Primer centenario de la Conferencia de Paz de La Haya

por Carlos Eymar, 23 de diciembre de 1999

Del 18 de mayo al 29 de julio de 1899, tuvo lugar en el Palais de Bois de la Haya la Primera Conferencia Internacional de Paz cuya importancia histórica, así como las enseñanzas que puede aportarnos a nuestro inquieto fin de siglo, bien merecen un somero recordatorio. Con ella se produce el primer gran intento codificador del Derecho Internacional público contemporáneo, casi con un siglo de retraso con respecto al derecho civil, plasmado en letras de molde en el Código de Napoleón de 1804.
 
El final del siglo XIX es una época ambigua en la que coexiste el optimismo ilustrado, que sigue confiando en el eterno progreso del género humano a través del desarrollo de las ciencias, con unos ciertos presagios de guerra mundial. El siglo XIX fue en Europa un siglo relativamente pacífico ya que desde 1815, en que tiene lugar el Congreso de Viena y la iniciativa del zar Alejandro I de la creación de la Santa Alianza, no son reseñables grandes conflictos fuera de los movimientos revolucionarios y nacionalistas. Las principales conflagraciones entre Estados: la guerra de Crimea entre 1854 y 1856, la guerra austro-prusiana de 1866 y la guerra franco-alemana de 1870-71, fueron bastante limitadas en su duración e intensidad, si las comparamos con las de este siglo. Por otra parte, desde mediados del XIX, se han ido creando los primeros instrumentos jurídicos internacionales de derecho humanitario y de los conflictos armados. En 1860 tiene lugar la fundación de la Cruz Roja Internacional reconocida por la Convención de Ginebra de 1864 para protección de heridos, enfermos y personal sanitario en la guerra terrestre. En 1868 se reunió en San Petersburgo una Comisión internacional militar que acordó la prohibición de utilizar en la guerra determinados explosivos como las balas dum-dum. En 1874, a iniciativa del zar Alejandro II, se desarrolló la Conferencia de Bruselas que si bien no desembocó en ningún tratado, culminó con un proyecto de Declaración de 56 artículos que establecía una primera definición de los usos de la guerra terrestre.
 
Todos esos documentos de contenido humanitario, coexistieron con la realidad inequívoca de un creciente desarrollo armamentístico. A partir de 1874, la mayoría de los historiadores del armamento coincide en apreciar una revolución tecnológica que hizo posible su producción en masa con el consiguiente compromiso de recursos industriales de los Estados. La realidad de la carrera de armamentos, su perfeccionamiento técnico y la amenaza de una guerra europea, provocaron, en el último decenio del pasado siglo, un vasto movimiento de inspiración pacifista. Nombres como los de Alfred Nobel que instaura el premio que lleva su nombre y Henry Dunant, fundador de la Cruz Roja y primero que lo obtiene, muestran la relevancia de estas ideas que llegan hasta el centro mismo de los ámbitos estatales
 
La circular del conde Mouravieff
 
La Rusia de finales del siglo XIX ostenta el rango de auténtica potencia europea que se sitúa en el centro de todas las iniciativas por la paz. La Santa Alianza, la Declaración de San Petersburgo, la Declaración de Bruselas, han sido siempre adoptadas a impulso y propuesta de los zares. Para seguir con esta tradición, el zar Nicolás II encarga a su Ministro de Negocios Extranjeros, conde Mouravieff, la convocatoria de una conferencia internacional de la paz. Su circular de 24 de agosto de 1898 es un documento que alcanza una enorme resonancia en Occidente y que se articula como un manifiesto en favor del desarme. Las miras humanitarias y magnánimas del zar, consagradas al ideal de la paz, le llevan a reclamar una discusión internacional que pueda poner fin al desarrollo progresivo de los armamentos. 'Durante los últimos veinte años - dice la circular - las aspiraciones de una pacificación general se han afirmado particularmente en la conciencia de las naciones civilizadas. La conservación de la paz se ha planteado como el fin de la política internacional; en su nombre han celebrado los grandes Estados alianzas poderosas, y para garantizarla mejor han aumentado sus fuerzas militares en proporciones hasta aquí desconocidas, y continúan acrecentándolas sin retroceder ante ningún sacrificio. Todos esos esfuerzos no han bastado, sin embargo, para obtener los resultados beneficiosos de la apetecida pacificación. Las cargas financieras, siguiendo una marcha ascendente, lesionan y paralizan la prosperidad pública en su origen mismo'. En consecuencia, se concluye proponiendo a los representantes de todos los países acreditados en la Corte imperial de Rusia, la reunión de una Conferencia que aborde la cuestión del desarme y sirva a modo de feliz augurio para el triunfo de la paz universal en el siglo venidero.
 
