Política exterior. De la irrelevancia al ridículo

por Florentino Portero y Rafael L. Bardají, 26 de diciembre de 2007

(Publicado en el Suplemento Fin de Año de Libertad Digital, el 24 de diciembre de 2007)

El año que ahora acaba marca el fin de una legislatura caracterizada por un cambio radical en la política exterior. Y es que la de Zapatero contrasta tanto con la seguida por los Gobiernos Aznar como con la practicada por los de González, aunque en este último caso las diferencias sean menores.
 
En cierto sentido, la nueva política es más moderna en su concepción que sus predecesoras. Por primera vez no tenemos una política exterior, sino sólo política en el exterior. Todo es local. No hay una evaluación de cuáles son los intereses nacionales, ni de cuál sea la forma más inteligente de defenderlos, porque no hay más interés que la supuesta voluntad del electorado. Se actúa pensando en votos, en la consolidación de una mayoría social y parlamentaria que dé estabilidad al Partido Socialista en el Gobierno, y en nada más.
 
En algunos aspectos centrales, Zapatero supone una continuidad, si bien exacerbada, de González.
 
- El pacifismo no es una novedad en el socialismo español. De hecho, ha sido una característica del socialismo europeo desde sus orígenes. Esa política supuso una gran ventaja para Hitler, que no encontró por parte de algunas naciones democráticas una respuesta decidida al rearme que había iniciado, a sus actos de fuerza o a sus proclamas ideológicas.
 
La responsabilidad socialista en la ejecución de las estrategias de pacificación frente a la amenaza nazi-fascista llevó a una revisión de sus postulados, al finalizar la II Guerra Mundial, que explica la firmeza frente a la amenaza soviética y la creación de la Alianza Atlántica. Una reacción que se demostró transitoria: ya en los años 80 el movimiento pacifista y antinuclear comenzó a permear las filas socialistas, un proceso que se generalizó tras el derrumbe del Muro de Berlín y la descomposición de la Unión Soviética.
 
González cultivó esa política con el rechazo al pleno ingreso en la OTAN, aunque lo compensó ofreciendo inesperadamente una valiosa colaboración en el despliegue norteamericano durante la anterior guerra de Irak.
 
- La legitimación del principio revolucionario es una constante del socialismo español, vinculada a la idea, igualmente troncal, de que la democracia es un formalismo, una etapa en el desarrollo histórico, unas instituciones que hay que utilizar para ir más allá y lograr las metas del socialismo.
 
Felipe González canalizó esta tendencia mediante una política de doble rasero. Mientras en España se trataba de desarrollar la nueva Constitución, se establecían estrechos lazos con regímenes comunistas, como el castrista o el sandinista. Estas relaciones concluyeron de forma desigual: con el castrismo se terminó chocando, dada la incompatibilidad de intereses, y al sandinismo se le dejó de lado una vez pasó a la oposición.
 
- Como consecuencia directa de ese rechazo a la democracia liberal aparece un marcado antiamericanismo.
 
Estados Unidos es la quintaesencia de todo lo que se rechaza. Un sentimiento que González administró según le convenía, pero que no trató de combatir.
 
- Ante la incompatibilidad entre el modelo social europeo, que refleja en su evolución los objetivos socialistas, y el norteamericano, muchos socialistas europeos, y muy especialmente los españoles, han asumido la inevitabilidad y bondad de una quiebra del vínculo atlántico, un alejamiento o 'deriva continental' (adrift).
 
Finalizada la Guerra Fría, no sienten la necesidad de mantener la relación estratégica con Estados Unidos; todo lo más, convendría administrar su decadencia para dar tiempo a la Unión Europea para que desarrollase sus propias políticas exterior, de seguridad y de defensa.
 
A estas características, ya presentes durante anteriores Gobiernos socialistas, se añaden otras, propias de esta nueva etapa liderada por Rodríguez Zapatero:
 
- La crisis del modelo soviético y el agotamiento del programa socialista han llevado a la izquierda europea a un callejón sin salida.
 
Atrás han quedado sus seguridades, su petulante conocimiento de las leyes históricas del desarrollo social, su discurso positivo, su agenda de trasformación. Han caído en un relativismo tan decadente como estéril. Saben lo que rechazan: el liberalismo y los valores clásicos de Occidente, pero no pueden ir más allá.
 
Incapaces de proponer una alternativa, niegan la mayor. Ahora resulta que no podemos conocer. Occidente, que se caracterizó durante siglos por su pasión por la ciencia y el conocimiento, llega al siglo XXI dudando sobre la posibilidad de entender su entorno. Si no podemos saber, no podemos distinguir el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto, lo justo de lo injusto. Todo es relativo y cualquier actor es legítimo.
 
