¿Pero de verdad necesita España más inmigración?

por Rafael L. Bardají, 19 de noviembre de 2018

(Publicado en Actualidad Económica, 19 de noviembre de 2018)

 

Un reciente informe de la Airef, que se ha aireado mucho en los medios, estima que España tendrá que recibir al menos unos 8 millones de nuevos inmigrantes para garantizar la sostenibilidad de nuestro sistema económico de aquí al 2050, dando a nuestro país una población cercana a los 55 millones de habitantes, de los cuales sólo -si las matemáticas no me fallan- algo menos del 71% serían los nacidos en nuestro suelo, bien de padres españoles, bien de padres extranjeros ya afincados en España. No hay ningún país en el mundo con tal proporción de población no nativa en su suelo. Por lo tanto, es justa una reflexión sobre qué puede significar esta tendencia, cuales serían sus implicaciones más allá de lo meramente económico y por qué habría que aceptar de buena gana esta situación o si se puede evitar.

 

Tengo que reconocer que el tema de la inmigración ni es fácil ni responde a los encasillamientos habituales de izquierdas y derechas, ricos y trabajadores, emigrantes legales e inmigrantes indocumentados e ilegales. Es más, nadie en su sano juicio puede decir que la inmigración, toda la inmigración, es perjudicial. Particularmente en el doble entorno de rápido cambio en el ámbito laboral y acusada decadencia demográfica que aqueja a Europa y, particularmente a España. Pero nadie en su sano juicio puede defender una política de puertas abiertas a todo el que quiera venir y unas políticas que, en lugar de intentar frenar la arribada ilegal de inmigrantes, las incentiva con sus efectos llamada. La inmigración es y va a seguir siendo necesaria, pero de forma limitada, selectiva y siempre que responsa a las necesidades reales del país receptor. Lo contrario, la llegada descontrolada de cientos de miles o millones de inmigrantes no sólo no va a resolver nuestras estrecheces económicas y los planes de pensiones, sino que va a agudizar los problemas del estado de bienestar y a erosionar la cohesión y, finalmente, la paz social.

 

La derecha ha sido tradicionalmente favorable al inmigrante por razón es económicas. La inmigración se ve, en primer lugar, como mano de obra más barata que la nativa y con el efecto “positivo”, además, que, por estar dispuesta a aceptar condiciones laborales menos estrictas, puja a una baja de los salarios en los sectores donde se concentran los inmigrantes. Pura competencia salvaje cuyos beneficiaros son siempre los empleadores. En segundo lugar, los inmigrantes son catalogados como consumidores de bienes y servicios, empujando la demanda y, por tanto, haciendo que la venta de bienes y servicios crezca. Esta lógica además de amoral, es errónea porque no tiene en cuenta más que un lado de la moneda, lo que aportan los inmigrantes, pero descuida el coste de éstos. Sobre todo, cuando el inmigrante que viene no está cualificado, apenas balbucea nuestro idioma y aspira a que sea el Estado y las instituciones publicas quienes le mantengan. En la España de 2017 cada inmigrante costaba a las arcas públicas en torno a los 60 mil euros en su primer año de acogida, si se computan todos los costes sociales que se les da.

 

Un análisis detallado de los bienes sociales que consumen los inmigrantes nos ofrecería una fotografía no tan rosa como la que se suele pintar: acceden a mayores ayudas de supervivencia, se ven favorecidos en la adjudicación de viviendas sociales, se les regala la sanidad y la educación y se les cubre los gastos de reunificación familiar. Basta ver los boletines oficiales para ver que esa es una situación de discriminación positiva y que explica que muchos españoles que querrían un trato similar piensen que hay muchos extranjeros en nuestro suelo. Y también explica que los inmigrantes que ya han conseguido arraigo entre nosotros quieran que se controle cuántos llegan ahora, por miedo a perder sus ayudas.

 

Es más, sabemos que el paro es mucho mayor entre los inmigrantes que entre los españoles (con la excepción de la comunidad china) y que, por tanto, su aportación a la riqueza nacional y a las arcas del Estado es significativamente inferior a la que hacen los españoles que tienen un trabajo, no ya en términos absolutos, sino en términos relativos. Un 12% de la población que apenas contribuye con el 3%.

