Un nuevo modelo de defensa para el Cono Sur

por Ramón D. Ortiz, 31 de diciembre de 1999

Papeles de Cuestiones Internacionales, nº69

Para tomar conciencia de la rapidez con que ha evolucionado el escenario estratégico del Cono Sur basta con escoger algunos indicadores del nivel de militarización de la región y observar su vertiginoso cambio desde finales de los años 70 hasta mediados de la década que concluye. En 1978, tomados en conjunto, los tres países que tradicionalmente se incluyen dentro del área- Argentina, Chile y Uruguay- invertían en defensa el 3,1 de su Producto Interior Bruto. Estos recursos sostenían unos efectivos totales de 294.000 hombres en armas lo que suponía una tasa de encuadramiento de 7,2 soldados por cada 1000 habitantes. Quince años después, en 1993, el porcentaje de la producción doméstica destinada a gastos militares había caído a un 1,8. Con estos medios, se mantenían y equipaban a 182.000 hombres (una reducción cercana al 30 por 100) que situaban la tasa de encuadramiento en 3,6 uniformados por mil habitantes. Esta tendencia a una inversión reducido en el ámbito de la seguridad ha permanecido constante hasta la actualidad. De hecho, en 1998, las fuerzas armadas de las tres repúblicas sumaban un total de 193.100 personas con una tasa de encuadramiento del 3,6. Es decir, un valor similar al descrito para 1993. Sin embargo, el gasto militar había continuado su descenso y se situaba en torno al 1,5 del Producto Interior Bruto de las tres repúblicas.

Estos cambios son consecuencia de la combinación una serie de grandes tendencias que han forzado un rediseño de los aparatos militares de la región. En primer lugar, la democratización de los estados del Cono Sur ha cambiado radicalmente los procedimientos a través de los que se determinaban las prioridades de la defensa y la forma en que se asignaban los recursos para su cumplimiento. A finales de los años 70, los tres países permanecían bajo regímenes castrenses, lo que garantizaba la hegemonía absoluta de las fuerzas armadas en la gestión de los respectivos aparatos de seguridad sobre la base de un pensamiento estratégico dominado por dos preocupaciones clave. Por un lado, una serie de aspiraciones tradicionales que incluían la defensa de los intereses nacionales en los contenciosos limítrofes aún pendientes de resolución y la búsqueda de un predominio más o menos absoluto en el concierto continental. Por otra parte, una serie de planteamientos surgidos al calor de la Guerra Fría que propugnaban la represión de las organizaciones políticas de izquierdas como una medida imprescindible para frenar el expansionismo de Moscú en el continente.

Con el retorno a la democracia de las repúblicas del Cono Sur a lo largo de los años 80, el diseño y la gestión de la defensa han dejado de ser un monopolio de las fuerzas armadas y han quedado abiertos a una amplia gama de influencias políticas y sociales. Los nuevos gobiernos civiles han desarrollado una política de seguridad con criterios propios. Así, en Argentina y Uruguay, las autoridades democráticas han limitado radicalmente la participación de las fuerzas armadas en el mantenimiento del orden público, confiando esta misión a cuerpos de policía de carácter civil. Paralelamente, las presiones de la opinión pública han jugado un papel decisivo a la hora de estimular cambios en aspectos básicos de la política militar. Tal fue el caso cuando, en 1994, Argentina suprimió el servicio militar obligatorio y apostó por unas fuerzas armadas profesionales. De hecho, la decisión fue tomada por el presidente Carlos Menem en el contexto de una grave oleada de descontento suscitada por el encubrimiento del asesinado de un recluta del ejército.

