Todas las formas de terrorismo son iguales

por Ángel Pérez González, 2 de noviembre de 2017

No existen muchas formas de afrontar un problema de seguridad. Ante una amenaza terrorista se pueden adoptar un número finito de acciones con la pretensión de atajarla o contenerla. Por alguna razón la opinión publica en Occidente suele parecer dispuesta a pensar que esto no es así; y que la combinación de factores  como la tolerancia, la inercia vital de nuestras sociedades desarrolladas o la educación pública resolverán el problema sin necesidad de acciones más enérgicas. A esta perspectiva de los hechos contribuyen dos reacciones habituales de los gobiernos cuando se comete un atentado. La primera, un intento casi automático por reducir la dimensión del atentado (pocas víctimas, activistas solo con armas blancas, lobos solitarios, comportamientos imprevisibles e inevitables) y la segunda, la habitual pretensión de desligar los atentados de su contexto político, ideológico y religioso evidente (personas desequilibradas, no representan el islam auténtico, no nos harán tener miedo, entre otras).

Lo cierto es que no por previsible resulta menos sofocante la sucesión de atentados en suelo europeo. Un reguero de acciones que tienen algunos elementos en común. Primero, no siempre son acciones de poca entidad. En la mayoría existe una red de amigos y familiares que han colaborado activamente en la preparación, encubrimiento o ejecución del atentado; segunda, se trata de un fenómeno que comienza a ser habitual, no extemporáneo. No se trata de hechos aislados, sino de una  tendencia estable de acción en medios de corte islamista, los mejor organizados  dentro de las comunidades musulmanas en Europa. Tercero, sí tienen un sustrato cultural e ideológico. Pretender que la acción terrorista no está ligada a una población  y a una religión concreta es, cuando menos, poco realista. Es necesario evitar culpar de forma general a todos los musulmanes, pero es dentro del Islam donde se genera esa violencia (igual que era en el mundo nacionalista en el que se gestó y vivió ETA en el País Vasco, por poner un ejemplo cercano). Cuarto, a pesar de las diferencias, todas las formas de terrorismo son esencialmente iguales. Observando el funcionamiento de Al Queda o el ISIS, las guerras  en Siria, Afganistán o Irak; o la actividad de grupos terroristas convencionales como ETA, IRA, FARC, Brigadas Rojas entre otros, puede parecer lo contrario. Pero son muy similares. Todos comparten dos motivaciones, la ideología y el poder. Es imposible alcanzar el triunfo si falta una de ellas. Y quinto, no todas las ideologías facilitan igual  la actividad terrorista. Las formas de pensamiento más susceptibles de radicalización comparten características como la rigidez dogmática, el carácter revolucionario, la deshumanización del individuo o la colectivización material y emocional. De ahí que el marxismo y todos sus derivados hayan constituido un sustrato frecuente para la actividad terrorista. Numerosos grupos terroristas clásicos como ETA, GRAPO, Brigadas Rojas, FARC o Sendero Luminoso, han tenido un claro sesgo marxista. De igual modo, los grupos terroristas de corte  islámico comparten  un islamismo radical, dogmático y  de  contenido revolucionario.

Motivación terrorista

La motivación y los instrumentos de acción terroristas pretenden alcanzar el punto de tensión sin retorno que modifique el statu quo. En la persecución de ese clímax el grupo terrorista utilizará la violencia con intensidad  creciente, incluyendo  el asesinato masivo. Una de las reacciones que más sorprenden de las autoridades en Occidente es la tendencia a infravalorar en sus comunicados públicos este hecho. Para que el efecto de la violencia perdure es necesario que la sociedad atacada no llegue a acostumbrarse; y para ello el grado de violencia debe aumentar periódicamente. El ejemplo todavía reciente de Barcelona es ilustrativo. Solo el azar evitó un atentado con explosivos muy superior al que finalmente se perpetró; y muy superior al de los atentados anteriores en suelo europeo. A pesar de lo cual las autoridades insistieron en transmitir la falta de necesidad de reforzar la seguridad (el nivel de alerta no varió, un nivel simbólico en realidad, puesto que las propias Administraciones Públicas incumplen las recomendaciones que de él se derivan); y a negar la posibilidad de un segundo atentado a corto plazo (cuando la comisión de este atentado debería, quizás, indicar lo contrario). Conviene por ello recordar cuales son los instrumentos irrenunciables de la acción terrorista.