Tales propósitos de paz, que resultan trágicamente ingenuos desde nuestra perspectiva actual, también provocaron en su día ciertas sonrisas burlonas por parte de los representantes de la Alemania guillermina. Incluso el propio conde Mouravieff, ante la impresión del mundo entero de que los elevados propósitos del zar no podían realizarse, tuvo que modificar el contenido de su propuesta y redactar una nueva circular, el 11 de enero de 1899, en la que sin abandonar el tema del desarme introducía una serie de cuestiones de Derecho Internacional público que podía hacer disimular el fracaso previsto de la propuesta de la limitación de armamentos. No obstante, entre las ocho cuestiones planteadas para el debate de la Conferencia, el tema del desarme figuraba en primer lugar.
 
La inauguración de la Conferencia de la Haya, el 18 de mayo de 1899 fecha del cumpleaños del zar, estuvo rodeada de gran solemnidad y de una mal disimulada retórica pacifista con continuas referencias a la invitación del conde Mouravieff. A ella concurrieron veintiséis naciones, de las que veinte eran europeas, dos americanas (Estados Unidos y Méjico) y cuatro asiáticas (China, Japón, Persia y Siam). El ministro holandés de negocios extranjeros, M. de Beaufort, abrió la Conferencia, en nombre de su Majestad la reina de los Países Bajos, agradeciendo al zar Nicolás II el hecho de haber designado la Haya como sede de las negociaciones. El ministro holandés hizo constar su convencimiento de que aquél día sería recordado como uno de los más importantes de la historia del siglo XIX. Por primera vez, en tiempo de paz, tenía lugar una gran conferencia internacional que reunía a los principales países del mundo con el objeto de prevenir o humanizar los conflictos armados. Aludiendo a un cuadro que representaba a la paz de Westfalia en el salón del Palais de Bois, M. de Beaufort hacía votos para que aquella alegoría sirviera como buen augurio para el éxito de la conferencia y el triunfo de la paz.
 
La limitación de armamentos
 
Como ya hemos apuntado, la cuestión del desarme fue perdiendo el lugar central que ocupaba en los primeros proyectos de la conferencia. Sin embargo el tema siguió siendo objeto de la primera comisión de las tres en que se organizaron los trabajos. El presidente de la citada comisión, el plenipotenciario belga M. Beernaeert, afirmaba en la reunión del 26 de mayo lo siguiente: 'Entre las muy importantes tareas que han sido sometidas a la Conferencia, nuestra primera comisión tiene, quizás, la más sagrada. En particular, tenemos que estudiar, discutir y llevar a cabo la idea maestra que ha dado lugar a esta reunión internacional: asegurar a los pueblos una paz duradera e intentar poner freno al desarrollo progresivo y ruinoso de los armamentos militares'. La cuestión capital que se planteaba era, ante todo, la de llegar a una entente sobre la limitación convencional de las fuerzas armadas de tierra y mar, así como de los presupuestos destinados a armamento. En íntima conexión con lo anterior se debatía sobre la necesidad de prohibir, por vía convencional, cualquier progreso en la fabricación de ingenios de guerra terrestre o marítima.
 
