Rusia y los países de Europa Central y Oriental

por Ignacio Cosidó, 1 de enero de 1996

La Europa Central y Oriental en el nuevo sistema de seguridad europeo, Instituto Español de Estudios Estratégicos

Introducción
 
Europa camina aceleradamente hacia la construcción de dos sistemas diferenciados de seguridad. Por un lado, nos encontramos con una Alianza Atlántica que, lejos de autodisolverse tras el final de la Guerra Fría, se haya inmersa en difícil proceso de expansión. Por otro, una Comunidad de Estados Independientes, heredera de la antigua Unión Soviética, sometida a un proceso acelerado de reintegración económica y militar. Ese proceso de reconstrucción del antiguo espacio soviético, no exento de múltiples dificultades y problemas, está acompañado además por una creciente divergencia en la definición de sus intereses estratégicos respecto a los occidentales. Nos hallamos, por tanto, en la antesala de una nueva confrontación, aunque su naturaleza sea muy diferente a la que originó y mantuvo viva la oposición entre el bloque comunista y el bloque capitalista durante cuarenta años.
 
Esta nueva quiebra del espacio de seguridad europeo no significa que estemos ante una reedición de la guerra fría. Nos hallamos ante una situación nueva, terriblemente compleja, en la que junto a múltiples elementos de tensión entre dos esferas de seguridad diferenciadas nos encontraremos con grandes posibilidades de cooperación. Esa extraña mezcla de riesgos y oportunidades es lo que hace especialmente difícil diseñar e implementar las políticas y las estrategias que demandan los nuevos retos que plantea nuestra seguridad. No nos encontramos ante dos bloques bien definidos, rígidos y estancos, como en tiempos de la guerra fría.
 
Estamos ante dos estructuras geopolíticas aún por definir, sumamente dinámicas y que aún mantienen un diálogo fluido entre ellas. Es más, aunque el desarrollo de los acontecimientos tenderá a poner el acento más en las divergencias que en las coincidencias, ni la confrontación actual amenaza con tener la globalidad que la caracterizaba el pasado, ni el diálogo y la cooperación podrán volver a romperse totalmente. Ese diálogo y esa cooperación pueden incluso encontrar marcos institucionales, como la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), en los que desarrollarse en los momentos propicios y refugiarse en los momentos de mayor tensión.
 
La cuestión clave en la construcción de este nuevo orden de seguridad en Europa, después de tantos años de confusión y ensoñaciones sobre un idílico sistema pan-europeo de seguridad global, es dónde y como ubicar a los países de Europa Central y Oriental (PECOS). Es evidente que ellos desean fervientemente quedar integrados en las estructuras occidentales, pero no es menos cierto que Rusia está ejerciendo una resistencia decidida y creciente para que sus antiguos socios del Pacto de Varsovia no se conviertan ahora en miembros de una alianza tradicionalmente enemiga y aún hoy percibida como enfrentada a sus intereses. Por su parte, los países occidentales manifiestan tener ya decidido que algunos de los PECOS, previsiblemente Polonia, Chequia, Hungría y Eslovaquia, se integrarán próximamente en la OTAN, pero la realidad es que aún no saben como implementar esa decisión.
 
En esta encrucijada de la seguridad en Europa, la evolución de la política de seguridad rusa cobra una especial relevancia. Rusia sigue siendo la principal potencia militar continental -aún estando debilitada- con la mayor población y extensión de Europa, el mayor ejército y más de 20.000 armas nucleares. La posición rusa respecto a la ampliación de la OTAN debe ser, por tanto, un elemento clave a tener en consideración, tanto en el momento de iniciar el proceso como durante todo el desarrollo del mismo. Pero además, la ampliación de la OTAN tendrá efectos, más o menos dramáticos, en el diseño de la futura política rusa respecto a Occidente y, sobre todo, en la relación de Rusia con el resto de Repúblicas que conforman la CEI y con el resto de países de Europa central y oriental que queden fuera de la protección de la Alianza.
 
Rusia continua siendo hoy la principal preocupación de seguridad para los países de Europa Central y Oriental. La guerra en Chechenia y la evolución interna que está experimentando la política rusa han acentuado una percepción de amenaza que estos países han sentido históricamente respecto a su gran vecino del Este. Este temor a un nuevo intento de dominación rusa en la región es el motivo principal por el que anhelan con tanta intensidad su integración en la OTAN. Están tercamente convencidos de que sólo la Alianza Atlántica puede garantizar la recobrada soberanía e independencia a sus nuevas democracias.
 
