Nazismo: lecciones para las democracias de hoy
por Óscar Elía Mañú, 11 de abril de 2016
Versión escrita de las palabras pronunciadas en las jornadas "El fenómeno del nazismo"
de la Escuela de Liderazgo Universitario de la UFV el 9 de abril de 2016
Hay una gran paradoja, más bien un gran misterio, en el fenómeno nacionalsocialista. Por un lado, la irrupción del NSDAP en el sistema político de la República de Weimar, su fortalecimiento y su llegada al poder se inscriben dentro de la normalidad con la que una democracia se corrompe hasta morir. Con los partidos tradicionales impotentes para formar gobierno, con los problemas económicos, el auge y triunfo del nacionalsocialismo llegó a no sorprender ni a unos ni a otros. Y no sin razón: la promesa de acabar con la triste imagen de la política partidista, con la desunión nacional y con la humillación externa tenía pocos detractores, y muy pocos de éstos eran capaces de cerrar el paso a una unanimidad nacional, por activa, por pasiva o por indiferente. Así que el nombramiento y fortalecimiento de Hitler se produjo de manera normalizada, casi rutinaria y según la legalidad constitucional de Weimar.
Pero al mismo tiempo, a ningún atento observador se le escapaba la naturaleza esencialmente malvada, demoníaca o patológica, del proyecto hitleriano. La violencia verbal y física en las calles, las maneras histéricas del líder, la ingenuidad y el cinismo de los discursos y la propaganda escondían poco. Pese a todo, toda una sociedad se dejó conducir en los siguientes años -rendida, fatalista o entusiasta- por el tobogán de la locura histórica, hasta llegar a la destrucción de la propia nación. Pocos en la decadente República de Weimer, cuando aún era posible evitarlo, pensaron que lo impensable podría llegar a suceder: y precisamente por eso sucedió.
Parecido análisis puede realizarse de su vertiente exterior. Las democracias occidentales percibieron la diplomacia nacionalsocialista como algo natural a las relaciones europeas. Tampoco sin razón. No pocas de las reclamaciones hitlerianas tenían sentido en el sistema europeo: las humillantes clausulas económicas, militares y territoriales del Tratado de Versalles hacían prever la hostilidad de cualquier gobierno alemán futuro. Y la desaparición del Imperio Austrohúngaro, al este, había dado lugar a Estados todavía débiles, aprisionados entre la alborotadora Alemania y el gigante ruso, ahora soviético, que hacían prever nuevos pero conocidos capítulos en la centenaria rivalidad entre grandes potencias europeas.
Pero al mismo tiempo, estas circunstancias lógicas y hasta aceptables en el concierto europeo –un Estado agraviado en el presente es un estado demandante en el futuro- no escondían la naturaleza imperial, incluso de dominación y de sojuzgamiento racial, que el proyecto hitleriano manifestaba. Ninguna nación supo prever que sin una oposición rotunda desde el principio a este proyecto, la Alemania de Hitler convertiría Europa en un infierno y reduciría parte de ella a cenizas. Las democracias occidentales nunca pensaron que lo impensable podía suceder. Y precisamente por eso sucedió.
La primera enseñanza se desprende así con facilidad: ni en relaciones internacionales ni en política interior la paz o la democracia están garantizadas. Las democracias son regímenes débiles, que mueren desde el interior tan pronto como no saben detectar y eliminar a sus enemigos populistas internos. La paz internacional, incluso la menos injusta, es siempre inestable: muere fácilmente tan pronto un Estado agresivo en el exterior no es disuadido de matarla.
Ni Alemania ni Europa ardieron de repente. Durante un intervalo del tiempo el poder absoluto de Hitler en Berlín se afianzó sobre éxitos exteriores. Los dos grandes desafíos, la remilitarización de Renania en 1936, y la anexión de Austria en 1938 fueron posibles por la paralización de las democracias del oeste, que no veían más que una reclamación donde lo que había era una provocación y una preparación de empresas más ambiciosas. La primera de estas dos aventuras, la de Renania, fue llevada a cabo con escasos y simbólicos efectivos militares: incluso hoy sabemos que fue decidida con la opinión en contra del Estado Mayor alemán. Una apuesta arriesgada del dictador, en el exterior y en el interior, en la que se la jugaba en ambos campos. Un compromiso militar aliado real y efectivo contra lo que era a todas luces una violación explícita de las cláusulas de Versalles hubiese tenido el doble efecto: expulsar con facilidad a las tropas alemanas de la región del Rin, mostrado el coste de estas aventuras de Hitler: y quizá alimentar la oposición interna, de militares, grandes empresarios y sectores conservadores, que entonces aún debilitaba al Führer. No fue así: ni Francia ni Inglaterra pudieron ni quisieron frenar el aventurerismo de Hitler. Su triunfo en esta primera apuesta aceleró su apuesta por la movilización militar, y sobre todo afianzó su poder en las instituciones y la sociedad alemana. Fortalecido por una política exterior exitosa, Hitler sería ya invencible en el interior, al menos hasta el final de la guerra.
De aquí surge la segunda lección: la cesión ante regímenes totalitarios o despóticos en política exterior afianza a estos regímenes en el interior, fortaleciendo la dictadura y eliminando cualquier alternativa a ella. Y al contrario: frenar y combatir a los regímenes dictatoriales en el exterior, debilitar su capacidad diplomática y militar, los debilita en el interior permitiendo transiciones preferibles.
