros hechos diferenciales como la raza o la religión, la lengua se ha convertido en su único estandarte. Sin lengua no hay identidad, aseguran. Y sin identidad los que pueden acabar sobrando son ellos mismos. De ahí que no quepa esperar cambio alguno en sus políticas lingüísticas; al contrario, el fracaso cada vez más visible en la calle les llevará a forzar al máximo su apuesta por el monolingüismo en cuanto depende de la administración. Y de ahí que los ciudadanos, que lo son del Estado, requieran de éste sus servicios. Para seguir siendo, en lo posible, ciudadanos”
 
Así, si los nacionalistas han creado naciones inexistentes a partir de la nada sólo con voluntad y empeño, no hay motivo para que después de marzo se inicie el camino de devolver la lengua a los ciudadanos. Ésa es la opción del liberalismo en política lingüística.


 

 
 
Oscar Elía Mañú es Analista  del GEES en el Área de Pensamiento Político.