Dada la complejidad de los detalles técnicos que implicaba la adopción de medidas concretas de desarme, el análisis de la cuestión fue sometido a dos subcomisiones una militar y otra naval que presentaron sus conclusiones un mes más tarde, el 22 de junio de 1899. Entre lo más destacado de aquellas conclusiones hay que hacer notar la defensa del derecho de invención. Se llega incluso a relacionar el perfeccionamiento de los armamentos y pólvoras con el principio de economía. Así, por ejemplo, el representante norteamericano, capitán Crozier, afirmó que una pólvora más poderosa capaz de producir mayor volumen de gas a más baja temperatura fatigaría menos al fusil y permitiría la conservación de éste durante más tiempo. Acerca del intento de concretar por vía convencional la obligación de limitar las mejoras a introducir en los fusiles o cañones existentes, se argumentó por parte del representante alemán, Coronel de Gross von Scbwarzhoff, que era muy difícil establecer cuáles eran las mejoras permitidas o prohibidas: ¿qué autoridad habría de decidir de tales cuestiones?. Ni la apelación a la buena fe de los gobiernos o a la opinión pública, podría ser considerada suficiente. En cuanto a la cuestión de la limitación del número de efectivos en tiempo de paz o a la de los presupuestos militares, son también más las interrogantes que se plantean que las soluciones halladas. ¿debe afectar a las tropas de la metrópoli o también a las coloniales? ¿deben incluirse los oficiales o solo los soldados? ¿cómo valorar la distinta duración del servicio militar en los distinto países?, ¿debe incluir al presupuesto militar ordinario o a los extraordinarios que cada país fija conforme a sus propios planes?. Algunos países como Alemania niegan incluso el diagnóstico de que los gastos militares sean ruinosos. El pueblo alemán - decía su representante en la conferencia - no está aplastado por el peso de cargas e impuestos, no es arrastrado hacia la pendiente del abismo, no corre hacia el agotamiento y la ruina por el aumento de sus cargas militares. Muy al contrario: la riqueza pública y privada aumentan, el bienestar común y el nivel de vida se elevan de año en año. Y en cuanto al servicio obligatorio, el alemán lo considera no como una pesada carga, sino como un deber sagrado y patriótico a cuyo cumplimiento debe su existencia, su prosperidad y su futuro. Por último, tanto Alemania como Italia, alegaban razones de orden jurídico interno, su disposición a no cambiar las leyes y relaciones institucionales de sus respectivos Estados que fijaban el reclutamiento y los planes de equipamiento militar, como fundamento para rechazar cualquier propuesta de una convención internacional de limitación de armamentos.
 
Todo ese conjunto de dificultades se alternaron con dramáticas llamadas de atención e intentos desesperados por salvar el propósito inicial de la conferencia. El primer plenipotenciario ruso, Mr Staal, en un discurso del 23 de junio reiteró la afirmación de que la paz armada arrastraba gastos más considerables que las más onerosas guerras del pasado. Se trataba de presentar la propuesta rusa no como una utopía o medida quimérica de desarme general, sino como una limitación en la marcha ascendente de los gastos militares de la que se beneficiarían todos los países. Algunos delegados, como el holandés van Karnebeek, suministraron otros argumentos consistentes en una consideración de las posibles alteraciones sociales que podría acarrear una economía lastrada por el peso excesivo de las cargas militares. No llegar a un acuerdo y continuar con la lógica de la paz armada, significaba, según el delegado holandés, dedicar menos fondos a actividades sociales y hacer el juego a aquellos movimientos que pretendían subvertir el orden establecido.
 
A pesar de aquellos llamamientos, en lo que se refiere a limitación de armamentos, la conferencia solo logró plasmar sus esfuerzos en tres declaraciones con fuerza obligatoria para las Potencias contratantes en caso de guerra. La primera, que retomaba la declaración de San Petersburgo de 1868, prohibía el empleo de balas que se expandieran o aplanaran fácilmente en el cuerpo humano, como aquellas con cubierta provista de incisiones. La segunda declaración se refería a la prohibición de proyectiles cuyo único fin fuera la de expandir gases asfixiantes o deletéreos. Por último estaba la prohibición de lanzar proyectiles o explosivos desde globos o por otros modos nuevos análogos. En relación con esta última, se acordó limitar el alcance de la interdicción a un período de cinco años, después de que se impusieran los argumentos del delegado norteamericano, capitán Crozier, sobre la libertad de invención. Según éste, la razón de la prohibición no residía tanto en motivos humanitarios o en la maldad intrínseca de los ataques aéreos, cuanto en la ineficacia de los bombardeos que se podían realizar en 1899. El globo tal y como lo conocemos - afirmaba el capitán Crozier - no es dirigible, puede transportar muy poca cosa, solo es capaz de lanzar sobre puntos indeterminados, sobre los que vuela al azar, una cantidad insignificante de explosivos que caen como granizo inútil sobre combatientes y no combatientes. Por el contrario en un estadio más avanzado de la investigación aerostática, la eficacia de las armas y su capacidad para localizar los objetivos a destruir permitirá ahorrar sufrimientos a todos aquellos que no se encuentren en aquellos lugares. La conclusión, pues, es que la investigación que permite el perfeccionamiento de las armas, o la explotación bélica de nuevos medios como la energía eléctrica, no solo no deben ser prohibidas, sino fomentadas en nombre de la atenuación de los males de la guerra.
 