El nuevo expansionismo ruso
 
El noviazgo que Rusia y Occidente han mantenido desde el final de la guerra fría está llegando a su fin. Probablemente, ninguna de las dos partes tuvo nunca demasiada fe en que, después de cuarenta años sin hablarse, fuera posible un matrimonio rápido y feliz. La novia rusa no se veía suficientemente respetada y valorada en la nueva relación y el novio occidental ni terminaba de tener plena confianza en la nueva actitud democrática de Rusia ni estaba dispuesto a pagar las ingentes facturas que requería la boda. Ahora se trata de que la ruptura no sea demasiado traumática para ninguna de las partes. Intentar, después del fracaso amoroso, quedar al menos como amigos. Cada uno seguirá su propio camino, buscará sus aliados, cooperarán en donde sea posible y se enfrentarán allí donde ambos lo consideren imprescindible. Esta ruptura es la que está provocando la quiebra del concepto de seguridad indivisible ensayada en el continente tras el fin del viejo orden polar.
 
El final del idilio con Occidente tiene diferentes causas. Quienes apostaron por una Rusia democratizada en su interior y normalizada en sus relaciones exteriores a corto plazo, no tuvieron en cuenta ni el peso de la historia rusa ni la profundidad de las heridas causadas por 70 años de comunismo. Harán falta varias generaciones para que el pueblo ruso se libere de la opresión de las tradiciones del Estado autocrático, militarizado e introvertido del pasado. Sin embargo, el problema actual no es sólo que las reformas vayan mucho más lentas de lo que algunos esperaban, sino que el propio proceso modernizador podría encontrarse hoy en un punto de inflexión. Los elementos reformistas, democráticos y pro-occidentales están siendo progresivamente desplazados de los centros de poder de Moscú por las hoy preponderantes fuerzas nacionalistas, neo-comunistas y reaccionarias. La caída del anterior ministro de Asuntos Exteriores, Andrei Kozirev, es quizá el mejor símbolo de esta nueva realidad política moscovita.
 
Pero no se trata sólo de luchas palaciegas entre esos grupos de poder. Es la propia sociedad rusa la que ha evolucionado desde un apoyo entusiasta, y en buena medida ingenuo, a las reformas políticas y económicas hacia una sensación mezcla de nostalgia por la seguridad del pasado, frustración por las miserias del presente y miedo por las incertidumbres del futuro. En este caldo de cultivo, es lógico que los discursos radicales de nacionalistas y comunistas hayan arraigado con fuerza en la sociedad rusa. Las dos últimas elecciones a la Duma y las encuestas actuales para las próximas elecciones presidenciales de junio ponen de manifiesto la profundidad del cambio operado en Rusia en los últimos tres años. Si Yeltsin pierde las próximas elecciones presidenciales, como le auguran las encuestas, ese cambio mostrará entonces su verdadera dimensión.
El desencanto de la sociedad y las élites rusas tiene enormes dimensiones. Los más moderados consideran que los occidentales no han estado a la altura que les exigía la historia. Su ayuda económica ha sido insuficiente y más orientada a obtener su propio beneficio que a proporcionar auténtica ayuda a la reforma económica de Rusia. En política exterior, quienes confiaron en una efectiva alianza con Occidente que proporcionara a Rusia un nuevo papel en el mundo tras el desastre soviético han visto con decepción como esa gran alianza ha quedado en mera retórica y Rusia es marginada de las grandes decisiones sobre el nuevo orden mundial. Quienes apostaron por un nuevo orden de seguridad pan-europeo que sustituyera al viejo orden bipolar, en el que todos los socios cooperaran en la solución de los problemas planteados por los radicalismos nacionalistas, religiosos o étnicos, ya fueran en Bosnia o en Nagorno-Karavaj, ven con desesperación como la antigua OTAN se aproxima a sus fronteras y la brutalidad de su propio ejército aplasta Chechenia mientras Occidente se desentiende del problema. Como señala uno de los dirigentes de la Duma rusa:
 