Como parte de este cambio en los mecanismos de formulación de la política de defensa, las fuerzas armadas de las tres repúblicas han asumido paulatinamente la supremacía del poder civil en la dirección política del estado y también en la toma de decisiones clave de la política de defensa. Esta tendencia se ha desarrollado a ritmos muy distintos en cada una de las repúblicas. En Uruguay, el control civil sobre el estamento militar quedó consolidado con la aprobación en 1987 por el congreso de una ley orgánica que sometía las actividades de las fuerzas armadas a las normas constitucionales y convertía al presidente de la república en su comandante supremo. Por lo que se refiere a Argentina, las tomas de postura públicas del Comandante en Jefe del Ejército, Martín Balza, manifestando su repudio a las violaciones de los derechos humanos cometidas durante la dictadura militar, han certificado el sometimiento castrense a las autoridades democráticas . En el caso de Chile, el arresto del general Augusto Pinochet en Londres para responder por las violaciones de los derechos humanos cometidas durante su gobierno abrió un periodo de crisis en las relaciones de los uniformados con el gabinete presidido por el democratacristiano Eduardo Frei. Sin embargo, cuando el dictador chileno ya lleva más de un año detenido en la capital británica a la espera de una decisión judicial definitiva sobre su extradición a España, el clima de tensión en las relaciones entre las autoridades políticas y la cúpula castrense parece haber disminuido al mismo tiempo que se han abierto vías para buscar soluciones a la problemática de las víctimas de violaciones de derechos humanos durante el régimen militar. De hecho, por iniciativa del gobierno Frei, ha comenzado sus trabajos una mesa de diálogo que ha reunido a altos mandos militares y representantes de los familiares de los detenidos-desaparecidos. Los acuerdos y resoluciones que se alcancen en este foro pueden resultar decisivos para encontrar vías destinadas a satisfacer las demandas de información y compensación planteadas por los familiares de las víctimas. Un paso necesario para alcanzar una completa normalización de las relaciones cívico-militares. Entretanto, el clima con que se está viviendo el ascenso electoral de la izquierda en todos los países del Cono Sur confirma la consolidación de los regímenes democráticos y el sometimiento de los militares al veredicto de las urnas. En los pasados meses, una alianza de centroizquierda ha llevado a la jefatura del estado argentino al radical Fernando de la Rua, una coalición del mismo signo liderada por Tabaré Vázquez se ha impuesto en la primera vuelta de los comicios presidenciales uruguayos y el socialista chileno Guillermo Lagos se perfila como el próximo inquilino del Palacio de la Moneda. Este giro político de la región no ha suscitado ninguna tensión significativa entre los militares de los tres países.

Otro factor decisivo en la transformación de los aparatos militares de la región ha sido las limitaciones impuestas por los procesos de ajuste de las finanzas públicas sobre las posibilidades de inversión en el sector de la defensa. Con la estabilidad y el crecimiento económico como máxima prioridad de los gobiernos civiles, las partidas presupuestarias destinadas a la defensa han recibido una atención secundaria. Esta tendencia se ha visto estimulada por la creciente percepción entre los gobiernos de la región de que existía una ausencia de amenazas graves a la seguridad y que los conflictos latentes en la región podían ser resuelto por vías políticas. El resultado ha sido un descenso del gasto militar y, en consecuencia, de los niveles de efectivos humanos y materiales de las fuerzas armadas.

El caso más notorio fue el de Argentina que redujo su gasto militar desde 6.179 millones de dólares en 1978 hasta los 3.400 de 1998 (una caída de un 45 por 100). Para hacer más difícil la situación, a partir de 1994, el proceso de profesionalización de los servicios armados obligó a multiplicar la partida de personal con el fin de captar la cantidad necesaria de voluntarios. En consecuencia, las asignaciones presupuestarias a defensa se destinaron en más de un 80 por 100 a cubrir el capítulo de personal mientras quedaba una cantidad ínfima para los gastos en operaciones y adquisiciones de nuevos equipos. Los efectos sobre la capacidad operativa de las fuerzas armadas fueron demoledores. El ejército se vio forzado a cortar radicalmente sus programas de adiestramiento. El buque insignia de la flota de Buenos Aires, el portaaviones Veinticinco de Mayo, quedó fuera de servicio a partir de 1986 y fue definitivamente dado de baja en 1997. Asimismo, la fuerza aérea redujo sus horas de vuelo al mínimo y llegó a verse obligada a mantener sus aparatos en el suelo a causa de unas dificultades presupuestarias coyunturales en mayo de 1999. En Uruguay, el gasto militar se contrajo en más de un 20 por 100 durante los años 80. Como consecuencia, se llevó a cabo una reducción de los efectivos de las fuerzas armadas acompañada de un paulatino recorte de los salarios militares. Asimismo, cortó radicalmente tanto la adquisición de equipos nuevos como de piezas de recambio y suministros. El resultado fue un derrumbamiento de la capacidad operativa de las fuerzas militares de Montevideo.