 

Una tercera justificación económica, muy extendida socialmente, es que el inmigrante viene a cubrir un trabajo que ningún español está dispuesto a realizar. Y, sin embargo, no por extendida esta creencia es más realista: salvo en momentos determinados y en zonas específicas, no hay ninguna profesión donde los inmigrantes sean mayoritarios (perdónenme, pero me niego a considerar un sector productivo el top manta). Esto es, en todo tipo de trabajo hay españoles y españolas. Desde luego, en una sociedad que ha redescubierto la hidalguía -aún sin saberlo- y que sólo ve en el trabajo un castigo del que escaquearse y no un camino para mejorar y progresar en la vida, un camino de realización y responsabilidad, habrá muchas personas que prefieran vivir de subsidios antes que tener que levantarse temprano para acudir a un puesto de trabajo. Sólo que entre estos zánganos 2.0 que nuestro fallido sistema educativo ha generado y los millones de inmigrantes que van a necesitar las garantías de las ayudas públicas, no hay estado de bienestar viable. Los inmigrantes no pueden cubrir el trabajo que todo español debe realizar. Y da igual el número que aceptemos. Los españoles deben trabajar en todo y eso sólo se logrará inculcando los valores de una sociedad responsable que cree riqueza, no que se crea rica por poder tener un asistente, una cocinera o un jardinero extranjero.

 

Desde la izquierda los argumentos a favor de la inmigración se condensan en dos: obligación moral ante los desmanes imperialistas de nuestro capitalismo; y enriquecimiento de la diversidad cultural de nuestras sociedades. En lo primero no voy a entrar ya que es harto complicado fijar hasta donde debemos retrotraernos en nuestras supuestas culpabilidades y cuánto pesa la Historia en los jóvenes que vienen hasta nuestro país cosa que, me temo, bastante poco, la verdad. Pero donde si hay datos fehacientes es en lo relativo al enriquecimiento del acerbo cultural y social. Y no voy a referirme a los ejemplos típicos por fáciles como la introducción de la práctica de la ablación, los matrimonios arreglados con menores, la poligamia o el burka. Pero sí quiero subrayar un hecho: cuando los inmigrantes provienen de culturas distintas a la nuestra, la occidental o judeo-cristiana, tienden a formar ghettos cerrados donde viven según sus costumbres y leyes. Ha pasado en nuestros vecinos europeos y está pasando en nuestras ciudades, léase el Raval en Barcelona o Lavapiés en Madrid. Y ejemplos hay desde Alicante a donde se quiera.

 

Lo que se suele llamar en Europa zonas “no-go”, son en realidad bastante inocuas para cualquier varón occidental, pero no así para las mujeres, que se suelen ver acosadas, insultadas y hasta agredidas. Ni tampoco para los representantes de la Ley, porque es la autoridad y la ley del país de acogida lo que rechazan. La violencia y el descaro que muestran una vez y otra sí nuestros inmigrantes contra los agentes del orden, va en la misma tónica.

 

Y, efectivamente, no es que todos los inmigrantes sean unos delincuentes, gracias a Dios. Pero no es menos cierto que están sobrerepresentados en nuestras cárceles, donde la población reclusa alcanza casi el 30%, menor que en años anteriores, pero casi tres veces por encima del peso de la población inmigrante en España. Es más, los datos se refieren únicamente a los reclusos y no a los criminales que por alguna razón ha sido detenido, pero no encarcelado. De hecho, la disminución de la población extranjera en nuestras cárceles tiene más que ver con un laxo sistema judicial que con el compartimiento delictivo. Así, por ejemplo, y según datos del propio Ministerio de Interior, en términos de asesinatos son los marroquíes quienes se llevan la palma: con un 1,5% de la población total, representan el 18% de los asesinatos cometidos en nuestro país. Los pequeños robos y hurtos estarían en manos de los rumanos. Y deduzco que los colombianos estarían atados al tráfico de drogas.

 

España no es diferente a Europa en el terreno de la seguridad. Y desde el 2015 todos los países -más transparentes que España- han publicado que sólo subrayan lo que muchos sienten, que sí hay un vínculo -y estrecho- entre los inmigrantes de sociedades musulmanas y africanas y el aumento de la criminalidad.