' La mayoría de los líderes rusos estaban convencidos de que, conforme se procediera a democratizar Rusia, podría ser satisfactoriamente integrada en la comunidad de estados civilizados y que ello produciría ventajas económicas y políticas y ampliaría su seguridad. Concepto de la casa común europea. Sin embargo, todas estas esperanzas han probado ser vanas ilusiones. Rusia no es considerada ni siquiera un miembro potencial de las instituciones de seguridad occidentales. Económicamente, Rusia se encuentra incluso más lejos de Occidente que la URSS si tomamos las cifras absolutas de vínculos económicos extranjeros. Las promesas de ayuda económica se han convertido frecuentemente en palabras vacías. El contraste entre las declaraciones de apoyo a las reformas en Rusia y la ayuda actual es tan grande que, de hecho, hay dos estrategias contradictorias'.(1)
 
Los radicales van aún mucho más allá. Consideran que Occidente está en una permanente conspiración para destruir Rusia. Así, la ayuda económica iría dirigida a saquear y destruir el sistema productivo ruso y a eliminar su capacidad de producción militar. Los tratados de control de armas, como el CFE o el START II, habrían sido impuestos a Rusia en los momentos de mayor debilidad para desarmarla y neutralizarla. La ampliación de la OTAN, que según ellos terminaría incluyendo a Ucrania, Bielorusia y las repúblicas Bálticas, iría dirigida a cercar y doblegar a Rusia a los intereses occidentales. Buena parte de la enorme frustración interna que en estos momentos siente el pueblo ruso se dirige progresivamente hacia Occidente. En este contexto, y con la guerra de Chechenia en pleno desarrollo, la política exterior comienza a preocupar más tanto a las élites políticas como a la sociedad en general. La variable exterior empieza a ser no sólo una clave para explicar el desastre interno, sino también una salida tradicional a la frustración acumulada.
 
La relación entre la evolución de la política interior y la definición de la política de seguridad es, en consecuencia, especialmente intensa en Rusia. La identificación de los líderes reformistas rusos con los valores occidentales condicionaba el diseño de su política exterior por encima de determinados intereses coyunturales que pudieran estar en contradicción. Por el contrario, la hostilidad de algunos nacionalistas y comunistas rusos a esos mismos valores hace que su política exterior busque la confrontación con Occidente más allá de lo que aconsejaría un análisis racional de sus propios intereses nacionales.
Sin embargo, no conviene simplificar el escenario político ruso hasta el punto de convertirlo en una película de buenos y malos. Hay políticos demócratas rusos que entienden que la política pro-occidental llevada a cabo por los sucesivos gobiernos, tanto de Gorbachov como de Yeltsin, ha pecado de excesivamente ingenua y estaba en contradicción con algunos de sus intereses vitales. Por el otro lado, muchos de los discursos más agresivamente antioccidentales, que hacen hoy la oposición radical a Yeltsin, se moderarían de forma inmediata en el momento en que tuvieran que asumir las responsabilidades del poder. Es más, actualmente hay un amplio consenso entre la clase política rusa, que incluye tanto elementos del actual Gobierno como facciones de la oposición parlamentaria, en la necesidad de modificar lo que en Moscú se define como un 'infantil pro-americanismo de la política exterior rusa'.
 
Este cambio en la orientación de la política exterior ha venido acompañado de un deterioro institucional en la formulación de la política de seguridad. Este deterioro es consecuencia, en buena medida, del creciente divorcio entre la Administración del presidente Yeltsin y las fuerzas parlamentarias dominantes. Las discrepancias, cada vez más profundas, entre ambas está llevando a Yeltsin a adoptar posiciones cada vez más autoritarias y menos respetuosas con la Constitución, como único medio de mantenerse y ejercer el poder. El creciente autoritarismo del presidente está llevando a su vez, a las fuerzas parlamentarias, a radicalizar su oposición al régimen.
 
El deterioro institucional resulta especialmente grave por el creciente poder que está asumiendo el Consejo de Seguridad, una institución rescatada del pasado más oscuro. Este Consejo se ha convertido, de hecho, en el centro del proceso de adopción de decisiones en Rusia. En muchos aspectos, opera como lo hacía el antiguo Politburó del Partido Comunista Soviético: sus deliberaciones son siempre secretas, en el están representados principalmente los denominados ministerios de fuerza (defensa, interior, inteligencia), y cuenta con un creciente aparato burocrático que prepara informes para las posteriores deliberaciones. Sus iniciales competencias sobre asuntos de seguridad se han ido ampliando hasta controlar otras muchas esferas, como la economía, la industria o la sanidad. Su protagonismo en política exterior ha crecido hasta el punto de ser considerado por algunos como 'un ministerio de asuntos exteriores paralelo'. En definitiva, la política de seguridad rusa se encuentra actualmente en manos de un órgano autoritario, oscuro y ajeno a cualquier control democrático.
 
