Sobre Irak (y Kant)
por Miguel Ángel Quintanilla Navarro, 29 de diciembre de 2003
En las últimas semanas y ante el aparente estancamiento de la situación, han sido numerosas las voces que se han alzado para solicitar la evacuación de Irak de las tropas de la coalición. Incluso dentro de la Administración estadounidense, y en aparente contradicción con la opinión que el presidente Bush ha manifestado reiteradamente, son muchos quienes promueven una salida rápida de las tropas norteamericanas y la creación acelerada de una estructura de poder autóctona que asuma las funciones que ellas desarrollan actualmente. Recientemente, las reticencias que sus propios colaboradores han mostrado respecto de las decisiones de fondo del presidente norteamericano, hicieron que The Weekly Standard definiera a la presidencia como una Administración unipersonal. Igualmente, en España el asesinato de varios miembros del Centro Nacional de Inteligencia ha enconado el debate sobre el sentido de nuestra presencia militar en Irak, y aunque es posible que la captura de Sadam Husein y de los asesinos de los agentes españoles atenúe transitoriamente estas presiones, a medio plazo persistirán. Sus promotores demandan una rápida devolución del poder al pueblo iraquí y solicitan la instantánea operatividad de las instituciones representativas de su voluntad política (voluntad cuya existencia y deseo de darse a conocer se dan por ciertas) y de las fuerzas de seguridad nacionales. Esta posibilidad suscita algunas reflexiones.
En primer lugar, es erróneo hablar de devolución del poder al pueblo iraquí. El pueblo iraquí no disponía del poder antes de la guerra, y hablar de devolución da a entender que se ha producido una previa expropiación que realmente no ha tenido lugar. Lo que se está produciendo es el progresivo desapoderamiento del régimen de Sadam Husein, primer paso hacia el establecimiento (no restablecimiento) de la democracia iraquí. En segundo lugar, sólo es posible transferir lo que se tiene, y es dudoso que actualmente existan las condiciones que permitirían afirmar que , al menos en lo esencial, las autoridades norteamericanas o de la coalición ostentan el poder en Irak, pese a los progresos que van produciéndose y que raramente aparecen en los medios de comunicación no especializados. En todo caso, se trataría todavía de un poder demasiado vulnerable, fragmentado y débil, y, de producirse prematuramente la transferencia, sería esa debilidad la que se transferiría. Por otra parte, una transferencia exige la presencia de dos: alguien que da y alguien que recibe. El problema no es sólo contar con lo que se pretende transferir, sino confiar en que el receptor será capaz de soportar y conservar lo que recibe. De otro modo, se convertiría a las nuevas autoridades iraquíes en objetivo vulnerable y simbólico de todo tipo de opositores. Debemos preguntarnos si es más verosímil un desapoderamiento total del régimen de Sadam Husein contando con el ejército norteamericano o sin contar con él, y también si el receptor del poder es digno de él y está en condiciones de preservarlo.
Probablemente, parte de las presiones abandonistas guardan relación con el hecho de que nos encontramos a las puertas de un año electoral en Estados Unidos y en España, pero las divergencias sobre la conveniencia de prolongar la presencia militar en Irak parecen tener una raíz aún más profunda, y ser una manifestación de dos modos diferentes de concebir el papel de la fuerza militar y de la política exterior norteamericanas en el mundo. No se trata sólo de desapoderar al régimen baasista y de combatir las redes de terrorismo global -frívolamente minusvaloradas por muchos- sino de construir un nuevo tipo de poder. Sabemos qué tipo de poder pretende construir Estados Unidos con el poder expropiado, pero no sabemos qué tipo de poder se construiría en su ausencia (en el caso improbable de que esa expropiación fuera llevada a cabo sin su concurso). No sólo se discute la competencia en la ejecución de un proyecto, también el proyecto mismo, la posibilidad de que se promuevan formas políticas diversas. Desde este punto de vista, el planteamiento neoconservador de W. Kristol y R. Kagan parece esencialmente correcto: la retirada prematura originaría probablemente una apariencia de derrota militar, y la derrota real (no aparente) de un tipo concreto de forma política; es a la creación y consolidación de esa forma política a la que debe servir la fuerza militar norteamericana (y las demás desplegadas allí), y sería la clausura de esa posibilidad histórica lo que la retirada precipitada produciría. Por esta misma razón, no parece justo afirmar, como hace F. Zakaria en Newsweek, que la percepción neoconservadora del asunto responde a la doctrina de la bala de plata disparada al corazón del tirano: una vez muerto o capturado se acabó el problema. Por el contrario, lo que esta corriente viene solicitando es el abandono de las posiciones realistas y estrictamente militaristas del Pentágono y la ejecución decidida de la doctrina del discurso del presidente Bush en The National Endowment for Democracy, un compromiso sólido y a largo plazo con la construcción de un nuevo tipo de sociedad y de poder (democráticos y filoliberales) allí donde nunca han existido y donde hay quien supone que no pueden existir; lo que no obsta para que transitoriamente sea necesario mantener (o incrementar) y modificar la naturaleza operativa de las fuerzas desplegadas (como ha dicho el senador McCain: no hacen falta más tanques sino enviar a los marines, fuerzas especiales y agentes de inteligencia).
Quizás, el problema para el que no estemos suficientemente preparados sea el del terrorismo como elemento esencial de las relaciones internacionales. Las doctrinas de origen kantiano deben revisar algunos de los planteamientos de Sobre la paz perpetua, particularmente los dos principios de derecho público que deben regir las relaciones internacionales y que Kant enuncia así:
1º Son injustas todas las acciones que se refieren al derecho de otros hombres cuyos principios no soportan ser publicados
2º Todas las máximas que necesitan la publicidad (para no fracasar en sus propósitos) concuerdan con el derecho y la política a la vez
El terrorismo y la lucha contraterrorista contradicen estos principios. El terrorismo necesita de la publicidad de sus actos y de sus principios y, sin embargo, vulnera el derecho y hace imposible la política de la paz. Por el contrario, la lucha antiterrorista no soporta ser publicada y, sin embargo, es justa y promueve la paz, aunque se relaciona mal con algunos de los valores fundamentales de las sociedades a las que protege. Al menos desde el 11-S, el nuestro es un mundo distinto, en el que la justicia y la paz (y sobre todo la vida) se promueven mediante principios que apenas hemos empezado a formular, y en el que los clásicos no siempre pueden ayudarnos. Las opiniones públicas de los Estados democráticos parecen mantener viva la bienintencionada pero ingenua suposición de que el amor por la libertad, y el diálogo y la tolerancia de la diferencia como piezas fundamentales de la convivencia son valores realmente universales y no sólo universalizables, es decir susceptibles de ser difundidos mediante acciones conscientes y esforzadas que son polémicas y demandan una actividad crítica moral intensa y permanente. Esta universalización puede requerir del empleo de medios contradictorios de los enunciados por Kant, porque el medio ambiente internacional está poblado por sujetos de hecho que se definen voluntaria y deliberadamente como agresores de cualquiera de los que nosotros consideramos sujetos de derecho, incluidos ellos mismos. No ya la universalización de los principios que apreciamos, sino su mera supervivencia depende de que sepamos comprender las condiciones de un tiempo nuevo que nos exige esfuerzos y adaptación.
* Miguel Ángel Quintanilla Navarro es Doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid (Instituto Universitario Ortega y Gasset) y profesor en el departamento de ciencia política de la Universidad Carlos III de Madrid.