Pakistán: salida a un callejón sin salida
por Amir Taheri, 13 de diciembre de 2007
Más vale tarde que nunca. Esa es la frase que viene a la cabeza con la noticia de que el Presidente de Pakistán Pervez Musharraf ha accedido a abandonar su uniforme militar y servir como cabeza civil del estado. Musharraf venía prometiendo dar el paso nada menos que desde el 2004, y su retraso a la hora de hacerlo venía siendo un tema clave en la campaña de sus críticos contra su gobierno.
Incapaz de ofrecer una alternativa creíble, algunos de esos críticos han simulado que el uniforme de Musharraf era la cuestión capital de la política paquistaní.
El problema sin embargo no es el uniforme de Musharraf.
La decisión del general de vestir de paisano simplemente va a transformar a otro portador de un informe, esta vez el nuevo General en jefe Ashfaq Kayani, en un 'hombre fuerte'.
Los motivos del lugar especial del ejército en la política paquistaní no son difíciles de discernir. Es la única institución nacional que supera barreras regionales y étnicas y ofrece a los pakistaníes de toda clase de ascendencia un lugar en la escala social. Al contrario que los partidos políticos tradicionales, que en última instancia son regionales en sus electorados base, el ejército apela a cada una de las cuatro provincias que componen la República Islámica de Pakistán. Más importante quizá, aunque el ejército se enorgullece de su papel como 'Defensor de la Fe', es que alimenta una ideología nacionalista básicamente secular que se basa en la visión de un Pakistán como nación característica en lugar de un simple pedazo de la ummah universal.
A pesar del indudable apego de la mayor parte de los pakistaníes a alguna forma de política electoral, Pakistán sigue siendo una nación levantada en torno al ejército.
Paradójicamente, hasta esos pakistaníes que hablan de democracia con frecuencia recurren al ejército como salvador potencial, una especie de mecanismo informal que, en los momentos cruciales, puede intervenir para sacar a la nación de un callejón sin salida.
En apenas más de un siglo de existencia como estado, Pakistán ha sufrido cuatro golpes de estado, cada uno de los cuales fue celebrado inicialmente por la mayoría del pueblo.
Al quitarse su uniforme, Musharraf ha devuelto la pelota a los líderes políticos, especialmente a dos, la ex primera ministra Benazir Bhutto, líder del Partido Popular de Pakistán, y el líder de la Liga Musulmana Mian Nawaz Sharif. Durante las tres últimas semanas, ambos habían venido amenazando con un boicot a las elecciones generales anunciadas para enero.
Sin embargo, mi conjetura es que ambos tomarán parte en ellas. Durante los ocho últimos años, que pasaron en el exilio, ambos hicieron campaña contra la decisión de Musharraf de vetarles de la política nacional durante una década. Ahora que gracias a una combinación de circunstancias más allá de su control ya no afrontan tal veto, sería estúpido, por no decir políticamente suicida, prescindir de los comicios.
No hay duda de que el Partido Popular y la Liga Musulmana han logrado conservar partes de sus respectivos electorados, especialmente en Sind y el Punjab. Pero ocho años es mucho tiempo en política y cabe toda posibilidad de que Pakistán haya dejado atrás a ambos ex primeros ministros. Para apuntar alto, Bhutto y Sharif tienen que adquirir una legitimidad nueva. Y eso solamente puede venir a través de las elecciones. Por tanto, para alejar a Pakistán de su actual situación peligrosa, es importante que las elecciones de enero se celebren con la mayor participación y bajo las condiciones menos controvertidas posible.
Bhutto y Sharif deben a su propio pueblo abandonar la espada del boicot. Por su parte, Musharraf debe liberar a los pocos presos políticos restantes detenidos al inicio del estado de emergencia, y levantar la prohibición a uno o dos canales privados aún censurados.
