Política exterior: pobreza, incapacidad e ineficiencia

por Angel Pérez González, 8 de mayo de 2008

El inicio de la legislatura coincide con un nuevo acercamiento del gobierno de España a las autoridades marroquíes, un acercamiento que ha adquirido de nuevo la forma de gestos elocuentes, donaciones extraordinarias y cesiones verbales en los asuntos que de forma más evidente afectan a la integridad de la nación o a sus intereses estratégicos básicos. La postura conciliadora española denota en si misma la incapacidad que la administración exterior y la clase política encuentran para entender la naturaleza de las tensiones que se prodigan entre España y Marruecos, y la aceptación general que  de facto existe de la excepcionalidad marroquí. Desde el ministro de asuntos exteriores hasta el último diplomático, no digamos los restantes miembros del gobierno todos asumen que Marruecos necesita un trato diferenciado, que España debe prodigar en una situación permanente de chantaje político que adquiere a veces un aspecto casi medieval. Comprar la tranquilidad del régimen marroquí es una política cortoplacista y necesariamente condenada al fracaso. Sencillamente, tarde o temprano el precio a pagar será demasiado alto.
 
Entender como es posible que la novena potencia industrial del planeta considere a un pobre,  y débil estado norteafricano como su principal problema estratégico resulta necesario para comprender los graves defectos de la actividad diplomática que lo edulcora. Las diferencias entre España y Marruecos son de tal envergadura que resulta del todo sorprendente la incapacidad española para gestionar las crisis periódicas que afectan a las relaciones bilaterales. Es evidente que semejante situación de igualdad formal constituye un éxito del régimen alaui, que explota convenientemente dentro de sus fronteras y que España alimenta sin ningún pudor, no solo formalmente, sino en la práctica, porque no otra cosa se ha hecho cediendo sistemáticamente ante las reclamaciones marroquíes desde que en 1956 el antiguo Protectorado llegara a su fin.
Este defecto político ha terminado por alimentarse solo, hasta el punto que pueden distinguirse tres razones que explican la insistente ineficiencia de la política española hacia Marruecos: el aldeanismo estratégico; la búsqueda de una justificación histórica y la culpabilidad sobrevenida.
 
Aldeanismo estratégico
 
Este término equivale a apocamiento, desinterés, infravaloración de las propias capacidades y ausencia de voluntad política. La percepción estratégica en España resulta de una pobreza inexplicable en una nación que ha sido imperial durante trescientos años, entre otros notables privilegios que incluyen poseer la segunda lengua occidental del planeta, la novena economía mundial o una de las pocas capacidades militares de cierta envergadura de Europa. En otras palabras, los puntos fuertes de la situación de partida de España son notablemente superiores a los débiles; y todos ellos podrían haberse rentabilizado en los últimos treinta años en un marco político y económico propicio. Sin embargo  la actividad exterior española resulta de un pobreza y falta de autonomía sorprendentes. Conseguida la incorporación a la Comunidad Económica Europea (CEE), y discutida la entrada en la OTAN, la década de los ochenta alumbró la definición de España como una potencia media sin capacidad de acción global, con una especial proyección en Europa, América y el Mediterráneo. Un intento notable de aunar la tradición histórica, y por definición imperial, con la complacencia voluntarista de la España actual; y de paso de casar dos posturas irreconciliables, como eran la proyección en esas tres vastísimas áreas con la convicción de no poder, y de hecho no desear, convertir a España en un actor global. Por supuesto semejante formulación no ha sido más que retórica. En Europa la actividad española ha tenido momentos brillantes en la gestión interna de algunos de sus intereses, pero ha sido ineficaz a la hora de influir o cooptar  la actividad exterior del conjunto de la organización, a cuyo amparo se ha limitado no pocas veces a asumir decisiones comunes escasamente respetuosas con los intereses españoles. La proyección latinoamericana ha sido otro fiasco, saldado hoy con la más baja cota de influencia regional desde el inicio de la transición, a pesar de los momentos brillantes que ha vivido la inversión española en la zona. Y la proyección mediterránea se limitó a cortejar a Argelia y Marruecos por separado, sin desarrollar una estrategia regional, menos aun sostenida en el tiempo. Reconocido Israel en 1986, la Administración Española también se ha esforzado en malgastar tiempo y dinero en el conflicto palestino-israelí, ámbito de trascendencia discutible para España en el que se formó el actual ministro de asuntos exteriores, en el que siguen cifrándose esperanzas poco realistas de reconocimiento internacional y desplegándose medios, incluidos los militares, de ineficacia política probada. En el desarrollo de esta doctrina de la acción exterior ideal de España varias características han brillado con fuerza, entre ellas, el escaso servicio prestado a los intereses de España; la ideologización de la actividad exterior, cada vez más influenciada por el relativismo comprensivo que asola el continente europeo; y el deseo manifiesto de no destacar más de lo necesario, o lo que es lo mismo, la ausencia de orgullo, dignidad o patriotismo en la toma de decisiones o en la definición del entorno estratégico.
 