 

Se puede intentar disfrazar la realidad y manipular los datos hasta donde se quiera, pero el sentido común nos lleva a pensar que la inmigración actual y la que se nos avecina, va a tener más consecuencias negativas que positivas. Más cuanto más distinta sea la cultura de la que proceden. Y que conste que esto no tiene que ver nada con la raza y el color de la piel. Al contrario, tiene que ver con el sistema de valores y las instituciones sociales por las que se rigen.

 

España no puede asumir más parados y dependientes que sólo saben cómo exprimir el sistema para alcanzar unos niveles de bienestar que nunca han disfrutado.  Simplemente no hay dinero con qué pagar la factura. Y una cosa es recibir humanitariamente a un refugiado de Siria y otra muy distinta a decenas de subsaharianos que le acompañan en su huida. Una cosa es huir de una guerra y otra emigrar por razones económicas. Y también hay que decirlo, una cosa es un “refugiado” que ha sido militante de grupos islamistas y que huye de la represión, de un cristiano que ha sido doblemente perseguido por un régimen y los grupos terroristas islamistas. No todos los refugiados son iguales. Ni pueden serlo. Como tampoco es ni debe ser que la inmigración sea un derecho de quien emigra, sino un privilegio que concede el país receptor.

 

Hay que repetirlo alto y claro. El tipo y la naturaleza de los inmigrantes que han llegado recientemente, los que están llegando hoy y los que van a llegar a partir de mañana, no cuentan con el perfil de la inmigración que España necesita. Por lo tanto, lo que todo gobierno debiera poner en marcha urgentemente es un plan de desincentivación de la inmigración que nos llega y una política migratoria capaz de traer a España la inmigración que sí necesitamos. Los inmigrantes ilegales vienen porque sólo hay beneficios y no costes para ellos. Y eso hay que revertirlo. Todo inmigrante ilegal llega cometiendo ya un delito y debe sr rechazado por eso. Y desde luego, cualquier inmigrante que cometa un segundo delito, debe ser expulsado de inmediato. Acabar con el libre acceso a la sanidad, educación y otros bienes sociales, es imperativo. El Banco Mundial, ese altar de la ortodoxia económica, lanza ideas como el copago durante un cierto tiempo e incluso un tipo de carga impositiva, un IRPF más alto, para aquellos inmigrantes que trabajen. Al menos durante un decenio.

 

Un país se ha construido con el esfuerzo de generaciones. La gente que ha pagado con su esfuerzo el nivel de servicios públicos que hoy disfrutamos. Y aunque donde comen diez, comen 15, malcomen 30 y pasan hambre cien. Para gozar de los mismos servicios que los españoles, los inmigrantes deberían pagar más por ellos, como una compensación por la historia que nos ha hecho lentamente. No lo digo yo, lo dicen los expertos del Banco Mundial.

 

España, con más de un once por ciento de inmigrantes, ya es bastante multicultural y diversa. Con un 30% dejaría de ser España. Si eso es lo que quieren las instancias públicas, que mantengan la actual política de puertas abiertas. Si los españoles no lo quieren, que lo expresen en las urnas. La inmigración se puede controlar; la inmigración ilegal se puede detener. Hay países que lo han logrado. Australia es un claro caso, aunque quizá con demasiadas especificidades. Dinamarca lo está logrando, incluso con medidas tan poco presentables como la confiscación de bienes por encima de los 1.500 euros si se van a solicitar ayudas sociales. Italia lo ha hecho porque su ministro de Interior, Salvini, ha redireccionado los flujos de inmigrantes hacia nosotros. La UE estudia poner en marcha un amplio plan de construcción de campos de refugiados e inmigrantes en el Norte de África. Opciones hay muchas y todas bien conocidas. Se sabe lo que funciona y lo que no. Lo que nos falta es esa famosa voluntad política de hacerlo. Pero no hacer nada, no resuelve nada. Al contrario, el problema se agudizará.

 

PS. Los datos sobre los costes de la inmigración en España sobre los que se basa este artículo se pueden encontrar el en informe del GEES: El coste de la Inmigración extranjera en España. Madrid 2018