Revolución francesa

por GEES, 3 de octubre de 2021

Veinticuatro, dieciséis, quince por ciento. 

 

La última encuesta sobre las presidenciales francesas de primavera de 2022 da estos resultados a, respectivamente, el presidente Macron, la candidata Marine Le Pen y Éric Zemmour. ¿Quién es este hombre que ni siquiera se ha presentado aún a la contienda?

 

La respuesta breve es que se trata de una estrella televisiva de la derecha por sus posiciones controvertidas y su claridad y calidad de expresión. 

 

Pero hay algo más que decir.

 

El mundo occidental vive desde hace doscientos años bajo el embrujo político del liberalismo que se resume en tres revoluciones. La inglesa de 1688, que inventó el asunto, la americana de 1776 que lo llevó a la práctica contra la madre patria, y la francesa de 1789, que le dio plenitud y lo expandió por el continente y el mundo.

 

Lo curioso de este patrón, es que se repite.

 

El 23 de junio de 2016 se celebraba un referéndum en el Reino Unido. El primer ministro de entonces, David Cameron, había prometido a sus conciudadanos a cambio de resultar elegido, que les daría la palabra sobre esa cuestión pesadísima de la pertenencia a la Unión Europea. No había provocado a los ingleses más que dolores de cabeza desde 1963 en que intentó entrar por primera vez.

 

Dijeron no.

 

Ha habido incontables interpretaciones del acontecimiento. Como dice un amigo, en nuestra época todo es doxa y nada episteme, que es una manera graciosa de decir que nadie tiene ni puñetera idea pero se muere por dar su opinión. El caso es que lo que sucedió realmente es que lo que se llama el populismo derrotó al establishment” o despotismo ilustrado. Este populismo es en realidad la reacción de la parte de Occidente que se resiste a morir opuesto a la montura falsa del liberalismo político del XIX. Esa que finge gobernarnos cuando lo único que hace es ostentar, y disfrutar, del poder contradiciendo sus propios principios.

 

En suma, se trataba de la primera revolución contemporánea contra los que mandan.

 

A pesar de que el artículo 50 del tratado que rige la Unión Europea decía que eso debía resolverse en dos años, se tardaron cinco. Es lo que los textos oficiales llaman respeto a la voluntad popular. No fue fácil y pudo torcerse varias veces por la inmensa resistencia de los que tienen la sartén por el mango.

 

En noviembre de 2016, tras una fulgurante campaña en la que Trump destrozó a la derecha tradicional americana, ganó por sorpresa las elecciones americanas contra la pobre Hillary Clinton. Si podía haber dudas en junio sobre la fortaleza de este movimiento de contestación que se iba desarrollando bajo el radar vigilante de los guardianes del pensamiento correcto, ahora se disipaban. La potencia dominante del planeta había dicho basta a la deriva despótica de las democracias occidentales resumida en la frase: fíate de nosotros que somos los que sabemos qué te conviene. 

 

Como es natural, pues la amenaza que se había materializado había dejado fuera de juego a mucha gente, la reacción fue furibunda. Tras cuatro años de oposición absoluta, una guerra larvada de las élites contra su propio pueblo sólo comparable precisamente a la revolución de 1776 pero al revés, y una elección repleta de irregularidades, los USA le daban la vuelta al invento encumbrando como representante de la nueva nobleza a un pobre hombre senil que nunca había cobrado fuera del presupuesto público. 

 

En la primavera de 2017 había elecciones presidenciales en Francia. El temor era grande a la aparición, empujada por las olas de este movimiento contestatario, de Marine Le Pen. Hubiera sido la repetición de esas tres revoluciones románticas un par de siglos después y por el mismo orden. Sin embargo, el estilo de verdulera de la candidata en el último debate frente a un ex ministro socialista reconvertido en un par de meses en la reencarnación de un Napoleón de la primera época = demócrata, selló el final de la ascensión populista. También de su expansión, a través de Francia, a todo el continente y acaso el mundo. 

 

La aristocracia contemporánea respiró aliviada.

