El gran libro negro de los horrores de Saddam
por Adam Wolfson, 27 de diciembre de 2005
Con el juicio de Saddam Hussein en curso, los del bando de Dios maldiga a América se encuentran incómodamente enclaustrados. ¿Deben justificar su oposición a la guerra ninguneando los crímenes de Saddam, al tiempo que despliegan la culpa de la presente agitación sobre Estados Unidos y sus aliados? ¿U optan por la defensa de la equivalencia moral, cediendo en que Saddam era de hecho un monstruo, pero que los presidentes norteamericanos que una vez respaldaron a su régimen son los verdaderos monstruos, George H.W. Bush incluido?
La mejor réplica a este retorcido análisis es un sobrio volumen académico de 700 páginas publicado recientemente en Francia. Le Livre Noir de Saddam Hussein (El libro negro de Saddam Hussein) es una robusta denuncia del régimen de Saddam que no cae en la trampa de ver todo en Irak a través de un prisma centrado en Estados Unidos. Los autores - árabes, americanos, alemanes, franceses e iraníes - han dado lugar al trabajo más completo de los crímenes de guerra del ex presidente iraquí hasta la fecha, manejando una masa de pruebas que convierte los argumentos anti-intervención en redundantes.
El primer arma de destrucción masiva era Saddam Hussein, escribe Bernard Kouchner, que desde que lideró la primera misión de Medecins Sans Frontieres allá por 1974 lleva siguiendo las atrocidades en Irak. Preservar la memoria de los arrestos arbitrarios que realizaba cada mañana la policía de Saddam, la tortura horrible y humillante, las violaciones organizadas, las ejecuciones arbitrarias y las prisiones llenas de gente inocente no es solamente un deber. Sin eso, uno no puede comprender ni qué era la dictadura de Saddam ni la urgente necesidad de derrocarle.
La obsesión de muchos periodistas y comentaristas con la infructuosa caza de armas químicas, biológicas y nucleares ha significado que gran parte de las pruebas de las atrocidades de Saddam en el Irak liberado han sido sub-difundidas. Sinje Caren Stoyke, arqueóloga alemana y presidenta de Archeologists for Human Rights, cataloga 288 fosas comunes, una lista que es ya obsoleta con el descubrimiento de enclaves frescos cada semana.
Estas fosas comunes no son ningún secreto, escribe Stoyke. Los convoyes militares cruzaban las ciudades, llenos de prisioneros civiles, y volvían vacíos. La gente que vivía cerca de los enclaves de ejecución escuchaba los gritos de hombres, mujeres y niños. Oían los disparos seguidos de silencio.
Stoyke estima que en Irak faltan un millón de personas, presumiblemente muertas, dejando a las familias con la terrible tarea de encontrar e identificar los restos de sus seres queridos.
Abdaláh Mohammed Hussein era un soldado que luchaba en las montañas cuando las tropas iraquíes tomaron la aldea kurda de Sedar y deportaron a las tres cuartas partes de los habitantes, incluyendo a su madre, su esposa y sus siete hijos. Les llevaron a un campo de concentración en Topzawa y de allí, algunos fueron transportados a un campo de ejecución cerca del enclave arqueológico de Hatra, al sur de Mosul. Los restos de 192 personas han sido descubiertos, 123 mujeres y niños y 69 hombres, entre ellas la esposa de Abdaláh y tres de sus hijos. No hay rastro de su madre ni de los otros cuatro hijos. Fueron víctimas de la genocida campaña Anfal, que pretendía exterminar a los kurdos.
Entre febrero y septiembre de 1988, entre 100.000 y 180.000 kurdos morían o desaparecían. El bombardeo de la aldea kurda de Halabja con armas químicas, incluyendo gas mostaza, tabún, sarín y gas VX el 16 de marzo de 1998, que mató entre 3000 y 5000 civiles, fue la más difundida de estas atrocidades porque tuvo lugar cerca de la frontera iraní, y las tropas iraníes pudieron penetrar con la ayuda de los kurdos y grabar y fotografiar a las víctimas.
Halabja no fue, no obstante, un caso aislado. Saddam utilizó armas químicas al menos 60 veces contra las aldeas kurdas durante la Anfal.