El cambio en la orientación política rusa, y el deterioro institucional que le ha acompañado, han tenido como primeras consecuencia una reordenación de las prioridades de su política de seguridad. La cooperación con occidente, que durante años ha ocupado el primer puesto en la lista de los intereses exteriores de Rusia, ha pasado ahora, en palabras del nuevo ministro de Asuntos Exteriores, a ocupar la quinta posición. Esto significa, simple y llanamente, que hay un número importante de cuestiones en la nueva política de seguridad rusa por las que merece pena asumir el coste de un enfrentamiento político y diplomático con Occidente.
 
El mantenimiento de la integridad territorial de Rusia ha pasado de hecho a constituir la primera prioridad de su política de seguridad. La Federación Rusa es un inmenso conglomerado de Repúblicas y Territorios Autónomos sumamente diversos étnica, religiosa y culturalmente. La declaración de independencia de la República de Chechenia en 1991, que está en el origen de la guerra actual, alertó a los dirigentes de Moscú sobre la fragilidad de la propia Federación. Cualquier nueva concesión territorial desencadenaría un proceso de desintegración que devolvería a Rusia a sus fronteras en el siglo XVI, antes de que Iván IV iniciara sus primeras conquistas. Los líderes rusos están dispuestos, por tanto, a utilizar cualquier medio y a soportar cualquier coste, interno o externo, con tal de mantener a Rusia en sus actuales fronteras. El desarrollo de la guerra en Chechenia muestra hasta qué punto esta prioridad no se trata de una mera declaración de intenciones sino una realidad constatable.
 
Una segunda prioridad sería reconstruir el espacio de seguridad exsoviético. Según esta doctrina, la disolución de la Unión Soviética habría dejado Rusia en una situación crítica de seguridad respecto a los conflictos que emergían en el Cáucaso y Asia Central. Como señala Vyacheslav Nikonov, Presidente de la Subcomisión de Seguridad Internacional y Control de Armas de la Duma, los conflictos étnicos y políticos en los nuevos estados y las sangrientas guerras en las cercanías de la frontera rusa, en Tayikistan, Armenia, Azerbayan, Georgia y Moldovia, amenazan con disgregar el territorio ruso, provocar corrientes de millones de refugiados buscando seguridad y asilo político en la Federación Rusa, y complicando las relaciones económicas. La falta de una regulación legal de una parte sustancial de las fronteras rusas actuales ha provocado el surgimiento de un creciente número de disputas territoriales.
 
Como consecuencia de todo lo anterior, hay una amplia mayoría de dirigentes rusos que consideran que lo que definen como el 'extranjero próximo' debería estar en la cabeza de la agenda de la nueva política exterior rusa. Rusia se encuentra así activamente comprometida en un proceso de reintegración económica y militar de las antiguas repúblicas soviéticas. Hay cada vez más presión para que Rusia adopte un rol de seguridad más activo en el 'extranjero próximo', sobre la base de que la CEI representa un sistema separado de seguridad. El previsible deterioro de la relación con Occidente aumentará además esta presión de Rusia en la CEI. En este marco hay que situar el denominado Acuerdo de Tashkent, por el que Rusia intenta promover una organización militar común en la CEI. Aunque este acuerdo es por el momento poco más que letra escrita, el Tratado de confederación firmado el pasado mes de marzo (1996) con Bielorusia, que incluye la existencia de organismos supranacionales en lo que se refiere a la política de seguridad y defensa, constituye una primera concreción del proyecto. En el campo económico, podemos destacar los Tratados aduaneros y económicos que se preparan con otras tres Repúblicas.
 
En cualquier caso, conviene aclarar que Rusia no busca reinstaurar la Unión Soviética, algo que costaba a Rusia unos 50.000 millones de dólares de 1992 en transferencias a las repúblicas menos desarrolladas de la URSS. Lo que busca la actual política exterior rusa es una nueva fórmula de unión que permita disfrutar a Rusia de las ventajas de un espacio económico y de seguridad común, a un coste más bajo del que suponía la Unión Soviética. Aunque Ucrania se opone por el momento a secundar esta política de reinserción, otras repúblicas como Georgia, Armenia y Kazajastán son mucho más propicias, a la vista de su necesidad de apoyo político y militar ruso.
 