 

Una pandemia y una derrota en Afganistán después, ambas restrictivas de derechos individuales tanto en casa como en el mundo globalizado, patria de los nuevos bienpensantes, parece evidente que los argumentos de la plebe se fortalecen, pero es irrelevante ante la omnipotencia mediática del poder establecido que parece, más que nunca, inexpugnable.

 

Entretanto, una pequeña aldea gala resiste ahora y siempre al invasor. Francia tiene todos los defectos de las sociedades occidentales contemporáneas y alguno más. De hecho, fue la inventora de la posmodernidad deconstructora a partir de las elucubraciones de tres filósofos trastornados del siglo pasado que respondían a los nombres de Foucault, Derrida y Deleuze.

 

Sin embargo, también posee alguna virtud. Es, justo por detrás de los judíos, un pueblo libresco. Obviamente, el pueblo elegido es el pueblo del Libro, la Biblia, lo que se nota, aunque sólo sea por el poder argumental que lo adorna a través de los siglos. Repásese si no la lista de los premios Nobel o de intelectuales y escritores de mérito en la Historia de Occidente. En Francia, también, el libro es una religión. Hasta el punto de que los políticos, si quieren llegar a algo, escriben un libro. O sea, exponen, defienden, presentan, debaten en forma escrita. 

 

Y hete aquí que debido a la conjunción de los astros, lo que solía conocerse por estos pagos occidentales por la Providencia Divina, aparece una estrella política francesa y judía. El tal Éric Zemmour, hijo de una familia humilde de la Argelia francesa, la que había antes de que el General De Gaulle prometiera haberla comprendido en 1958, para después abandonarla en 1962. 

 

Pero claro, como decía Aristóteles, una golondrina no hace verano. Golondrinas, sin embargo, había una pléyade en Francia. En efecto, Zemmour podía ser la punta de un iceberg, pero el hielo tenebroso de populistas de todo tipo que amenazaban al establishment con sus plumas, tenía mucha más densidad que la que hubiera deseado Greta Thurnberg para enfriar el clima en un santiamén.

 

Julián Marías escribió allá por los años setenta un artículo formidable que se titulaba “La vegetación del páramo”. Respondía a no sé ya qué memo que pretendía denigrar toda la cultura española que había florecido bajo el régimen franquista. Marías, que era republicano, que había luchado en el ejército de la República, le dio un baño considerable reverdeciendo los laureles que sí habían crecido en aquél ambiente. Laureles por cierto que, por desgracia, no se han reproducido en esta nuestra época tan libre y perfecta. 

 

Pues bien, la vegetación del páramo francés está constituida desde hace un par de décadas, casi exclusivamente de rosas con espinas populistas. Más rosas que las de santa Teresita de Lisieux.

 

En el ámbito exclusivamente político podemos citar dos personalidades. Philippe de Villiers, fundador del Puy du Fou, un parque temático sobre la historia de Francia, hoy exportado a España, iba a escribir una ristra de novelas históricas destinadas a recuperar el orgullo de ser francés y a explicárselo tanto a las nuevas generaciones como a los inmigrantes. Empezó con una historia de la Vendée durante la revolución, aquella región tradicionalista y católica, que se opuso a los excesos del 93, lo que pagó en sangre. Siguió con San Luis, rey de Francia, ultimado en tierras del Islam mientras acompañaba a los cruzados. Por supuesto, no podía faltar un enésimo relato de las venturas y desventuras, muchas más de las segundas, de la santa de la avenida de Rivoli, Juana de Arco. Para concluir, produjo una biografía novelada de Clodoveo, que salvó a Occidente del arrianismo y lo hizo católico, absolutamente excelente. Todo ello, mientras batía lanza en ristre los platós de las televisiones, promoviendo varios libros políticos que iba dando al editor poniendo en un brete a la corrección política una y otra vez.

 

Luego estaba Patrick Buisson, antiguo consejero político de Sarkozy con el que acabó bastante mal, pero que le hizo ganar su elección al acoger a los votantes del Rassemblement National de Le Pen. Iba a escribir primero La causa del pueblo, título que se explica por sí mismo y, muy recientemente, El fin de un mundo, cuyo subtítulo es igualmente esclarecedor: “Oui, c’était mieux avant!”. Sí, estábamos mejor antes, una puesta al día de las coplas de Jorge Manrique pero en la lengua de Molière.