Y los kurdos no eran las únicas víctimas de Saddam, que ordenó el arresto de numerosos chi'íes. Saadoun Kassab, un ingeniero que ayudó a construir Abú Ghraib en 1957, una prisión que fue diseñada para albergar 4000 presos, fue confinado allí más tarde durante un año. Contaba a Chris Kutschera, el editor del libro: Cuando me encarcelaron en Abú Ghraib en 1985, había 48.500 presos. Me encarcelaron durante ocho meses en un espacio de 1X1,5 metros, una caja. A veces me quedaba allí dentro durante dos semanas, sin salir. Quería ser interrogado para salir, ver la luz del día y seres humanos. Todo por saludar a Saad Saleh Jaber[i]. Vi gente morir.
Abdoul Hadi al-Hakim, chi'í, fue arrestado con 90 miembros de su familia el 10 de mayo de 1983, y detenido durante ocho años sin ser acusado ni juzgado. El Hakim más joven detenido tenía apenas 14 años. Su padre y dos hermanos, junto con otros 13 parientes, fueron ejecutados en las primeras semanas de arresto. El resto y él fueron encarcelados en Abú Ghraib, 22 personas en una célula que medía 4X6 metros. No había agua corriente y un agujero en la esquina servía como retrete. Relatando su detención en el libro, Abdoul al-Hakim dice: ¿Los peores momentos? Todo era terrible, pero lo peor era el miedo a ser ejecutado. Cada vez que escuchábamos girar la cerradura nos quedábamos callados; podía ser el momento de morir, para mí, para otro. Estoy furioso con los que mezclan los crímenes de los americanos con los de Saddam, cuando no son comparables.
La represión de los chi'íes incluyó la deportación forzada de chi'íes iraquíes a Irán, que comenzó cuando los baazistas llegaron al poder. Al menos 40.000 fueron deportados en una primera oleada en 1969-71, y una segunda oleada de 60.000 fueron deportados nueve años más tarde. Las deportaciones continuaron a lo largo de los años 80. En el momento de la caída de Saddam, 200.000 iraquíes vivían en Irán, un cuarto kurdos y tres cuartos árabes chi'íes. De estos exilios, 50.000 vivían en campamentos de refugiados con gran pobreza.
El exterminio de los árabes de los pantanos, una antigua población que vivía en los pantanos de Mesopotamia, tuvo lugar entre 1991 y el 2003. De una población de 400.000 árabes residentes en los pantanos del sur de Irak hace 30 años, hoy quedan solamente 83.000; 11.000 huyeron a Bagdad y residen allí como pueden, y 80.000 han huido a Irán. Miles fueron asesinados por los soldados iraquíes y los pantanos fueron drenados, trayendo hambre y enfermedades a los que se quedaron.
La brutal represión del levantamiento chi'í tras la Guerra del Golfo de 1991 dio lugar a otras 300.000 muertes, en su mayoría civiles.
En el Irak de Sadam nadie, ni siquiera los familiares y colaboradores más cercanos al dictador, estaba seguro. Tarik Alí Saléh, ex juez iraquí y presidente de la Asociación de Juristas Iraquíes, escribe que durante el reinado del partido baaz entre 1968 y el 2003, los servicios de seguridad arrestaban y encarcelaban a la gente sin cargos, sin acceso a un abogado ni contacto con su familia. Todo el mundo era objetivo, incluyendo mujeres y niños. La tortura era utilizada sistemáticamente para garantizar las confesiones, incluyendo los palizas, la quema vivo, arrancar las uñas de los dedos, la violación, las descargas eléctricas, baños de ácido y privación del sueño, la comida o el agua.
Después estaban las víctimas de las tres guerras devastadoras de Sadam. Se estima que más de un millón de personas de ambos países murieron durante el conflicto Irán-Irak que Kutschera compara con la Primera Guerra Mundial en su colosal pérdida de vidas y en guerra de trincheras. El enorme precio de la guerra Irán-Irak animó a Sadam a invadir Kuwait con el fin de hacerse con sus activos, y el rechazo de Sadam a cumplir las resoluciones de la ONU que le obligaban a desarmarse llevó finalmente a la invasión de Irak y su derrocamiento.
Para Kouchner, es necesario precisar estos crímenes uno por uno, con todo su horror, describiendo su naturaleza y afirmando lo que se olvida con demasiada frecuencia: Sadam fue uno de los peores tiranos de la historia, y librar al pueblo iraquí de él era urgente.