Muy ligada a la prioridad anterior está la preocupación de la actual política de seguridad rusa por garantizar los derechos humanos y los intereses vitales de los 25 millones de rusos que viven fuera de las actuales fronteras de la Federación. Quedan lejos los tiempos en que Kozirev parecía confiar en Naciones Unidas para una eficaz protección de los derechos de las minorías rusas en las antiguas Repúblicas Soviéticas. En abril de 1995, el propio Kozirev en un lugar tan significativo como el Centro Cultural Ruso en Tallin que 'pueden darse casos en los que el uso directo de la fuerza militar pueda ser necesario para proteger a nuestros compatriotas en el exterior'. Siendo legítima esta preocupación de Rusia por sus connacionales -importantes minorías rusas en todas y cada una de las repúblicas ex-soviéticas- la defensa de esas minorías puede terminar siendo una coartada perfecta para cualquier intervención exterior. Hay varios ejemplos de ello en la reciente historia de Europa.
 
Rusia y los Pecos
 
La cuarta prioridad, el mantenimiento de los países de Europa Central y Oriental en un estatus de neutralidad equidistante entre la OTAN y la CEI, es la que más específicamente nos ocupa en este trabajo. Es difícil encontrar un consenso mayor entre las fuerzas democráticas, la oposición nacionalista y comunista y la propia administración del presidente Yeltsin, como la oposición a la ampliación de la OTAN a los países de Europa Central y Oriental. La oposición de Rusia a la ampliación de la OTAN no es, por tanto, ni coyuntural ni está relacionada únicamente con el proceso electoral en curso; por el contrario, es una oposición que se hace cada vez más frontal y consistente con el paso del tiempo.
 
Los demócratas rusos son contrarios a la expansión de la OTAN al Este porque, en su opinión, la ampliación de la Alianza Atlántica va en contra del proceso democrático y de la desmilitarización de la sociedad en Rusia. Su argumento principal es que la decisión de ampliar la OTAN ha favorecido a los que dentro de Rusia buscan un enfrentamiento con Occidente y ha perjudicado a los que quieren una plena integración de Rusia en el mundo occidental. Incluso aquellos rusos que no consideran la Alianza como hostil estiman que cualquier unión político-militar, como es la OTAN, que se aproxima a sus fronteras y en la que no están invitados a participar, no aumenta el nivel de confianza entre esa alianza y el país. Actualmente, hay un corredor de 1500 km. Entre Rusia y la OTAN. El sentimiento de peligro por el oeste ha desaparecido en Rusia por primera vez en 1000 años. Pero si ese corredor desaparece, el sentimiento de peligro volverá a crecer. En opinión de los reformistas rusos, la transformación económica y la democratización de los PECOS depende poco de su ingreso en la OTAN, una organización que está mucho menos involucrada en esta problemática que la Unión Europea. En definitiva, para las fuerzas democráticas rusas, una OTAN en su forma actual es mucho más favorable para los intereses de la seguridad europea que una OTAN expandida.
 
Los políticos pro-occidentales rusos se oponen además a la expansión de la OTAN porque esta ampliación va en contra del sistema de seguridad pan-europeo que vienen defendiendo desde la caída de la Unión Soviética. La ampliación de la OTAN significa para ellos una nueva división de Europa. El principal defecto de esta opción es su abierta discriminación y su orientación hacia un concepto de 'seguridad desigual'. El criterio de entrada crea una división de estados y pueblos entre los 'limpios' y los 'sucios'. Esta división se institucionaliza dado que un importante número de países en el área del Atlántico norte nunca podrá llegar a ser miembro de la OTAN. Por tanto, la OTAN no puede ser un sistema de seguridad global. La OTAN es un modelo central de la seguridad transatlántica y excluye a un número importante de Estados, Rusia entre ellos, del proceso de decisiones en esta área vital. Este sistema presupone además que Rusia es un observador cuyos legítimos intereses de seguridad no se toman en consideración. Ningún país tolerará cambios en el espacio militar y político cerca de sus fronteras, por lo que esto traería consecuencias negativas para los propios países de Europa Central y Oriental que quedaran fuera de la ampliación, así como para los miembros de la CEI.
 
La oposición de los nacionalistas y de los comunistas ultras resulta, como es lógico, aún más radical. El ingreso de los países de Europa Central y Oriental en la OTAN cercenaría definitivamente su capacidad de influencia en un área que ellos definen como 'países de proximidad relativa'. En especial, los radicales rusos consideran que ello imposibilitaría el derecho de veto que históricamente corresponde ejercer a Rusia sobre la política exterior de Polonia. La ampliación supondría además aumentar el poder y la cercanía de una OTAN a la que siguen percibiendo como enemiga. La política neoimperialista que estos grupos postulan para Rusia sufriría así un duro golpe.
 