La persistencia en el tiempo de esta política contribuyó a la derrota del partido popular en 2004, que resulta la primera gran derrota electoral en la que influyó intensamente la política exterior. El alineamiento pronorteamericano del gobierno Aznar, la búsqueda de mayor influencia internacional y la manifestación de patriotismo que aquella conllevaba resultaron incomprendidas para una población acostumbrada a pensar que España era un estado medio, pobre desde tiempo inmemorial y deudor de la Unión Europea. El horizonte estratégico para una nación que se percibe a sí misma así es necesariamente gris, y contrasta sobremanera con la notable imagen que tienen de si mismos el régimen marroquí o los grandes aliados europeos.
 
En los tres ámbitos el fracaso es consecuencia no tanto de la ausencia de medios, que nunca han sido de extraordinaria calidad en ningún orden, ni material ni humano, pero si suficientes para alcanzar retos más ambiciosos; como de la ausencia de una doctrina estratégica global. Difícilmente se puede influir en la actividad exterior de la UE si se carece de ella. Porque la Unión es una estructura con ambiciones globales, y sus estados líderes son potencias globales o que se consideran así mismas como tales. Tampoco ha existido una política latinoamericana, a pesar del notable esfuerzo que ha supuesto el desarrollo de las Conferencias Iberoamericanas. Ni España ha asumido que debía convertirse con todas sus consecuencias en una potencia regional en América ni se valoraron las dificultades que hacían de la colaboración entre regímenes de naturaleza muy distinta un objetivo inalcanzable. En el Mediterráneo, por último, se ha preferido alimentar una situación de facto que no beneficiaba a España ni ha resuelto los notables riesgos de seguridad que en ese ámbito afectan a la nación. Como en Latinoamérica, España se decidió por el retraimiento, evitando conflictos en lo posible y aumentando partidas monetarias y prebendas de similar naturaleza en vastos e ineficaces programas de cooperación que, en le caso marroquí, pudieran comprar períodos de tranquilidad. Ni la crítica relación estratégica con Argelia o Libia, ni la necesaria resolución del conflicto del Sahara Occidental o la anulación del potencial de riesgo marroquí han merecido atención suficiente. Así resulta comprensible, pero inquietante, que el único flanco abierto a un posible conflicto armado se encuentre fuera del marco OTAN; que la ambivalencia presida habitualmente la defensa de las fronteras españolas en suelo africano o que la presencia militar en la región haya quedado, tras la drástica reducción de unidades y medios materiales en Ceuta, Melilla y Canarias, mermada por debajo de lo razonablemente aconsejable, precisamente cuando Marruecos ha intensificado su presencia militar en la zona del estrecho, con el beneplácito de los EEUU y el ya natural desinterés de España.
 