Frente a sus vecinos, las fuerzas armadas de Chile mantuvieron una cierta situación de privilegio en términos presupuestarios. De hecho, el gasto de defensa de Santiago se mantuvo por encima de los 1.500 millones de dólares durante los años 80 y creció en la siguiente década hasta situarse en los 2.100 millones en 1997. La 'excepción chilena' obedeció a tres factores principales. Por un lado, desde la segunda mitad de los años 80, Chile disfrutó de una estabilidad económica superior a la de sus vecinos. Por otro lado, la retirada del poder de los militares y el ascenso de un gobierno civil se produjo unos años más tarde (en 1990) que en el caso de Argentina (1984) o Uruguay (1985). Finalmente, el mantenimiento de la 'Ley del Cobre' aseguró que un 10 por 100 de los beneficios obtenidos por las exportaciones chilenas de ese metal se destinasen a la adquisición de material bélico. El nivel de inversión en defensa de Chile permitió a sus fuerzas armadas el desarrollo de programas de modernización notablemente sofisticados para los niveles de la región. Este fue el caso de la adquisición de helicópteros norteamericanos UH-60 Blackhawk para sustituir aparatos más antiguos de la misma procedencia o del desarrollo en cooperación con el Reino Unido del lanzacohetes múltiple Rayo . En cualquier caso, esta abundancia de recursos puede comenzar a declinar pronto. De hecho, los planes de la fuerza aérea de Santiago para la compra de nuevos cazabombarderos han sido retrasados a causa de los efectos de la crisis asiática de 1997 sobre las exportaciones chilenas . Este aplazamiento podría apuntar a que, en un entorno libre de amenazas inmediatas, las consideraciones de tipo presupuestario van a tener un creciente peso en las decisiones gubernamentales sobre futuras compras de armamento.

Finalmente un tercer aspecto que ha tenido un impacto decisivo sobre la reformulación del modelo militar del Cono Sur han sido los cambios en el contexto regional e internacional. De hecho, la transformación del escenario estratégico ha cerrado algunas puertas y abierto otras para el futuro de las fuerzas armadas de los tres países. De hecho, el final de la Guerra Fría descalificó los planteamientos político-estratégicos que, durante los años sesenta y setenta, defendieron la intervención de los militares latinoamericanos en tareas de seguridad interior con el fin de prevenir el desarrollo de movimientos armados inspirados por la extinta Unión Soviética. Igualmente, el final de la confrontación Este-Oeste hizo perder su sentido a los trabajos de planificación y entrenamiento que se habían desarrollado bajo el liderazgo de EE.UU. para defender el hemisferio de una agresión convencional en el caso de un conflicto generalizado con Moscú. En otro orden de cosas, los riesgos de conflicto entre los estados del Cono Sur o de estos con sus vecinos más próximos también tendieron a desaparecer en los últimos años. La rivalidad de Buenos Aires con Brasilia por la hegemonía continental perdió todo su potencial explosivo después de que ambos países se asociasen en el Mercado Común del Sur (MERCOSUR). Después de su enfrentamiento bélico en 1982, Argentina y el Reino Unido relegaron a un segundo plano sus diferencias sobre la soberanía de las Malvinas e iniciaron un rápido y profundo proceso de distensión. Al mismo tiempo, Buenos Aires y Santiago, que estuvieron a punto de ir a la guerra por un diferendo limítrofe en 1978, resolvieron sus últimas discrepancias sobre el trazado de la frontera común con la conclusión de un acuerdo sobre la zona de los Hielos Continentales en 1991 y otro sobre el territorio de Laguna del Desierto en 1994. Finalmente, Santiago resolvió su último litigio pendiente con Perú a través de la firma de un convenio el pasado mes de noviembre. Esta oleada de arreglos pacíficos ha comenzado a reflejarse paulatinamente en el planeamiento estratégico de las fuerzas armadas de la región. Aunque en algunos casos, se mantienen las hipótesis tradicionales de conflicto, la tendencia de los gobiernos del área es a desechar la posibilidad de una confrontación con los países vecinos y, en consecuencia, orientar las misiones de sus fuerzas armadas en otra dirección.

