Trump rescata la libertad del pueblo

por GEES, 9 de noviembre de 2016

Que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la faz de la tierra", Abraham Lincoln.

Se dilucidaban dos cosas, no menores, en esta elección presidencial. La soberanía del pueblo americano y el significado de su Constitución.

Los dos mandatos seguidos de Obama habían colocado a los Estados Unidos en la posición de un país europeo cualquiera. A saber, una nación en la que la soberanía del pueblo estaba en entredicho por haber sido secuestrada por los poderes establecidos de una aristocracia u oligarquía progresista en la que se confunde el poder de los representantes electos con el de los grandes grupos mediáticos, las grandes multinacionales, las estructuras de los partidos y las familias reinantes. De ahí la necesidad de devolver la soberanía al pueblo, porque “We the people” son las primeras palabras de la Constitución americana que sólo pudo ser la primera escrita de la tierra gracias a la Revolución americana que consideraba estas verdades como evidentes por sí mismas: que todos los hombres fueron creados iguales y que su Creador les concedió como dones: la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

La segunda cuestión que se decidía era el significado de la separación de poderes, consagrada en la Constitución americana mediante un sistema de equilibrios y controles en el que el poder de la máxima magistratura política que se elegía ayer, la de presidente, no es el de un tirano o una figura autoritaria sino el de una carga sometida a los límites del Congreso, cámara de representantes y senado, y el poder de los tribunales, incluido el acceso al Tribunal Supremo que puede expulsar del ordenamiento, y debe, las leyes inconstitucionales. Un gobierno de leyes y no de hombres. 

El aura de santidad inmerecida que ha rodeado a Obama estos tiempos había hecho que el poder de la presidencia se convirtiera en ilimitado. Lo que  demostró el insólito hecho de que las únicas que le tosieron al arrogante embaucador aspirante a dios terrenal que es Obama fueron las Little Sisters of the Poor que se empeñaron en no pagar obligatoriamente anticonceptivos y aborti-facientes a sus empleadas, en su mayoría monjas dedicadas al cuidado de los moribundos.

La victoria de Trump garantiza dos cosas, que la soberanía se devuelve a su legítimo soberano, el pueblo, y que el poder del presidente volverá a estar sometido a los equilibrios y contrapesos originalmente diseñados por los Padres Fundadores. Les reintegra en su libertad de hijos de Dios. Aleluya.

Ronald Reagan decía que el arsenal más poderoso del pueblo americano era su libertad. Desde luego ha debido ejercerla como nunca para poder elegir al candidato rechazado por todos los poderes, incluidos los never-trumpers de su propio partido. El pueblo americano, admirablemente, ha resistido todas las presiones de los poderes establecidos que se habían conjurado titánicamente contra él. Albricias.

La única pena de la victoria de Trump es que va a beneficiar mucho a aquellos que han hecho todo lo posible por derrotarlo. Porque de haber salido elegida Hillary este accidente de la Historia que llamamos la democracia liberal se habría acabado de ir al garete. La transformación puesta en marcha estos últimos ocho años por el inefable Obama ha estado a punto de acabar con la democracia de la Constitución escrita más antigua de la tierra. Lo que va a suceder, sin embargo, es que Trump va a vivificar la democracia y la libertad, para todos. Incluidos aquellos tontos, útiles e inútiles, que en Europa han hecho campaña por Hillary, por el efecto modelo que tiene la democracia americana. Es fantástico. Hasta los estúpidos y los malvados van a recibir un tratamiento clemente.

El grado de corrupción de las instituciones y de desmoralización – en los dos sentidos – de la sociedad americana en estos últimos años ha sido inimaginable. Estados Unidos no se distingue hoy sustancialmente de un país europeo. Obama ha tenido mucho más éxito del que esperábamos. Los USA han pasado de liderar el mundo por sus cualidades morales y democráticas a hacerlo por inercia en una situación de inseguridad mundial que sólo matiza la ausencia de un poder rival suficientemente poderoso. De momento.  Los americanos que han heredado esa gran potencia de sus padres y abuelos han dilapidado el legado como niños mimados convirtiendo a la mayor esperanza de la democracia liberal sobre la tierra en un país más.

La importancia de los nombramientos del Tribunal Supremo americano, la recuperación de una pizca de sensatez en la dirección de la política económica y la reconsideración del concepto de soberanía son un buen principio que Trump no debe tardar en poner en marcha para que en el mundo occidental vayan tomando ejemplo.

Los profundos cambios sociales que más daño siguen haciendo a Estados Unidos son harina de otro costal, porque, ¿cómo modificar la manera de actuar de Hollywood, de los barrios desfavorecidos o de las minorías raciales y culturales cuyos guetos ha cultivado el propio Obama a cambio de secuestrar sus votos descontentos?

Es imperioso hacer retroceder los programas públicos de dependencia, teledirigidos a generar votantes progresistas  y devolver el poder a la gente. Y junto con el poder, la responsabilidad. 

La victoria de Trump, contra todos los poderes establecidos, dinero, burocracia, organización, medios de comunicación,… demuestra que el pueblo aún puede derrotar a las aristocracias y las oligarquías cuya inconmensurable avaricia a punto ha estado de cargarse del todo ese frágil experimento de la vida en libertad a que dieron luz entre los Padres Fundadores y Abraham Lincoln.

Este es un momento de gran alegría cuyas consecuencias para el resto del mundo hay que empezar a saborear inmediatamente. La primera es que la soberanía reside realmente en el pueblo y que no podrán apropiársela con carácter patrimonial, como reyezuelos medievales, los tiranuelos y déspotas de pacotilla en que se han convertido los políticos occidentales de nuestro tiempo. Debe desaparecer el llamado, por Charles Murray entre otros, “Estado administrativo” – que equivale a la negación del Estado de Derecho - y ser reemplazada la esclerótica burocratización de la sociedad por el gobierno de las leyes sobre los hombres; no de unos hombres, progresistas para más señas, sobre otros que no tienen ninguna obligación de serlo. Debe desaparecer la opresión de lo políticamente correcto y dejar que el mundo occidental se manifieste  con espontaneidad; deben acabarse las políticas hechas a imagen y semejanza de las elites que las dirigen porque esto no es democracia. Es un despotismo cuya ilustración deja mucho que desear.  

El pueblo ha rechazado la más grave de las corrupciones, la que supone que unos pocos usurpan el puesto debido, primero, a quien debe retener siempre la soberanía, el pueblo, y seguidamente a quienes lo tienen reservado por mérito y capacidad, no por sus contactos jugando al golf.