La justificación histórica
 
El desajuste entre el pasado de España, su potencial actual, y la pobreza alarmante de su actividad exterior han necesitado de un soporte ideológico capaz de justificarlo. Semejante soporte debía basarse necesariamente en una o varias ideas de fácil asimilación popular, actual o potencial. La historia imperial ofrecía un inestimable instrumento de interpretación capaz de minusvalorar el pasado español y justificar la falta de ambición actual: la Reconquista, la conquista de América, las guerras de religión europeas, la Inquisición, conceptos todos calificados con generalidad como negativos, al margen de cualquier interpretación medida y acorde con el momento histórico. Este conjunto de ideas negativas sobre el pasado español  han recibido tradicionalmente el nombre de Leyenda Negra, y ha influido de forma notable en la visión, interpretación y posterior rechazo que la naturaleza de la acción exterior española ha suscitado dentro de sus propias fronteras. Más aun, los aspectos vertebrales de esta idea son de fácil conexión con el complejo siglo XIX español y los dramáticos acontecimientos que marcaron la primera mitad del XX. Como argumento deslegitimador ha sido interiorizado dentro de España de forma general, y en especial por la izquierda  y los nacionalismos periféricos, ansiosos por encontrar respaldo suficiente a sus tesis. Argumentos similares también  son utilizados en el exterior. Las reacciones de la prensa marroquí suelen estar trufadas de referencias históricas calificadas universalmente de negativas, propias de la leyenda negra o períodos históricos posteriores,  en particular del franquismo. El efecto de esta interpretación del pasado español ha sido demoledor,  impidiendo ligar la política exterior actual a una tradición histórica. Este hecho ha sido evidente incluso en el caso de la política iberoamericana, que ha rechazado explícitamente el pasado imperial, la naturaleza de la conquista o pretendido disimular los grandes objetivos económicos, por tanto materiales, por parecer estos  de carácter neocolonial.
 
Un segundo aspecto que ha debilitado la percepción de la propia capacidad de acción exterior, y lo que acaso sea más importante, su legitimidad y ambición, ha sido la idea de una España  pobre cuyo proceso de desgaste alcanzó su punto culminante en el régimen franquista tras siglos de decadencia. La pobreza va unida a otros conceptos igualmente embarazosos: subdesarrollo, ausencia de industrialización, analfabetismo, bajo nivel cultural, entre otros que han contribuido a modificar la forma de abordar la acción exterior en España, en la que ha primado la búsqueda de reconocimiento exterior. Este hecho es particularmente obvio en Europa, donde la imagen pública de España sigue siendo una mezcla de turismo veraniego y desarrollo subvencionado por la Unión, imagen a la que contribuye la permanente utilización política en España del ingreso en la antigua CEE como el hecho fundamental que marca el cambio democrático y económico moderno de España; punto de ruptura en definitiva entre la España de antaño, anticuada y grosera; y la actual y moderna, que  aspira a recrear su imagen al margen de cualquier hipoteca del pasado: religión, imperio, dictadura, colonialismo y guerra civil. Ningún país europeo ha aspirado a tanto, salvo quizás Alemania por sus particulares circunstancias; y España, debido a la asimilación por una parte amplia del espectro político de una visión extremadamente negativa del hecho español. La aplicación de esta fórmula al caso de Marruecos es sencilla: guerra colonial, franquismo y guerra civil, tres conceptos que dificultan la percepción real de los retos de España en el norte de África y refuerzan la política marroquí por la simple incapacidad de España para imaginar una política asertiva y falta de complejos. La España nueva y moderna sin hipotecas del pasado que muchos quieren imaginar es sencillamente incompatible con la defensa de sus fronteras africanas, como lo es, por ejemplo, con el pasado imperial americano y por tanto con una política ambiciosa en ese continente.
 