La técnica terrorista consiste en generar la masa suficiente de población afecta para justificar y sostener su existencia. Desde esta perspectiva se pueden distinguir tres modalidades en la gestación de un grupo terrorista. La afectiva, la impulsiva  y la utilitaria. La modalidad afectiva es aquella en la que la actividad terrorista se asienta en una ideología preexistente. Resulta sencillo identificar este tipo de terrorismo, porque en él se inscriben los grupos terroristas de naturaleza marxista, islamista y nacionalista. A este esquema han respondido las guerrillas latinoamericanas, en cuyo corpus doctrinal se encuentran muchos de los elementos tácticos definitorios del terrorismo clásico: movilidad permanente, superación de las fronteras nacionales, la idea del foco insurreccional, la necesidad de movilizar una masa suficiente de población y reclutamiento de activistas en la clase media de extracción urbana.

 La modalidad impulsiva, por el contrario, es aquella en la que la actividad terrorista carece de un sustento ideológico previo. Un grupo de esta naturaleza reacciona impulsivamente, motivado por  una actividad criminal tradicional cuyo crecimiento o implicaciones políticas resultan ir demasiado lejos (por ejemplo el narcotráfico). Un grupo terrorista de este tipo necesita pronto construir su marco ideológico, sin el cual es imposible justificar su existencia. O puede  adoptar un modelo ideológico preexistente y hacerlo propio.  A este esquema responden algunos de los diversos grupos  vinculados a Al Queda o al ISIS, pero que de facto operan con plena autonomía y sin contacto físico con sus mentores.

 Por último, el modelo utilitario es aquel que vincula la aparición de un grupo terrorista con una situación dada e independiente al propio grupo. Por ejemplo un escenario de guerra, que permite por sí mismo respaldar su razón de ser (por ejemplo oponerse al invasor). Por supuesto en la práctica los grupos terroristas pueden adscribirse en los diferentes momentos de su desarrollo a uno u otro modelo. Algo que afecta a la lucha antiterrorista. De ahí que contra los grupos  tradicionales, como el IRA o Sendero Luminoso, por ejemplo, se hayan cosechado éxitos notables, y contra organizaciones descentralizadas y más adaptables, la guerra antiterrorista resulte más lenta y, al menos de cara a la opinión pública, menos brillante.

 El instrumento terrorista por excelencia es el asesinato. Dado que todos los grupos terroristas desarrollan una actividad que crece en intensidad con el tiempo; los asesinatos individuales de policías, militares o políticos entre otros, dan paso tarde o temprano a asesinatos indiscriminados (coches y camiones bomba, por ejemplo). El asesinato es para un grupo terrorista  casi la única forma de darse a conocer, comunicar sus objetivos, amenazar al Estado, y amedrentar a la población afectada; los cuatro objetivos clásicos de un atentado. Cuando un atentado no alcanza esos objetivos el grupo que lo ha perpetrado entiende que se debe a su débil intensidad, y por tanto aumenta aquella hasta llegar al asesinato masivo e indiscriminado de civiles. Cuando este no es posible, por razones técnicas o de cualquier otra índole, lo sustituyen por el asesinato de un número inferior de individuos, pero aumentando el sadismo y la crueldad del mismo. Estos atentados pueden denominarse de alta intensidad y sirven para reforzar la motivación y cohesión del grupo. Para modular su técnica, aterrorizando a la población e intentando conseguir su colaboración activa o pasiva. Y para reforzar el instrumento, al aumentar la naturaleza destructiva del atentado.

 La política antiterrorista

La política antiterrorista no consiste solo en organizar una acción policial eficiente; y depende por supuesto de la percepción que el Estado y la clase política tengan del fenómeno terrorista. El Estado, en cualquiera de sus formas y niveles, debe evitar la colaboración por defecto o inacción con la actividad terrorista; y la sociedad debe adoptar una postura hostil que evite generar el ambiente propicio para  que ese terrorismo sobreviva. La supervivencia de ETA durante años estuvo ligada a un escenario en el que se daban cita  esos factores: una acción policial eficiente; una colaboración de facto con el terrorismo de instituciones locales (especialmente ayuntamientos), la neutralidad interesada de otras (instituciones regionales); una acción judicial lastrada por la ausencia de legislación eficaz; y una sociedad que, en su ámbito preferente de acción, el País Vasco, no aisló suficientemente a los componentes del grupo criminal (la tolerancia con las ideas de ETA era entonces y sigue siendo hoy un problema no resuelto en amplias comarcas del País Vasco y Navarra). La actitud de la sociedad afectada por los atentados es particularmente importante, por eso resulta perjudicial que los representantes públicos den por hecho y transmitan el carácter inevitable de los atentados. Los atentados no son inevitables per se. Son inevitables si no se hace nada para evitarlos.