- La política exterior es un atributo del Estado, pero cuando se pone en duda el concepto de Nación, por 'discutido y discutible', pierde el núcleo de su razón de ser.
 
¿Cómo se pueden defender los intereses de una Nación si no se cree en ella, si se está dispuesto a negociarla con nacionalistas y terroristas?
 
La política exterior de Zapatero ha renegado de la defensa de los intereses de Estado por conservadores y no ha sabido, ni querido, suplantarlos por unos valores concretos. El hueco ha sido rellenado con conceptos vacíos, con una mal entendida tolerancia que se parece más a la disposición a la claudicación que a la exigencia del mutuo respeto en un marco de libertades. El ejemplo más característico ha sido la denominada 'Alianza de Civilizaciones', con la que el Gobierno español, pese a su marcado sesgo anticlerical, ha pasado a exigir respeto hacia el Islam sin contrapartidas, llegando incluso a la autocensura si fuese necesario.
 
La Alianza de Civilizaciones es el más significativo de los ejemplos recientes de vuelta a las estrategias de pacificación. Se renuncia a reivindicar lo propio, en lo que ya no se cree, a cambio de ganar tiempo y una supuesta comprensión. Planteada como estrategia para combatir el islamismo yihadista, resulta una maniobra tan patética como inútil.
 
- El resultado es una falta de objetivos, excepción hecha del avance en el proceso de convergencia europeo. Esto explica una de las características más llamativas de la diplomacia española de nuestros días: la obsesión por mediar.
 
Medios se confunden con fines. Se busca un espacio propio estableciendo puentes entre posiciones encontradas, saliendo siempre en defensa del progresista frente al conservador. Es el caso de Siria o de Venezuela. No importa que Siria sea una amenaza y un ejemplo del peor gobierno posible: está ahí y se puede mediar. No importa que el presidente Chávez haya insultado al Rey y a la Nación: no podemos actuar de forma enérgica porque perderíamos capacidad de mediación entre el régimen y la oposición.
 
En esta búsqueda obsesiva por estar, se olvida lo fundamental: que también para mediar hace falta tener autoridad, ser influyente en los centros de poder internacional. Sin esta conditio sine qua non resulta difícil superar el estatuto de correveidile, la condición de utilizable por cualquier régimen despreciable.
 
El resultado de la política exterior desarrollada por Rodríguez Zapatero y Moratinos es el esperable, el que anunciamos en nuestros primeros análisis sobre el nuevo Gobierno. Cuando no se cree en nada es difícil estar dispuesto a defender algo con firmeza. A ojos de los demás, esto es una muestra de debilidad, actitud mostrada desde el primer momento, cuando Rodríguez Zapatero se plegó al chantaje de Al Qaeda retirando apresuradamente nuestras tropas de Irak. La falta de valores lleva a tratar por igual a cualquier régimen político u organización, lo que supone una legitimación de actitudes radicales y antidemocráticas sin, además, ganar nada a cambio. Por último, esta combinación de falta de valores y objetivos nos ha llevado a la irrelevancia internacional.
 
Europa es nuestra principal área de acción, puesto que somos parte consustancial. Desde la formación del nuevo Gobierno asistimos a una voluntaria falta de protagonismo. Se renunció a la doble herencia de Aznar -liderazgo y reforma liberal- para asumir un puesto secundario a la sombra del eje París-Berlín. Sin embargo, esta sumisión no ha evitado que, tanto desde el Eje como desde la Comisión, España haya sido seriamente criticada por su actuación en terrenos como la emigración.
 
Nuestro presidente ha desaparecido de las grandes reuniones. Está pero no interviene. En la redacción del Tratado de Lisboa hemos cedido en los temas fundamentales sin lograr nada sustantivo a cambio. Por último, la emergencia del tándem Sarkozy-Merkel ha llevado a España a una posición aún más irrelevante, que se hace violenta ante desplantes del presidente francés (v. el episodio del rescate de las azafatas españolas en el Chad) o resulta incómoda por la incapacidad de nuestra diplomacia para llenar la agenda de las tradicionales cumbres bilaterales con Francia y Alemania.
 
La falta de peso se ha hecho evidente en dos asuntos recientes. El Gobierno español, con el apoyo del principal partido de la oposición y la oposición de sus aliados parlamentarios, mostró un claro rechazo a la posibilidad de reconocimiento de la independencia del territorio serbio de Kosovo. Un movimiento que no ha servido para modificar la posición mayoritaria.
 