 

Al mismo tiempo se sucedían las reediciones de El desembarco, una novela de los años 70 de uno de esos novelistas eternos, Jean Raspail, muerto hace poco, que contaba como si fuera hoy la crisis migratoria. Era, proverbialmente, el libro de cabecera de Marine Le Pen y, lo que es más, el de Steve Bannon, consejero de la primera hora del presidente Trump.

 

Lo peor era que hasta en el campo de la izquierda el populismo hacía mella. Así, Michel Onfray, un ateo hijo de obrero, filósofo caracoleaba con los anteriores en los primeros puestos de la república literaria a base de poner verde a su bando por no entender ni la Nación, ni la inmigración ni lo políticamente correcto.

 

Esto era materia de mejores ventas y de primeros puestos en las listas de éxitos de las revistas, pero en un segundo plano había otra línea de defensa mucho más nutrida que la fracasada Línea Maginot.

 

Por ejemplo, Denis Tillinac, novelista, también recientemente fallecido, sacaba año tras año relatos sobre la felicidad de la Francia profunda en contraste con la tristeza contemporánea parisiense. Arnaud Teyssier se ocupaba, después de haber investigado la Francia colonial, con De Gaulle, Pompidou y Philippe Séguin, el gran opositor al tratado de Masstricht, reavivando la nostalgia de los franceses por un pasado de “grandeur”. El lenguaje ilustrado de toda esta gente pululando por las radios y las televisiones promovieron la reedición de las obras de Jacques Bainville, historiador tradicionalista, que, entre otras cosas había dicho: “Salvo por la grandeza y la gloria, hubiese sido mejor que no hubiera existido”, acerca de Napoleón. Los españoles no podemos contradecirlo. 

 

En materias sociológicas y demográficas, el páramo también se poblaba. Teníamos a Michel Maffesoli, que descubría el mal posmoderno y lo vinculaba al Demonio. Cómo no a Michèle Tribalat que, hablando de inmigración hacía un juego de palabras con su libro exitoso de 2010, “Los ojos bien cerrados”, desvelando lo que nadie quería confesar, a saber ese gran reemplazo del que había hablado antaño el apestado Renaud Camus. 

 

Mientras los primeros espadas citaban a Péguy, mártir católico de la Gran Guerra o Bernanos, el referente católico casi por excelencia, Jean Sévillia, ponía más luces que oscuros en sus obras sobre la separación de Argelia, indignado con las ignorancias voluntarias del presidente Macron. 

 

Por fin, cómo no mencionar al auténtico “enfant terrible” aunque ya casi anciano, el archiafamado Michel Houellebecq. Con “Sumisión” había puesto en escena una guerra civil entre franceses por culpa del Islam sobre fondo de depresión finisecular. Mientras, todos los progres de todos los partidos que no se atrevían a negar su talento, afirmaban a diestro y siniestro que Houellebecq sólo escribía “ficción”.

 

La lista no es exhaustiva pero sí suficiente. La aldea efectivamente resiste. Lo más curioso es que el plano intelectual no haya generado una literatura “anti reaccionaria” que brilla por su ausencia. Es decir, no sólo es que mucho de lo que se escribe en la Francia actual cojea del mismo pie; es que, del otro, no cojea casi nadie. 

 

Según su último libro, Francia no ha dicho su última palabra, tanto de Villiers como Buisson han desaconsejado a Zemmour lanzarse a la aventura política, consejo al que no son ajenos los desencantos de ambos cuando la emprendieron. De hecho, no existe hoy un candidato Zemoour a las presidenciales, tan sólo un rumor alimentadísimo que entretiene a los franceses ávidos de ideas, palabras y política.

 

Ahora bien, el corpus de contestación intelectual a las ideas recibidas, únicas para nuestros contemporáneos, tiene un peso incalculable. Si llega a ponerse en movimiento y aprovechar su inercia, es impredecible lo que puede derrumbar.