Si se comparan con sus expectativas iniciales, los resultados de la conferencia en lo que respecta al desarme fueron más bien frustrantes. Con todo, para salvar la cara y gracias a los buenos oficios del representante francés, Mr Leon Bourgeois, logró introducirse en el acta final de la Conferencia la siguiente resolución: 'La Conferencia estima que la limitación de las cargas militares que pesan actualmente sobre el mundo es altamente deseable para el acrecentamiento del bienestar material y moral de la humanidad'. Igualmente, en la misma acta final, fueron expresados una serie de deseos, uno de los cuales fue redactado así: 'La Conferencia formula el deseo de que los gobiernos, teniendo en cuenta las proposiciones hechas en la Conferencia, sometan a estudio la posibilidad de una entente relativa a la limitación de fuerzas armadas de tierra y de mar y de los presupuestos de guerra'. No parece, sin embargo, que con posterioridad a la coferencia fuera realizada ninguna gestión para llevar a cabo aquellos nobles y piadosos deseos.
 
Las convenciones de la conferencia
 
El fracaso de los acuerdos sobre la limitación de armamentos fue compensado en parte por la conclusión de tres convenciones. La primera de ellas, relativa a 'La solución pacífica de conflictos internacionales', volvía a entroncar con las nobles intenciones de su iniciador el zar Nicolás. Con el propósito de extender el imperio del derecho y de fortalecer el sentimiento de justicia internacional, la convención subrayaba en su artículo primero el compromiso de todas las potencias signatarias de utilizar todos sus esfuerzos para asegurar la solución pacífica de las diferencias internacionales. Para ello se señalaban, en sendos títulos, tres medios diferentes y progresivos en su fuerza vinculante para las partes. Ante todo, como primera solución de un conflicto antes de acudir a las armas, las partes se comprometían a utilizar los buenos oficios o la mediación de una o varias potencias amigas o a admitir la iniciativa mediadora de partes ajenas al litigio. Un segundo título estaba dedicado a regular las comisiones internacionales de investigación como medio de ayuda a la solución de aquellos litigios que no comprometían ni el honor ni los intereses esenciales de las partes y que tenían su origen en una mera divergencia en la apreciación de una situación de hecho. El papel de la comisión internacional de investigación, que se formaría por una convención especial de las partes, se centraba, por lo tanto, en un examen riguroso y concienzudo de las cuestiones de hecho del conflicto. Su informe, que en modo alguno tenía el carácter de una sentencia arbitral, dejaba a las potencias en litigio una entera libertad para extraer las consecuencias de aquella constatación. Por último, la convención pasaba a regular la institución de la justicia arbitral cuyo fundamento se centraba en la elección de jueces libremente escogidos por las partes y en el absoluto respeto del derecho. A este respecto, el mayor mérito de la convención fue la creación de una Corte permanente de arbitraje internacional con sede en La Haya, y en la fijación de unas reglas de procedimiento que se articulaba en dos fases fundamentales: una de instrucción y otra de debates. La sentencia arbitral tenía un carácter obligatorio para las partes que hubiesen concluido el compromiso e incluso, en ocasiones, para terceros Estados cuando dicha sentencia versara sobre la interpretación de una convención de la que fueran signatarios.
 