Kouchner, que fue Ministro de Sanidad de Francia hasta que fue seleccionado por el Secretario General de la ONU Kofi Annán como su representante especial en Kosovo, esperaba que una comunidad internacional cohesionada lograra derrocar a Sadam del modo en que una acción resuelta por parte de la comunidad internacional libera un país. Se sintió amargamente avergonzado cuando el veto francés en el Consejo de Seguridad dividió a la comunidad internacional e imposibilitó formar un frente unido para derrocar al dictador. ¿Había un modo peor que dejar plantados a los que esperaban tanto de nosotros?, escribe.
Parece sorprendente que una denuncia tan robusta de Sadam venga de Francia, y aún más que tantos contribuyentes en su trabajo académico sean considerados a la izquierda del centro.
Mientras que los manifestantes pacifistas australianos han alabado la obstinada oposición de Francia a la guerra, Le Livre Noir de Saddam Hussein traza la vergonzosa historia del apoyo a ultranza de Francia a Sadam, de Izquierda a Derecha, durante 30 años, una relación que se basó fundamentalmente en el intercambio de petróleo iraquí por misiles, cazas y tecnología nuclear franceses.
La amistad del presidente francés Jacques Chirac con Saddam se remonta a los años 70, cuando era primer ministro con el presidente Valery Giscard d'Estaing. Cuando Saddam llegó a Francia, pasó un fin de semana privado con Chirac en la Provenza, y en otra visita Chirac acudió al aeropuerto a recibir a su amigo personal, por el que sentía respeto y afecto.
La única ruptura en este idilio fue la invasión de Kuwait, cuando Francia se unió a la coalición de la ONU encaminada a restaurar la soberanía kuwaití. Pero en los 15 años posteriores de la guerra Irán-Irak, Francia trabajó febrilmente por levantar las sanciones y normalizar las relaciones con Irak y con Sadam, con el fin de restaurar las relaciones con un lucrativo socio comercial.
Determinados a mantener a Saddam en el poder, los franceses nunca denunciaron al dictador ni una sola vez. Pero aún así, lejos de evitar la guerra, el veto francés en el Consejo de Seguridad la catalizó. En ausencia de una resolución de la ONU que autorizase el uso de la fuerza contra Sadam, la única posibilidad era una coalición liderada por Estados Unidos.
Los franceses, al igual que todos los que se opusieron a la guerra, han argumentado implícita o explícitamente que aunque Sadam tenía su lado desagradable, no era peor que los líderes de países tales como Arabia Saudí, Irán, Siria o Egipto, y menos aún que los de Zimbabwe, Birmania, Corea del Norte o China.
Para los franceses y para muchos de los detractores de la guerra, el argumento favorito era que sin Sadam, Irak sería un caos. Un diplomático francés es citado diciendo: No existe oposición. La situación en Irak no cambiará en un cierto período de tiempo. Si Saddam Hussein desaparece, es el régimen el que será arrastrado, y habrá anarquía federal.
La gente que optó por esta opinión se siente justificada con cada revés que afronta el régimen de Irak y los ataques de los terrorista suicida.
Lejos de sacar brillo a las dificultades de reconstruir Irak, el libro documenta el grado hasta el que era inevitable esto, tras 35 años de dictadura brutal en la que Sadam eliminó despiadadamente las estructuras sociales, la oposición política y a aquellos dentro de su partido a los que vio como una amenaza.
El sistema represivo puesto en vigor por Sadam irradiaba desde dentro. No existía solución democrática a la dictadura de Sadam: ningún movimiento popular ni ninguna insurrección podría haberle destronado, como descubrieron kurdos y chi'íes a través de la sangrienta experiencia.
La guerra americana tal vez no fuera una solución buena para deshacerse de la dictadura de Saddam Hussein. Pero, como muestra este libro, tras 35 años de una dictadura de excepcional violencia que ha destruido la sociedad civil iraquí y ha creado millones de víctimas, no existía una solución buena, escribe Kutschera.
Sadam y 7 cómplices-demandados son acusados de ordenar el asesinato de más de 140 personas procedentes principalmente de la ciudad musulmana chi'í de Dujail, al norte de Bagdad, tras un atentado contra la vida de Sadam allí en 1982.
Nota