Mientras los antiguos riesgos se desvanecen, surgen otros que parecen reclamar el desarrollo de nuevas actuaciones por parte de los ejércitos del Cono Sur. En primer lugar, el crecimiento del crimen organizado y, en particular, del narcotráfico han hecho surgir voces que reclaman la intervención de los militares en el combate contra tales amenazas. Sin embargo, la posibilidad de una participación directa de los ejércitos de la región en la represión del contrabando de narcóticos se enfrenta a varias dificultades. Para empezar, existen fuertes reticencias a otorgar protagonismo a lo militares en el mantenimiento de la seguridad interior en países que han permanecido durante largo tiempo bajo regímenes castrenses. De hecho, en el caso de Argentina, las fuerzas armadas vieron estrictamente limitada su participación en operaciones destinadas a garantizar el orden interno tras la aprobación de la Ley de Defensa Nacional en 1988. Además, muchos oficiales rechazan una misión que no consideran parte de sus competencias y en la que la institución castrense podría corromperse. Eso, sin contar con que la entrada del ejército en el campo de la lucha antidroga tendría que hacerse en detrimento de las instituciones dedicadas al mantenimiento de la seguridad pública tales como los cuerpos policiales o fuerzas paramilitares similares a los carabineros chilenos. Por otra parte, también en el ámbito de la seguridad interior, los estados mayores de la región han debatido la oportunidad de otorgar más importancia a ciertas tareas como el control de espacios fronterizos, la defensa del medio ambiente o la asistencia de emergencia en caso de catástrofe. Las fuerzas armadas han reconocido la oportunidad de desarrollar planes y establecer procedimientos para asumir estos cometidos como una forma de rentabilizar en tiempo de paz los recursos humanos y materiales de que disponen. Pero existe un amplio consenso en torno a que estos cometidos solo pueden ocupar un lugar secundario dentro de la gama de misiones de las fuerzas armadas.

Paralelamente, la creciente proyección exterior de los gobiernos del Cono Sur ha venido acompañada de una ampliación de las misiones internacionales de sus aparatos militares. El mejor ejemplo de esta tendencia ha sido el caso de Argentina . Desde luego, el presidente Menem impulso la participación de sus fuerzas armadas en operaciones de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas como parte de su estrategia para reformar las estructuras de defensa de su país. De hecho, la intervención en este tipo de misiones permitió a los soldados argentinos ganar en cualificación profesional y dirigir su atención hacia el cumplimiento de tareas en el exterior, dejando de lado definitivamente cualquier tentación de intervenir en el escenario político interno. Pero al mismo tiempo, el gobierno argentino estimuló la presencia exterior de sus tropas con el fin de dar consistencia material a su política de alineamiento internacional con EE.UU.. Así, desde envío de una fragata al Golfo durante el conflicto para expulsar a Iraq de Kuwait en 1990, la presencia militar de Buenos Aires ha querido remarcar su papel de aliado fiel de Washington. Este fue el caso con el envío de tropas de paz a la frontera Iraq-Kuwait, Croacia o Chipre. Igualmente, Uruguay ha tenido un papel activo en las operaciones ONU y, en la actualidad, mantiene cerca de un centenar de efectivos desplegados en distintas misiones de paz. Frente a estos casos, la participación de Santiago en operaciones internacionales de paz ha sido mucho más reducida. En realidad, en 1998, menos de dos decenas de soldados chilenos estaban asignados a este tipo de tareas. Probablemente, esta limitada participación era una muestra de la prioridad que las fuerzas armadas de Santiago concedían al cumplimiento de las misiones tradicionales como la defensa de las fronteras de la república. En cualquier caso, el establecimiento en Argentina y Uruguay de sendas escuelas de adiestramiento en operaciones de mantenimiento de la paz pone de manifiesto que la vocación de los ejércitos del Cono Sur por este tipo de proyección internacional va más allá de lo puramente coyuntural . Una tendencia a la que Chile tendrá que sumarse tarde o temprano.

En cualquier caso, las operaciones de la ONU no son el único papel internacional que han comenzado a jugar las fuerzas militares del Cono Sur. Junto al proceso de integración económica que se ha plasmado en la formación del MERCOSUR, se ha desarrollado una creciente regionalización en términos de seguridad. De hecho, los contactos entre las fuerzas armadas de los tres países han tendido a multiplicarse. En noviembre de 1995, Chile y Argentina firmaron un memorándum de entendimiento en materia militar que estableció una serie de mecanismos de distensión . Posteriormente, la cooperación ha continuado estrechándose con la celebración de ejercicios conjuntos . Para un futuro próximo, existen planes para poner en marcha programas de cooperación en el ámbito de la construcción naval. Por otra parte, Buenos Aires ha intensificado la realización de ejercicios conjuntos y el desarrollo de contactos militares con Montevideo. Estos vínculos entre la capitales del Cono Sur se han complementado con un fortalecimiento del eje Argentina-Brasil en el campo de la seguridad. Ambos países firmaron en abril de 1997 un memorándum de entendimiento en esta materia que, como el de Chile, incluía procedimientos de fomento de la confianza. Para esa fecha, las fuerzas armadas argentinas y brasileñas ya realizaban periódicamente ejercicios conjuntos.