De los tres factores que facilitan la acción terrorista, en España, y en el caso del terrorismo islámico se dan todas. La acción policial es globalmente eficiente, pero tiene lagunas notables en Cataluña y País Vasco; la legislación no es suficientemente clara y expeditiva, lo que impide acciones que permitan neutralizar con rapidez grupúsculos radicalizados (prohibición de determinadas ideas y organizaciones que las sustenten; cierre de mezquitas; expulsión automática de extranjeros vinculados con actividades radicales, etc.); las administraciones locales y regionales no consideran este problema como algo propio, así que tampoco colaboran suficientemente ni en la ejecución de medidas de seguridad; ni en el control de radicales; ni han sido capaces de canalizar sus esfuerzos de integración social teniendo en cuenta el mayor o menos radicalismo de sus beneficiarios (cientos de ayuntamientos, por ejemplo, ceden locales a grupos de musulmanes sin saber nada o casi nada de lo que allí sucede). Y la sociedad en la que nace y se alimenta ese radicalismo, la comunidad musulmana inmigrante en primera o segunda generación, no hace lo suficiente por controlar a sus miembros. En todos los atentados ha quedado claro que los terroristas han contado, por lo menos, con el silencio de los musulmanes que les rodean (familiares o no). El estado debe nutrir y organizar esa colaboración; y si no es voluntaria, debe fomentarla estableciendo consecuencias para aquellos que de facto colaboren, por acción u omisión, con el terrorismo (tal y como como se hizo con el terrorismo callejero en el País Vasco).

En pocas palabras, el terrorismo islámico sí tiene un entorno social; sus acciones sí se pueden evitar y el Estado si tiene mecanismos suficientes dentro del marco jurídico vigente para reducir el nivel de riesgo. Negar estos tres elementos se ha convertido en una norma casi automática tras un atentado y constituye además el sustrato sobre el que crecen los experimentos ideológicos más o menos radicales que pretenden ofrecer alternativas políticas populistas al votante. De nuevo, como es habitual en estos casos, es la debilidad que muestra el Estado el combustible de aquellos, que siendo más débiles, aspirar a ponerlo en peligro.

 

Conclusión y ejemplo: Barcelona

Los atentados de agosto en Cataluña no hacen sino confirmar los errores comentados. Una vez identificados los autores, residentes en Ripoll; telediarios y prensa insistieron en lo inexplicable de la actitud de los terroristas, quienes, según esos mismos medios, estaban “perfectamente integrados”. No existe, como es público y notorio, y con la excepción relativa de Ceuta y Melilla, una sola localidad en España donde la población de religión musulmana esté bien integrada; más allá de casos excepcionales que solo confirman la norma. En todas las comunidades musulmanas en Europa, pequeñas y grandes, hay una tendencia notable a la autoexclusión social, actitud colectiva que facilita la penetración de ideas extremistas. Las mezquitas de Ripoll,  pequeños locales adaptados al rezo, no detectaron ni se esforzaron por detectar, en realidad, radicalización alguna en sus miembros (de nuevo la excepción a esta norma son Ceuta y Melilla, donde si existen algunas medidas de control; y las instituciones penitenciarias, donde se ejerce un mínimo seguimiento sobre los discursos de los imanes que atienden a los reclusos de esa religión). La policía autónoma, que inexplicablemente ejerce competencias en materia terrorista, no solo demostró carecer de un adecuado servicio de inteligencia en la materia; reaccionó con criterios políticos evitando la colaboración de otros cuerpos policiales y manifestó poca eficacia en la persecución de los implicados. Algo que debería haber desembocado en la asunción de responsabilidades dentro del cuerpo. La falta de unidad de mando evidenció, una vez más, las limitaciones de un sistema autonómico que ya ha mostrado efectos nocivos en otros ámbitos como la sanidad y educación; algo que no sería tan grave si no afectase a la seguridad de los ciudadanos. Y las limitaciones del sistema legal se volvieron a poner en evidencia, al conocerse que la orden de expulsión del principal cabecilla había sido anulada judicialmente en virtud de su “arraigo”  en suelo español. Todos los esfuerzos, finalmente, de la Administración se dirigieron a excluir de responsabilidad a la comunidad musulmana a la que pertenecían los terroristas. Al parecer ni la familia ni los allegados pudieron nunca intuir la radicalización de aquellos jóvenes, uno de ellos, paradójicamente, menor de edad. Por último, las instituciones públicas locales y regionales seguían funcionando como si el nivel cuatro de alerta no estuviera en vigor. Desconociendo conscientemente los consejos de seguridad de la policía o interpretándolos libremente; interpretación que, por desgracia, siempre se realiza en detrimento de la seguridad. La Rambla, en definitiva, carecía ese día de elementos de defensa pasiva;  de presencia policial suficiente y, la que operaba sobre el terreno, tenía otras funciones más convencionales. En ningún caso la protección antiterrorista.