Pakistán afronta hoy lo que quizás sea la mayor amenaza existencial que ha sufrido desde su creación en 1947. Los terroristas que operan en el Swat no pueden hacerse con el poder en Islamabad, pero pueden agotar al ejército en una guerra incesante en apariencia, instando así al renacimiento de otras fuerzas insurgentes, especialmente en el enorme desierto de Baluchistán.
Un ejército debilitado también sería incapaz de proporcionar un mínimo de estado de derecho en las ciudades grandes, sobre todo Karachi, donde a lo largo de los años células terroristas han proliferado por doquier.
La palabra clave de Musharraf es seguridad mientras que Bhutto y Sharif prefieren libertad. Pero los dos conceptos son interdependientes. No puede haber libertad sin seguridad. El fallo de los líderes de Pakistán a la hora de comprender este corolario banal ha sido la raíz de la marcada experiencia de la nación a lo largo del último medio siglo.
Nawaz Sharif acierta al decir que no todo el mundo designado como terrorista por los medios globales debe ser calificado como tal. Al mismo tiempo Sharif no debe ofrecer una excusa a los elementos radicales cuya cínica apelación a sentimientos religiosos arrastra al ignorante a la antecámara del terror.
Por su parte, Bhutto debe recordar que aquellos que la intentaron matar en Karachi hace unas cuantas semanas son los mismos que han intentado asesinar a Musharraf en cuatro ocasiones.
Ya sea plato de su gusto o no, Musharraf, Bhutto y Sharif están hoy en el mismo barco, afrontando las mismas tormentas.
Las próximas elecciones de Pakistán han asumido de pronto una importancia geoestratégica más allá de la importancia real de ese país. La perspectiva de un estado con armamento nuclear colapsando en caos es una perspectiva que pocos contemplarían con tranquilidad.
Estas elecciones podrían, y deberían, producir nueva coalición nacional que disfrute de legitimidad popular y un mandato claro para llevar a cabo la guerra contra los terroristas hasta la victoria final. Lo que necesita Pakistán es un frente unido contra el terror, y un nuevo gobierno que pueda ofrecer una alternativa tanto al gobierno militar como una teocracia de estilo Talibán.
Ahora que todos los partidos y líderes políticos están autorizados a competir en las elecciones, sería estúpido convertir las elecciones en una ocasión para zanjar viejas disputas. Pakistán necesita una campaña electoral orientada al futuro, capaz de ofrecer una esperanza al pueblo que se base en la realidad. Musharraf, Bhutto y Sharif forman un triunvirato oficioso que puede y tiene que jugar un papel crucial en este momento particular de la historia de Pakistán.
Esta podría ser la última oportunidad de realizar una contribución histórica al futuro de su nación. Si fracasan, todos caerán a la vez. Ninguno puede tener éxito destruyendo a los demás. Celebrar elecciones limpias y creíbles podría reforzar a todos en sus respectivas posiciones.
El mundo exterior también debería echar una mano. La Commonwealth, habiéndose divertido con gestos políticos suspendiendo la pertenencia de Pakistán, debería ofrecer ayuda monitorizando las elecciones junto con la Unión Europea, Estados Unidos y probablemente hasta Naciones Unidas.
El mensaje de los líderes de Pakistán debería ser unirse en la diversidad, unirse contra el terror, y diversidad en las visiones rivales para el futuro de la nación. En enero se librará en Pakistán una de las mayores batallas en la presente guerra global contra el terror. El mundo entero estará atento.
Amir Taheri es periodista iraní formado en Teherán. Era el editor jefe del principal diario de Iran, el Kayhán, hasta la llegada de Jomeini en 1979. Después ha trabajado en Jeune Afrique, el London Sunday Times, el Times, el Daily Telegraph, The Guardian, Daily Mail, el International Herald Tribune, The Wall Street Journal, The New York Times, The Los Angeles Times, Newsday y el The Washington Post, entre otros. Actualmente trabaja en el semanario alemán Focus, ha publicado más de una veintena de libros traducidos a 20 idiomas, es miembro de Benador Associates y dirige la revista francesa Politique Internationale.
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