La segunda convención, mucho más breve, de apenas catorce artículos, se concentraba en una adaptación a la guerra marítima de la Convención de Ginebra de 1864. Los principios de derecho humanitario allí contenidos, que consagraban la iniciativa de la Cruz Roja, fueron transpuestos a las circunstancias específicas de la guerra naval. Mientras duraran las hostilidades, las partes se obligaban a respetar y a no apresar a los buques hospitales de los beligerantes o de sociedades de socorro oficialmente reconocidas como la Cruz Roja. Igualmente, se comprometían a no utilizar estos barcos para ningún fin militar. Si bien, los buques hospitales debían asumir los riesgos que se pudieran derivar del combate y consentir el derecho de control y de visita por parte de los beligerantes. Junto al estatuto de los buques hospitales, se fijaron también una serie de normas de derecho humanitario con respecto a los náufragos, heridos y enfermos capturados como prisioneros de guerra, así como con respecto a la inmunidad del personal médico o religioso al servicio de cualquiera de las potencias beligerantes.
 
Por último, la tercera convención aprobó el Reglamento de las leyes y costumbres de la guerra terrestre que constituye el primer gran instrumento de derecho internacional de los conflictos armados, ratificado por un número considerable de países. Ciertamente no se trataba de un texto de absoluta originalidad pues le sirvieron de inspiración el Manual de Oxford del Instituto de Derecho Internacional y, sobre todo, el Proyecto de la Declaración de Bruselas de 1874 cuyo texto fue utilizado como punto de partida de las discusiones. El Reglamento compuesto por sesenta artículos, se distribuye en cuatro secciones. La primera sección bajo el título 'de los beligerantes' se divide en tres capítulos consagrados a definir la condición de beligerante, a los prisioneros de guerra y a los enfermos y heridos. La segunda sección trata 'de las hostilidades', compuesta de cinco capítulos que tratan sobre los medios de dañar al enemigo, los sitios y los bombardeos (Capítulo 1), de los espías (Capítulo 2), de los parlamentarios (Capítulo 3), de las capitulaciones (Capítulo 4) y del armisticio (Capítulo 5). La sección tercera aborda el tema 'de la autoridad militar sobre el territorio del Estado enemigo' y la cuarta concluye regulando la situación de los beligerantes y heridos en país neutral.
 
Hay que destacar el sentido humanitario de este reglamento inspirado por la idea dominante, como también lo fue en la conferencia de Bruselas de 1868, de disminuir al máximo posible los males y calamidades de la guerra. Bajo esta inspiración fue añadido en el Preámbulo de la convención un párrafo muy significativo, conocido entre los internacionalistas con el nombre de claúsula Martens. Este era un famoso profesor de Derecho Internacional, de origen estoniano, consejero privado del zar Nicolás II, que había sido solicitado en numerosas ocasiones para servir de árbitro en numerosos y exóticos conflictos como el que se planteó entre Venezuela y Gran Bretaña para fijar la frontera de la Guayana británica. Pero, sin duda, una de sus más relevantes actuaciones se desarrolló precisamente en el transcurso de la conferencia de la Haya. No hay que perder de vista - decía Martens refiriéndose al reglamento sobre las leyes y costumbres de la guerra - que estas disposiciones no tienen por objeto codificar todos los casos que podrían presentarse, aunque sería altamente deseable que los usos de la guerra fueran bien definidos y regulados. Es evidente que, a falta de estipulación escrita, los casos no previstos no podrían dejarse a la apreciación arbitraria de quienes dirigen los ejércitos. En consecuencia, Martens propuso la siguiente fórmula que fue unánimemente aceptada e incorporada al texto de la convención:
 
 'A la espera de que pueda ser redactado un código exhaustivo sobre las leyes de la guerra, las Altas Partes Contratantes juzgan oportuno hacer constar que en los casos no comprendidos en las disposiciones reglamentarias adoptadas por ellas, los pueblos y los beligerantes quedan bajo la salvaguardia y el imperio de los principios del derecho de gentes, tales como resultan de los usos establecidos entre las naciones civilizadas, de las leyes de la humanidad y de las exigencias de la conciencia pública'
 
El Reglamento sobre las leyes y usos de la guerra fue ratificado por España el 29 de julio de 1899. Si bien este Reglamento sufrió algunos retoques en el transcurso de la segunda conferencia de la Haya de 1907, España no llegó a ratificar esta posterior redacción por lo cual, a efectos de determinar cuál es el derecho vigente en nuestro ordenamiento jurídico, siempre habrá que recurrir a aquel texto elaborado hace justo cien años. No solamente por su carácter de derecho positivo sino por lo que implica de progreso en la conciencia de la humanidad y como pieza clave en la historia del derecho humanitario, bien merece una ligera conmemoración.