Culpabilidad  y pacifismo
 
Asimilada la justificación histórica y aceptada la pobreza estratégica, resulta necesario consolidar ambas variables con una tercera, que no solo se nutre de hechos particulares españoles, sino también generales  occidentales. Se trata de una ideología al uso que ha condicionado la historia reciente de Europa y tiene dos pilares esenciales, el pacifismo a toda costa y la culpabilidad como sustrato de aquel. Ambos, como se ha visto, tienen un origen contemporáneo preciso en las dos grandes guerras mundiales. La culpabilidad procede además del proceso de descolonización, siendo el colonialismo un fenómeno que desde mediados del siglo XX adquirió una imagen muy negativa y permitió interpretar la historia europea en términos de opresión e injusticia. Un fenómeno no tan reciente en la historia de España, que se enfrento a un dilema de esta naturaleza ya en el siglo XVI a medida que se iba ocupando América.  Semejante sustrato ideológico exige necesariamente el rechazo de políticas de fuerza o sencillamente asertivas. Aunque desde un punto de vista intelectual, utilizado sin pudor por el socialismo, esta es una opción posible, desde un punto de vista práctico desemboca en la ineficacia de la acción del Estado, que pierde toda legitimidad para emplear la totalidad de sus recursos en circunstancias de crisis. Esta postura se ha traducido en la disminución de presupuestos militares, la práctica desaparición publica de valores patrióticos, la dificultad extrema en el reclutamiento militar, la imposibilidad de imaginar y aplicar sin oposición políticas de seguridad preventiva; entre otros aspectos de trascendencia notable para la acción exterior de un estado.
 
La relación entre España y Marruecos no es ajena a la influencia de esta ideología. Pacifismo y culpabilidad también juegan en este caso su papel. El primero desarma intelectualmente a la nación que lo ensalza, que debe enfrentarse a fuertes presiones diplomáticas y retos continuos sobre el terreno, en este caso las fronteras marítimas y terrestres con Marruecos, sin valorar siquiera el uso de la fuerza. El Gobierno Aznar se enfrentó a este dilema con ocasión del conflicto de la isla Perejil. Y lo resolvió de una forma inesperada, una acción de fuerza, en un medio acostumbrado a tolerar incidentes graves de similar naturaleza. Desgraciadamente no se resolvió el conflicto con el mismo dinamismo en el campo diplomático, estableciendo una situación de hecho que de iure nunca antes había existido, el compromiso de mantener la isla desocupada, y reconociendo por tanto una supuesta base legal a la reclamación marroquí. Se puede decir sin temor a equivocarse que la izquierda y una parte notable de la sociedad aceptó el hecho con desgana. Cuando, con ocasión de la guerra de Irak, ya no había un motivo que hiciera comprensible una acción de fuerza el pacifismo estalló sin límite racional alguno, con consecuencias políticas bien conocidas. Del mismo modo la culpabilidad afecta siempre a la relación bilateral. En este caso en ambas direcciones. Marruecos utiliza el viejo protectorado y las guerras que lo hicieron posible, y España asume ese mensaje negativo, despreciando la ocupación y aceptando como hechos políticos relevantes circunstancias del pasado que no modifican la relación de intereses en juego. Para Marruecos las fronteras españolas en suelo africano son parte ineludible de esa culpabilidad no sancionada; y para España esa culpabilidad es un lastre intelectual que debilita su voluntad de permanecer en ellas.
 
Conclusión
 
Existen opciones racionales. La absoluta asimilación de los enfoques expuestos hasta ahora obliga a aquellos que los defienden, toleran o practican a establecer disyuntivas que reducen la capacidad de opción. Disyuntivas que son falsas, pero conducen siempre a establecer una política de colaboración con Marruecos desequilibrada. La guerra o la enemistad no es la consecuencia automática de la no colaboración con la Administración marroquí. Y las buenas relaciones con el reino alaui no constituyen necesariamente un bien, sobre todo si no reportan ventaja alguna a una de las partes, en este caso la española, y si suponen un desconocimiento grave de los intereses nacionales.
 
Debe admitirse por otra parte que los problemas que afectan a la política exterior española en Marruecos son los mismos que afectan a esa misma acción en otras zonas del planeta. Su mayor trascendencia no radica en la evidente inadecuación de la política aplicada, sino en la mayor importancia de los intereses en juego y sus efectos sobre la política interna en España.
 
En definitiva sobre la política exterior de España pesan tres factores de difícil superación: pobreza estratégica, complejo histórico e ideologización inadecuada, que explican ampliamente el fracaso de España como potencia media; su incapacidad para asumir retos globales y su persistente ineficacia para resolver conflictos cercanos que afectan a su integridad y seguridad.