Finalmente, la oposición oficial de la actual Administración rusa es también totalmente contraria a la ampliación de la Alianza Atlántica. El viceministro de Defensa de Rusia, A. Kokoshin, exponía recientemente, en el seno de la 33d Munich Conference on International Security Problems celebrada el pasado mes de febrero, las razones de esta radical oposición. En su opinión, la perspectiva de Polonia, Hungría, Chequia y Eslovaquia y particularmente los estados bálticos ensancha el poder de Occidente, lo que no puede causar sino reacciones negativas en la sociedad rusa.
 
Para el Gobierno ruso, 'la idea misma de ampliar la OTAN es un producto de la fase anterior de la política mundial'. En su opinión, la idea de que ha surgido un vacío estratégico en el centro de Europa es una idea falsa. Ese vacío sólo existiría si hubiera 'un riesgo de absorción de esos países por parte de Alemania o Rusia', algo que hoy está lejos de la realidad. En cualquier caso, aunque la ampliación de la OTAN pudiera resolver 'el sentimiento de vacío de poder que tienen cierta parte de las élites políticas de los países de Europa Central y Oriental', esta opción levantaría al mismo tiempo un buen número de problemas. En cualquier caso, la legítima aspiración de los PECOS para asegurarse una mayor seguridad podría ser satisfecho según Rusia por otros muchos medios, como garantías de seguridad mutuas o unilaterales e incluso una defensa conjunta.
 
Pero la Administración de Yeltsin va aún más lejos al considerar la expansión de la OTAN como una violación de las obligaciones contraidas por Occidente tras la disolución del Pacto de Varsovia y del consentimiento de la URSS a la unificación alemana. Esta traición a un compromiso, que en el mejor de los casos estimamos no escrito, minaría de forma fundamental la confianza de Rusia en la política de Occidente. Es más, la destrucción del cinturón de países hoy neutrales, creado en el centro de Europa como consecuencia de la disolución del bloque comunista, agravaría en Rusia el sentimiento de vulnerabilidad, con consecuencias políticas impredecibles. Las sospechas y hostilidad acumuladas durante décadas de la guerra fría no han desaparecido. La expansión de la OTAN podría actuar así como un catalizador en restablecer la hostilidad. En su opinión, Occidente no debería cometer el error de empujar a Rusia a la venganza por haber perdido la guerra fría.
Lo peor de esta oposición rusa a la expansión de la Alianza no es sólo el amplio consenso que genera en la clase política -la opinión pública, más indiferente al debate, mantiene aún un recelo histórico hacia la OTAN muy marcado-, sino el progresivo endurecimiento y radicalización de la misma. Así, contrastan preocupantemente las declaraciones del presidente Yeltsin en Varsovia en agosto de 1993, afirmando que Rusia no pondría ninguna objeción si Polonia se integraba en la OTAN, con sus últimas afirmaciones al respecto amenazando con desplegar nuevos sistemas de armas nucleares si la ampliación de la Alianza se llevaba finalmente a efecto.
 
Sorprende también desagradablemente comparar el tono de los informes realizados por representantes de la Duma en la Asamblea parlamentaria del Atlántico Norte sobre esta cuestión, hace dos o tres años, con los realizados más recientemente. Así, mientras que en un informe de 1993 se señalaba que 'la OTAN es la única organización euro-atlántica que posee la organización militar, la infraestructura y los recursos, y que es capaz de promover un ámbito de seguridad y estabilidad durante el período de transición en Europa', y que las relaciones de los PECOS con la OTAN, 'no crean un obstáculo insuperable en el camino de promover el diálogo, la cooperación e incluso una asociación entre Rusia y la OTAN' , en 1995 podemos leer afirmaciones como que 'todos aquellos gobiernos o países que favorezcan la ampliación no deben esperar una actitud comprensiva o amigable de Rusia'; o que una asociación entre Rusia y la OTAN ayudaría poco 'porque no presupone su participación en el proceso de decisión como parte de la Alianza'.(2)
 