En fin: ante la política del desafío que Hitler jugó entre 1936 y 1939, las democracias occidentales optaron por la cesión. La clásica alternativa estratégica –aceptar el desafío ahora y con él el riesgo de guerra inminente, o ceder a él, alejar el fantasma de la guerra a costa de engordarlo en el futuro- mostró su trágica cara. En 1936 los después aliados del Oeste podrían haber frenado las ambiciones hitlerianas. No lo hicieron. Tampoco reaccionaron a la anexión de Austria en 1938, envuelta en la misma demagogia hitleriana. Y cuando lo hicieron fue con una cesión explícita y dolorosa con la crisis de los Sudetes y la destrucción de Checoslovaquia: quizá bien poco podían haber hecho ya entonces, con un ejército alemán muy reforzado. La famosa expresión chamberlainesca de 1938 “paz para nuestros días”, muestra tanto la impotencia como el cortoplacismo y la ceguera democráticas: ninguna otra cosa se puede hacer para evitar la guerra es el argumento, que ni era la primera ni la última vez en ser utilizado en nombre del realismo. Tal fue el error que hoy en día la palabra “Munich” ya no es el nombre de la bella ciudad alemana: moralmente es sinónimo de cesión ante la maldad política, y estratégicamente es sinónimo del gran error, el que precede a una gran guerra que no se ha querido o podido ver.
La tercera lección apunta pues al gran peligro de la política exterior de las democracias cuando se enfrentan a regímenes dictatoriales: la tentación de la política de apaciguamiento ante ellos, basada en las circunstancias y con la esperanza de que satisfaciendo sus exigencias éstas desaparezcan es un error. Y genera el efecto contrario, la debilidad y la cesión ante un régimen despótico son percibidos como debilidad, e invitan a nuevas agresiones.
Bien es cierto que el intento de apaciguar las exigencias nacionalsocialistas estaba fundado en la experiencia histórica. El horroroso coste humano de la Segunda Guerra Mundial, los horrores de Verdún y el Somme habían dejado en las sociedades y en los dirigentes europeos un sentimiento profundo de rechazo hacia la guerra: especialmente en Francia, donde el pacifismo de los años treinta iba unido además al izquierdismo utópico del dúo Daladier-Blum.
Pero también es cierto que ante la perspectiva de una larga guerra de estancamiento y agotamiento había otra respuesta que el simple No a la guerra, y fue el Alto Mando alemán quién dio con la clave: una guerra veloz, de golpes duros y rápidos que asegurase la victoria con ahorro de sangre. Las rápidas comunicaciones de tropas y suministros, el avance en los motores de combustión, la rapidez del apoyo de la fuerza aérea hacían posible una Blitzkrieg demasiado moderna, demasiado ágil, demasiado elaborada para un ejército francés desmovilizado, defensivo y cuya sociedad rechazaba su uso. Por fin, a partir de 1939, las democracias pacifistas tuvieron que armarse, y armarse al máximo, a toda velocidad. El desarme, la deserción en la carrera de armamentos, no sólo no había evitado la guerra, sino que la haría posteriormente más dura y más costosa. Justo lo que el pacifismo occidental trataba a toda costa de evitar.
He aquí la cuarta enseñanza para las democracias actuales: el desarme o el no-rearme, cuando el posible o futuro enemigo se rearma, constituye la peor de las irresponsabilidades: en primer lugar porque anima al agresor, le lleva a ir más lejos haciendo al final más posible la guerra, y la hace en última instancia más sangrienta.
Poco tardaron en todo caso las democracias del Oeste en poner la técnica y la industria al servicio de un conflicto que ascendió hasta los extremos, perfeccionando una época de guerra total: en su sentido político, en su destrucción técnica, en su extensión geográfica. La anterior guerra de 1914, que tanto temían los europeos, se quedaba ahora pequeña con la época de los bombardeos estratégicos, la guerrilla global, las deportaciones en masa, el arma atómica. Y precisamente por eso, el objetivo de las democracias era terminar cuanto antes y de manera absoluta con el régimen nacionalsocialista. La derrota incondicional de Alemania y la vuelta a la paz eran el objetivo político de franceses, británicos y especialmente norteamericanos.
Pensamiento a corto plazo, de urgencia. Pero que por supuesto, no todos los enemigos de la Alemania de Hitler pensaban simplemente en derrotar al siniestro régimen y volver a sus vidas: del lado soviético, Stalin tenía bien presente que a toda guerra sigue una paz, y que el objetivo de la guerra es precisamente ésta última. Para los soviéticos, los aliados occidentales eran aliados coyunturales, y evidentemente enemigos futuros. Aquí la ceguera occidental no fue menor a la de los años treinta con Hitler: lograda la derrota del nazismo, desentendiéndose de la paz que había de llegar, América desmovilizó y repatrió a sus cientos de miles de hombres desplazados al centro de Europa. Así que ésta quedó a merced de las divisiones soviéticas que habían llegado, no para vencer a Hitler, sino para construir su propia paz.
Los aliados habían confundido un aliado temporal, la Unión Soviética, con un aliado permanente que el totalitarismo comunista ni podía ni quería ser. Así que de nuevo sin oposición al Mal, el telón de acero se desplomó violentamente, dividiendo en dos Alemania y dividiendo en dos Europa. Al final de la guerra, un totalitarismo había sustituido a otro, sustituyendo unos horrores por otros y dejando de nuevo pasmadas las democracias, que una vez más no creían posible que lo imposible fuese posible, y por eso mismo lo hicieron posible Lo fue, y el destino de Alemania y de Europa irían de la mano en el siguiente medio siglo, y no sería hasta 1989 cuando la unión alemana y la unión europea se rehabilitarían.
La última enseñanza se dirige así a la paz: pensar sólo en la derrota del enemigo, en la victoria militar, sin pensar en la paz que le sucede, constituye el peor de los errores. El final de la guerra no es la paz, sino la paz del vencedor. Y cuando las democracias renuncian a pensar en su paz, son otros regímenes los que se quedan con ella.