Europa tiene desde hace años una política hacia la ribera meridional del Mediterráneo: el Proceso de Barcelona, gestado durante la última legislatura de González, siendo ministro de Asuntos Exteriores Javier Solana. Una de las claves de aquella estrategia era involucrar al conjunto de los Estados miembros de la Unión Europea. El futuro del Mundo Árabe no era sólo problema de las naciones latinas, sino de toda Europa. Pasado el tiempo, y como hemos señalado en otros artículos, el Proceso de Barcelona ha demostrado su incapacidad para afrontar los retos que plantea la región. Cabía su reforma, liderada por España. Sin embargo, Rodríguez Zapatero ha sido incapaz de defender el legado de González y Solana y, en un ejemplo más de irrelevancia, ha cedido sin resistencia a la iniciativa de Sarkozy de establecer un nuevo proceso, arrumbando el de Barcelona en el baúl de los fracasos y estableciendo un marco geográfico del que quedan excluidos los Estados de la Europa septentrional. El liderazgo francés en las relaciones con el Mundo Árabe está así garantizado.
 
No deja de ser paradójica esta cesión, cuando Oriente Medio y el Magreb son las áreas favoritas de nuestro ministro de Asuntos Exteriores. Es allí donde más ha buscado el lucimiento y, quizás, donde más se han hecho evidentes sus carencias y limitaciones.
 
La Alianza de Civilizaciones ha sido el núcleo doctrinal de la nueva diplomacia española en la región. De la mano de Turquía, se ha tratado de dar continuidad a una iniciativa iraní característica de los objetivos ideológicos de un régimen islamista, antidemocrático y antioccidental.
 
Ya hemos hecho referencia con anterioridad a sus características; ahora es momento de valorar sus efectos. A pesar de los esfuerzos realizados por la diplomacia española, tanto en Estados Unidos como en Europa la Alianza ha sido vista como un instrumento tan inútil como peligroso para afrontar el reto del islamismo, en sus variantes violenta y no violenta. El dinero del contribuyente sólo ha logrado dar satisfacción al conjunto del Islam, que percibe una disposición a ceder a sus demandas, pero no ha mostrado capacidad alguna para lograr las metas que se había marcado.
 
En el área del Magreb, tan sensible para los intereses españoles, hemos asistido con estupor a una política tan frívola como contraproducente. Rodríguez Zapatero inició la legislatura con un marcado giro promarroquí y antisaharaui. Se cedía ante las iniciativas diplomáticas de Rabat, tendentes a trasformar el Sáhara en un territorio autónomo pero no soberano, a cambio de ganar tiempo y tranquilidad en otras cuestiones: soberanía de Ceuta y Melilla, emigración ilegal, tráfico de estupefacientes. Mientras tanto, se esperaba que un sensible aumento de las inversiones generaría intereses compartidos que garantizaran una estabilidad de las relaciones en el medio y largo plazo.
 
Pero no era tan fácil. El giro promarroquí suponía irritar a Argelia. En su visita a Argel, D. Juan Carlos tuvo que escuchar juicios duros sobre nuestra política y ver los precios del gas subir como represalia. Sin embargo, el castigo recibido no fue suficiente para que Mohamed VI perdonara a su 'primo' la visita a las ciudades de Ceuta y Melilla, enmarcadas en la política de españolidad del Gobierno ante las elecciones del próximo marzo. Marruecos llamó a consultas a su embajador y exigió la apertura de negociaciones sobre la soberanía de ambas ciudades.
 
Una vez más, las estrategias de pacificación con Gobiernos dictatoriales no dan el resultado previsto, ponen de manifiesto la debilidad propia y alientan más y más demandas. A pesar de las declaraciones de Rodríguez Zapatero, la cuestión saharaui está lejos de resolverse, y las relaciones con Marruecos no pasan por su mejor momento; y qué decir de las existentes con Argel...
 
En Oriente Medio se apostó por la causa árabe y musulmana y con ello se perdió la capacidad de mediar con alguna eficacia. La defensa de Hezbolá durante la invasión israelí del Líbano quemó todas las naves españolas ante el Gobierno de Jerusalén. La comprensión manifestada ante los Gobiernos de Irán y Siria, por ejemplo, ha desacreditado a nuestra diplomacia en lugares clave como Washington, Jerusalén y buena parte de las capitales europeas. El envío de una fuerza militar al Líbano tuvo un primer impacto positivo, ante su disposición a localizar y destruir arsenales. Sin embargo, tras el ataque sufrido por nuestras fuerzas el Gobierno se plegó, una vez más, al chantaje. Ordenó a los mandos evitar riesgos y al CNI tratar de llegar a acuerdos con jefes locales de Hezbolá, con dinero de por medio. No sólo no combatimos al terrorismo, sino que lo financiamos.
 