Más allá de todas estas posiciones declarativas, resulta difícil creer que ni siquiera los más anti-occidentales de los políticos rusos crean que la ampliación de la Alianza a Polonia, a Chequia, a Hungría o a Eslovaquia pueda suponer una amenaza militar real para Rusia. Conviene preguntarnos por tanto cuáles son las verdaderas razones para una oposición tan enérgica de Rusia a la ampliación de la Alianza. Hay en primer lugar un componente psicológico que no por ser difícil de entender podemos despreciar. Muchos de los componentes de la actual élite de la seguridad nacional rusa provienen del sistema soviético. Como señala acertadamente el profesor Blackwill, 'estos patriotas perdieron su país, su ideología, su forma de gobierno, su sistema económico, sus valores sociales, y lo que es más, su capacidad de garantizar la seguridad de su nación'. Es razonable presuponer la poca predisposición colectiva, más allá del cálculo racional de inconvenientes y ventajas, a sufrir una nueva humillación por parte de su anterior enemigo.
Existe, en segundo término, un factor económico que pocas veces se menciona en el debate sobre la ampliación de la OTAN pero que nos parece especialmente importante. Los dirigentes rusos tienen miedo a que el nuevo orden de seguridad europeo, basado en dos sistemas de seguridad diferenciados aunque no necesariamente enfrentados, traiga consigo una división paralela del sistema económico. En este caso es evidente que la integración en la OTAN de los países de Europa Central y Oriental significaría la pérdida de estos mercados tradicionales, vitales para la economía rusa. Estos temores rusos se ven acentuados al observar la activa implementación de los acuerdos de asociación de la Unión Europea con los PECOS y el establecimiento de una zona de libre comercio, mientras que el acuerdo de Asociación de la UE con Rusia apenas arranca y se continúan poniendo todo tipo de trabas al comercio de sus productos. Como señala un alto funcionario ruso, 'la división económica de Europa en diferentes grupos integrados podría ser tan peligrosa como su división política y militar. Hay una necesidad de formar un único espacio comercial, económico y legal, y una infraestructura pan-europea'.(3) Muchos dirigentes rusos temen que el puente hacia Europa que hoy suponen para Rusia los países de Europa Central se convierta en un muro tras su incorporación a la OTAN.
Finalmente, algunos de los interrogantes de seguridad planteados por Rusia a la ampliación de la OTAN resultan no sólo legítimos, sino también razonables.Este es el caso, por ejemplo, del despliegue de tropas de diferentes aliados en el territorio de los nuevos miembros y, lo que resulta aún más preocupante a los ojos rusos, el posible despliegue de armas nucleares aliadas. Por otro lado, está el temor a que esta ampliación de la Alianza a algunos países de Europa Central sea sólo un primer paso en un proceso de expansión difícil de controlar. Por ejemplo, la incorporación posterior a la Alianza de las Repúblicas Bálticas afectaría muy directamente a los intereses rusos en esta área.
 
El caso de Ucrania
 
Ucrania es probablemente la pieza más difícil de encajar en la estructura emergente de la seguridad europea. Pero al mismo tiempo es una pieza clave en todo el entramado estratégico de Europa Central y Oriental. Por un lado, una Ucrania fuerte e independiente constituiría un colchón de seguridad entre una hipotética OTAN ampliada y una Rusia neo-imperialista. Por otro, las perspectivas de ampliación de la OTAN a los PECOS incrementarán enormemente la presión rusa sobre Ucrania para que quede definitivamente reincorporada al espacio económico y de seguridad de Rusia.
La relación entre Rusia y Ucrania es un escenario claro de conflicto potencial. La escasa agresividad mostrada por Rusia hasta el momento no puede ocultarnos el hecho de que existen múltiples elementos explosivos entre ellas. En primer lugar, quedan rescoldos históricos de conflictividad que pueden inflamarse en cualquier momento. En segundo término, hay una importantísima minoría rusa viviendo en Ucrania, minoría que resilta además mayoritaria en algunas zonas como Crimea, cuyos derechos e intereses constituyen una prioridad cada vez mayor en la política de Rusia respecto a su vecino. Finalmente, la élite rusa siempre ha considerado la reciente independencia de Ucrania como algo circunstancial y forzado por los acontecimientos, pero nunca como una situación que pueda consolidarse a largo plazo.
 