En último término, el proceso de integración regional promete desembocar en una ampliación de las misiones exteriores de los ejércitos del Cono Sur. A medida que se consolida, el MERCOSUR está adquiriendo una mayor proyección internacional. En consecuencia, sus estados miembros tenderán a apoyar esta creciente presencia exterior sobre una cierta capacidad militar que les permita estar presentes en aquellos escenarios que juzguen relevantes para sus intereses. Esta tendencia será más aguda si se tiene en cuenta que, previsiblemente, la evolución estratégica de América Latina apunta a la aparición de un área a lo largo de la cornisa de los Andes afectada por una creciente inestabilidad fruto de los efectos combinados de la violencia política, el narcotráfico, la corrupción estatal y la crisis económica. Esta región podría enviar olas de inestabilidad hacia los países del MERCOSUR. En tales circunstancias, es previsible que las capitales del Cono Sur y Brasil aceleren su integración para dotarse de medios que les permitan gestionar este arco de crisis que se está formando en sus fronteras septentrionales.

Así pues, los procesos de democratización, las restricciones económicas y la integración regional se han conjurado para producir cambios en las fuerzas armadas del Cono Sur. ¿Pero cuales serán los rasgos de este nuevo modelo militar? Para empezar, no hay duda alguna de que la reducción de los efectivos humanos y materiales de los ejércitos de la región no es algo coyuntural. Con los últimos contenciosos territoriales cerrados y sin grandes amenazas a la vista, las fuerzas armadas están destinadas a tener unos efectivos muy limitados. Este proceso de ajuste parece ya haber concluido en el caso de Argentina y Uruguay. Sin embargo, es probable que, a medio plazo, el aparato militar chileno sufra una reducción significativa para ajustarse al escenario estratégico del continente. Al mismo tiempo, los ejércitos del Cono Sur parecen destinados a una total profesionalización. Buenos Aires y Montevideo ya cuentan con fuerzas completamente voluntarias. Por el momento, Santiago ha preferido mantener el servicio militar obligatorio. Sin embargo, ya se ha anunciado un futuro incremento de los profesionales contratados en las filas de sus fuerzas. A más largo plazo, el mantenimiento de la conscripción parece difícil. En Chile, como en el resto de América Latina, el servicio militar nunca ha tenido un carácter igualitario sino que ha estado sesgado en función de factores sociales y económicos de forma que las filas de la tropa tradicionalmente se ha nutrido de las clases populares. En tales condiciones, el reclutamiento obligatorio es difícilmente defendible dentro de un sistema democrático que tiene como eje principal la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. En consecuencia, parece probable que, el creciente descontento de la opinión pública con un sistema que perciben como injusto termine por forzar al gobierno de turno a abandonar la conscripción e inclinarse por la profesionalización.

Por otra parte, los ejércitos del Cono Sur transformarán su estructura de fuerzas sustancialmente. Los militares argentinos, chilenos y uruguayos tendrán que asumir la necesidad de someter los tres servicios tradicionales (tierra, mar y aire) a un mando integrado. Hasta el momento, los estados mayores conjuntos de estos países no han pasado de ser órganos administrativos con una capacidad de control muy reducida mientras que el poder real descansa en los comandantes de cada uno de las tres fuerzas. Sin embargo, la participación en operaciones internacionales, la necesidad de reducir gastos y la evolución de la tecnología militar empujan cada vez con más fuerza en la dirección de una mayor integración. En otro orden de cosas, las fuerzas armadas de la región tendrán que poner énfasis en el incremento de la flexibilidad y la movilidad para poder hacer frente con un volumen de fuerzas limitado a una amplia gama de misiones que incluirán desde la defensa territorial hasta las operaciones de mantenimiento de la paz. Asimismo, es previsible que se lleve a cabo la fragmentación de grandes unidades en núcleos de fuerzas más reducidos y dotados con capacidad de reacción rápida. Estas tendencias ya están recogidas, de un modo u otro, en programas modernización como el Plan 2000 del Ejército argentino o el Plan Alcázar de su homólogo chileno .