Una experiencia semejante a la que vivimos en Afganistán. El Gobierno aumentó el contingente tras la retirada de Irak, para mostrar su voluntad de combatir al islamismo radical. Sin embargo, las instrucciones enviadas inciden en garantizar la seguridad de las fuerzas más que en proyectar seguridad en el entorno. Las presiones de la Alianza Atlántica para que nuestras tropas participen más activamente en el combate contra los talibanes han sido rechazadas, con el argumento de que han sido enviadas en misión de paz para colaborar en la reconstrucción y no para combatir. El argumento es absurdo, puesto que difícilmente se puede comenzar a reconstruir si antes no se garantiza la seguridad acabando con las guerrillas islamistas. El dinero del contribuyente se gasta para nada, porque ni se aporta seguridad ni se gana prestigio internacional.
 
La falta de disposición para luchar contra fuerzas islamistas y el rechazo al vínculo transatlántico han determinado el paupérrimo papel de España en el seno de la Alianza Atlántica. En un momento en el que esta organización trata de redefinir su razón de ser y se juega su credibilidad en el mundo, España ha sido incapaz de hacer una sola aportación teórica. Nuestro embajador, como oímos recientemente a un alto funcionario de la OTAN, es un desconocido, a pesar de que lleva ahí desde el principio de la legislatura. De nuestro papel en Afganistán, sólo se espera la orden de retirada en cuanto la situación empeore.
 
América ha sido un área particularmente activa en estos últimos años. Con Estados Unidos, las relaciones están congeladas en términos políticos. El presidente Bush no ha mantenido ni una sola reunión con Rodríguez Zapatero. Nuestro embajador en Washington carece de margen de maniobra, y sólo es recibido por funcionarios de nivel medio. España ha perdido capacidad de influencia en el centro de poder más importante del mundo, lo que tiene efectos en todo el planeta. En Oriente Medio, Europa o América Latina nuestra capacidad de intervención ha disminuido en la medida en que lo ha hecho nuestra influencia en Washington.
 
Este hecho, obvio para cualquiera que conozca mínimamente cómo funcionan las relaciones internacionales, resulta poco relevante para parte de nuestra izquierda, que se siente satisfecha de haber quebrado una relación con la gran potencia liberal y no aspira a gozar de un papel relevante en la escena internacional. Nuestros empresarios continúan aumentando sus inversiones en Estados Unidos sin el respaldo diplomático que merecen, aunque sólo sea por los impuestos que pagan cada año.
 
En Iberoamérica hemos asistido al inicio, desarrollo y conclusión de un vodevil progresista. Rodríguez Zapatero abandonó de inmediato la política aznarista de firme compromiso con la democracia y los mercados abiertos. A cambio no volvió a la diplomacia de González, sino que se entregó a un frívolo acercamiento a los distintos movimientos populistas que tenían en común el rechazo a la democracia.
 
La falta de liderazgo nos situó, una vez más, en una posición de relativa irrelevancia, que contrastaba con el papel desempeñado en décadas anteriores. La complacencia ante el populismo nos colocó en una situación de extrema debilidad, puesto que nuestra disposición a ceder sólo consiguió que las exigencias cobraran más fuerza. Nuestros empresarios se encontraron, aquí también, desasistidos por un Gobierno que no aceptaba hablar de intereses nacionales y que se negaba a defender los de nuestras empresas. El contraste entre las declaraciones de González y Aznar en contra del populismo y en favor de la democracia y la política de Rodríguez Zapatero, claramente ajena a nuestros intereses pero próxima a los sentimientos de su electorado más izquierdista, suponía una imagen de España dividida sobre su papel en la región.
 
La evolución de los acontecimientos ha puesto en evidencia la insensatez de la política seguida. La imagen del Rey de España mandando callar a un mandatario amigo, los insultos al Monarca y a España, las sanciones contra nuestras empresas y las amenazas sobre lo que podría ocurrir en caso de que el PP gane las elecciones son la conclusión de una política tan errónea como frívola. Ante el grave órdago a la democracia en toda Iberoamérica, nuestro Gobierno no ha sabido estar a la altura de los acontecimientos. Hemos perdido el liderazgo que nos corresponde y permitido humillaciones inaceptables.
 
El año 2007 ha mostrado hasta qué punto la política seguida durante el conjunto de la legislatura ha fracasado a la hora de defender los valores, principios e intereses de la mayoría de los españoles. Sin embargo, goza de la estima de parte de la izquierda, del sector más radical, y sería ingenuo esperar un cambio de rumbo en el caso de una victoria socialista en las próximas elecciones. Estamos ante una política exterior fuertemente ideológica y acorde con la estrategia general del Gobierno. El daño infligido a nuestra imagen internacional es grande, pero difícilmente puede preocupar a quien no cree que España sea una nación.