Por su parte, la política occidental respecto a Ucrania ha consistido en un activo compromiso, sobre todo por parte de Estados Unidos, a favor de la independencia y el desarrollo autónomo de Ucrania. Esta política tenía dos justificaciones. En primer lugar, el principal interés norteamericano en la zona ha sido desde el primer momento el control del riesgo nuclear que suponía el proceso de desintegración de la URSS. En este sentido, para Estados Unidos era prioritario no elevar el número de actores nucleares y centralizar todo el arsenal atómico de la ex -URSS, bajo el poder de un único interlocutor en Moscú. Para alcanzar este objetivo, los Estados Unidos han estado dispuestos a otorgar a Ucrania la ayuda económica y las garantías de seguridad que razonablemente fueran asumibles para convencerla de la conveniencia de desprenderse del arsenal nuclear desplegado en su territorio.
 
Esta política de apoyo a Ucrania se enmarcaba además en lo que se ha venido denominando como tercer pilar de la política occidental respecto a Rusia.(4) Este tercer pilar consistía en fortalecer las relaciones de los países occidentales con las nuevas repúblicas independientes surgidas de la disolución de la URSS. Esta política buscaba evitar, o al menos retrasar, la tentación de un neoimperialismo ruso que resurgiera tras el desconcierto causado en Moscú por el rápido desmoronamiento del imperio soviético.
Sin embargo, las posibilidades de mantener esta política, una vez que se ponga en marcha el mecanismo de ampliación de la OTAN, son prácticamente inexistentes. La previsible ampliación de la Alianza a algunos de los países de Europa Central alimentará automáticamente la tendencia de Moscú a reconstruir el espacio de seguridad soviético como mecanismo de defensa. Podemos estar seguros de que todo lo que quede al otro lado de la línea tenderá a ser asimilado por Rusia.
 
Las opciones que plantea esta situación a nuestra política con respecto a Ucrania son básicamente dos. Por un lado, existiría la posibilidad de integrar a Ucrania en la OTAN. Esta opción, que no es barajada seriamente por ningún Gobierno occidental, abriría definitivamente una etapa de confrontación total con Rusia. En segundo lugar, podemos ceder Ucrania a la influencia rusa a cambio de que Moscú no ponga demasiados inconvenientes a la ampliación de la Alianza a algunos países de Europa Central, que aspiran a integrarse de forma plena en los sistemas económicos y de seguridad occidentales. Esta es la opción más sencilla y, probablemente, más realista. Finalmente, podemos tratar de mantener una Ucrania neutral, fuerte e independiente entre Rusia y la OTAN. Esta opción, sin duda la más conveniente para nuestros intereses, presenta la enorme dificultad de exigir un compromiso occidental, sobre todo europeo, mucho más fuerte y decidido tanto en términos económicos como defensivos.
 
Conclusión
 
En definitiva, los actuales responsables de la política de seguridad rusa están firmemente convencidos de que Rusia no tiene nada que ganar y sí mucho que perder si permite una ampliación de la Alianza hacia el Este. En un contexto político más favorable a la confrontación con los países occidentales que a la concesión, Rusia está dispuesta a utilizar todos los resortes y medios a su alcance para evitar que la OTAN lleve a la práctica su decisión. La pregunta ahora es qué puede hacer Rusia para evitarla.
Por el momento, Rusia sólo puede amenazar. En última instancia, la incorporación efectiva de nuevos miembros a la Alianza Atlántica cristalizará el anunciado nuevo orden de seguridad europeo, compuesto por dos esferas diferenciadas que se relacionan entre sí en una dinámica de cooperación y conflicto. Esto traerá un sinfín de consecuencias, algunas de la cuales es posible prever y otras muchas resultan imposibles de adivinar. Entre las que no es posible anticipar destacaremos en primer lugar la dificultad de mantener la actual política de compromiso. La opción que a veces se maneja de una OTAN ampliada al mismo tiempo que un reforzamiento de la Alianza con Rusia es una alternativa imposible. Por el contrario, la ampliación de la OTAN abrirá inevitablemente una nueva etapa de confrontación con Rusia y la quiebra definitiva del espacio de seguridad surgido en Europa tras la guerra fría.
 
Notas
 
1.- NIKONOV, Vyacheslav. The democratic transformation of Russia:challenges from without., North Atlantic Assembly, mayo de 1995
2.- KOZHOKIN, Yevgeni, A view from Russia on the creation and Strengthening of the new european security order, North Atlantic Assembly, octubre 1993.
3.- NIKONOV, Vyacheslav, Transatlantic security: Beyond NATO, North Atlantic Assembly, Mayo de 1995.
4.- Ver CARTER, Ashton B. , Vicesecretario de Defensa para Política de Seguridad Internacional, 'Rusia: todavía en revolución', Defense, nº4, junio de 1995