Los cambios en las estructuras de fuerzas llevarán aparejados novedades en las compras de armamento. Desde luego, las limitaciones presupuestarias significan que se adquirirán menos armas y más baratas. De hecho, las fuerzas armadas de la región parecen inclinarse por comprar equipos de segunda mano que suponen una mejora de sus capacidades militares sin incurrir en los elevados costes de adquirir material nuevo. Este es el caso, por ejemplo, de la compra por Argentina de cazabombarderos A-4 Skyhawk entregados por EE.UU. o del suministro a Chile de antiguos Mirage V provenientes de la fuerza aérea belga . Al mismo tiempo, se apunta hacia un cambio en las prioridades a la hora de adquirir equipos. Desde luego, se mantienen algunos programas de modernización justificados por la necesidad de mantener el equilibrio de fuerzas con rivales históricos. Así, por ejemplo, la compra por el ejército chileno de carros de combate Leopard parece estar concebida para disponer de medios blindados preparados para ser desplegados en el norte del país, frente a una hipotética crisis en la frontera con Perú . Sin embargo, comienza a imponerse una política de compras que busca sistemas más modestos; pero que satisfagan necesidades urgentes para cumplir misiones como el control del espacio nacional. Una tarea siempre más urgente y cotidiana que la preparación de la defensa ante la remota posibilidad de una invasión por parte de un país vecino. Este es el caso, por ejemplo, con la adquisición por Argentina de media docena de aviones de patrulla marítima norteamericanos P-3B Orion o de una red de radares de control aéreo también de procedencia estadounidense. .

El resultado de todos estos cambios van a ser unas fuerzas armadas profesionales, de tamaño reducido, con un material de tecnología media y con el énfasis puesto la capacidad de despliegue rápido y la flexibilidad. Con semejante herramienta militar, las fuerzas armadas del Cono Sur se concentrarán en misiones de carácter exterior mientras sus cometidos de seguridad interior se hacen cada vez más residuales. Ciertamente, es previsible que los ejércitos de la región conserven algunas competencias en el ámbito interior relacionadas con el control de extensos espacios deshabitados y la vigilancia fronteriza. En esta dirección apuntan conceptos como el de 'fronteras interiores', desarrollado por el Ejército de Chile para denominar aquellas áreas vacías donde las fuerzas militares deben asumir la tarea de mantener la presencia del estado ante la ausencia de otras ramas de la administración . Sin embargo, parece muy dudoso que los militares asuman un perfil elevado en la lucha antinarcóticos. Por el contrario, lo más probable es que dejen esta misión a las fuerzas policiales aunque ocasionalmente las proporcionen apoyos puntuales en tareas como la vigilancia del espacio aéreo o el transporte. De cara al exterior, buena parte de las misiones castrenses estarán relacionadas con el proceso de integración regional. Todas las señales indican que, paulatinamente, las repúblicas de Cono Sur comenzarán a gestionar su seguridad exterior a través de los lazos de cooperación militar establecidos en torno a MERCOSUR. De esta forma, es previsible que, a medio plazo, se avance hacia la creación de fuerzas de intervención conjuntas entre los gobiernos de la región que complementen la creciente presencia exterior del Mercado Común del Sur. En este contexto, los ejércitos de la región incrementarán su participación de forma individual o integrada en las misiones internacionales de mantenimiento de la paz.

Desde luego, estos cambios no están sucediendo al mismo ritmo en los tres países de la región. Es claro que Argentina y Uruguay han avanzado más rápidamente en la reforma de sus estructuras de defensa que Chile donde algunos rasgos del viejo modelo de seguridad permanecen vigentes. Pero los imperativos creados por la consolidación de los regímenes democráticos, las limitaciones económicas y la mecánica de integración regional son fuerzas suficientemente poderosas como para que, a medio plazo, Santiago parezca destinado a seguir un proceso de cambios en su aparato militar muy similar al de sus vecinos. El escenario resultante sería una región con menores niveles de armamento, integrada en términos de seguridad y activa en las iniciativas internacionales para el mantenimiento de la paz. Un factor de estabilidad crítico mientras en el otro extremo del continente los Andes parecen hundirse en un torbellino de inestabilidad.

(*) Ramón D.Ortiz Investigador del Observatorio de Seguridad y Defensa en América Latina del Instituto Ortega y Gasset y profesor de Seguridad en América Latina del Instituto General Gutiérrez Mellado