Sadam: el déspota árabe sin límites

por Manuel Coma, 31 de diciembre de 2006

(Publicado en La Razón, 31 de diciembre de 2006)

Saddam: “El que se enfrenta”. Nombre raro en árabe pero que no pudo resultar más providencial, como si hubiera sido la estrella determinante de su destino, siempre al ataque. En Tikrit, la ciudad del déspota, así como la de uno de sus héroes, Saladino, recuerdan a su madre dándose puñetazos sobre el vientre en que lo había engendrado. Acababa de perder a su marido y a su primogénito y estaba sumida en la desesperación. Los psiquiatras explican muchos de los rasgos de su aterradora personalidad en función del síndrome del hijo rechazado, el que crece defendiéndose de su madre y no percibe más que hostilidad en el mundo que lo rodea, contra el que está en lucha continua. Esos desgraciados niños son supervivientes natos. Claro está que con Sadam la cosa va mucho más allá. Un tal desprecio de la vida y el sufrimiento humano pulveriza cualquier noción de normalidad, por muy laxa que sea con las patologías psíquicas que en alguna medida a todo el mundo alcanzan. 
 
Porque Sadam no era un malo cualquiera, como querían hacernos creer los que se opusieron a su derrocamiento. Hay muchos dictadores en el tercer mundo y todos reprimen, violan derechos humanos, torturan e incluso matan. Pero Sadam como el que más, en varios órdenes de magnitud. Otros pueden compartir ex aequo sus espeluznantes records pero no arrebatarle el palmarés. De él hacia abajo todo su régimen se asentaba en una dosificación de dádivas y terror que alcanzaba a la totalidad de sus servidores. Nadie en Irak podía no temerlo. Uno a uno exterminó a más de un tercio de su parentela, en el más amplio sentido clánico. En la mayor parte de las ocasiones sólo por si acaso y para que nadie pudiese considerarse exento. Encontró tiempo y placer para hacerlo con sus propias manos. 
 
Era un nacionalista iraquí cuando se trataba de preservar su predio y un panarabista cuando miraba hacia el futuro. Sus ambiciones carecían de límites y amenazaban en 360 grados. Cuando no estaba a la defensiva, agredía. Quería unificar el mundo árabe bajo su égida. Suena infantil y casi lo instintivo es desecharlo como pintoresquismo retórico. Estos tiranos llegan lejos porque no se los toma en serio hasta que ya es demasiado tarde, por más que expresen sus intenciones con todo detalle y ningún recato, como siempre hicieron los bolcheviques, como Hitler proclamó y ahora Ahmadinejad anuncia a los cuatro vientos. No tienen nada de bromistas ni hay un átomo de gracioso en sus mensajes.
Su gran astucia y total carencia de inhibiciones morales le llevaron a ser el amo absoluto del país. Su desmedida ambición le traicionó una vez tras otra. Stalin, inventor frente a Lenin del socialismo en un solo país, decía de Hitler que su defecto era no saber pararse. Esa es característica esencial de la privilegiada categoría a la que Sadam también perteneció. Sus perversas cualidades le permitieron sobrevivir varias veces sus tremendos errores de cálculo hasta que el juego se acabó.
 
Muchos son los porqués de esta difícil guerra. Entre ellos, y no en lugar muy postrero, porque Sadam no se la creyó y porque Sadam la quiso. Por un lado pensó que los americanos estaban jugando al farol y él era de los que no se arrugan. Parece que Chirac y Putin lo alentaron en ese sentido. Por otro lado contó con que en todo caso podría parar a cualquier invasor. Ya en el 91 había dicho que los americanos no resistirían 10.000 bajas. Quizás tenía razón. Ahora van por tres mil y ya se están viniendo abajo. Pero él no fue capaz de infligírselas ni en el 91 ni en el 2003.
 
En su mano estuvo, de todo punto, evitar el conflicto. Sólo se le pedía que diera cuenta de qué había pasado con ciertas cantidades de productos químicos y material biológico que habían entrado en el país antes de Kuwait y que los inspectores de Naciones Unidas no habían localizado cuando los echó a finales del 98. En la nueva ronda de inspecciones comenzada en diciembre del 2002 sus científicos se negaban a tratar con los agentes internacionales sin la presencia de los hombres del régimen. Creímos, sin excepción, que les aterrorizaba la sospecha de que hubieran desvelado el escondite de las armas prohibidas. Resultó que lo que les aterraba era que el terrorífico amo creyera que habían revelado su inexistencia. Así de sencillo hubiera sido evitar la guerra. Sin las armas, el régimen de Sadam ya es otra cosa, había dicho Bush. Pero se negó a hacerlo y, más allá de sus habituales errores de cálculo, muchos misterios rodean esa decisión. Al día de hoy no sabemos cómo, cuándo y dónde fueron destruidos aquellos productos. Si es que lo fueron.
 
El ajusticiamiento de “El que se enfrenta” es para tres cuartas partes largas de los iraquíes una satisfacción debida e irrenunciable, aunque los que dudan si valió la pena no han dejado de crecer a lo largo del año. Por desgracia su rabia no se extingue con él. Aunque el gobierno iraquí ha invocado el argumento de desalentar la insurgencia suní, ésta ya no tiene nada de personal. Quizás consiga un nuevo golpe, un nuevo chorro de sangre en el mar que anega al país mesopotámico. Eso es todo.